Sus ojos me señalan la cama a nuestra izquierda, ocupada por un muchacho de unos veintitantos años, delgado, con el cabello muy rizo y negro. Lograba sonreír a pesar que su pierna derecha estaba atravesada de lado a lado por una docena de varillas de metal. Una mujer de casi cincuenta años sentada en un sillón estaba vertiendo café de un termo a una tacita. Se la extendió. El joven comenzó a beber el café lentamente.
-¿Es su mamá? –pregunto a papá.
-No, es su mujer.
-Ah.
Aquel: «Ah», hizo que el joven se volviera hacia mí. Sus ojos negros me envolvieron en una oleada de puro gusto, y reconocí (aunque no era él) la misma mirada de Miguel, el muchacho que fue mi novio en décimoprimer grado, y que pudo seguir siendo mi novio hasta el resto de mis días, pero yo me di cuenta de que no era una comebola y lo dejé.
-Sé lo que piensas –dice padre.
-No pienso nada –contesto molesta, pero sí pienso, en el increíble parecido de este joven con Miguel-. ¿Cómo fue que ocurrió, papá?
-Ah, la juventud. Se cayó de la moto en la avenida 31, y por suerte que no venían otros carros detrás, de lo contrario, era posible que ahora no estuviera para contarlo.
-No me refería a él, sino a ti. Aquí mi padre baja la cabeza.
-Me caí de la escalera.
-¿De casa?
-Sí, de casa.
-¿Cómo la otra vez? No. Ahora que recuerdo, la otra vez te caíste de la escalera del trabajo.
-Hija...
-Papá, dime la verdad. Fue ella.
-La escalera estaba mojada.
-Fue mamá.
-No, es que... Bajé cuando no era la hora indicada.
-Papá, ¿por qué la proteges?
-Hija... –me mira con ojos taciturnos, perdidos en un lago de sueños-. No fue culpa de tu madre. Ella está muy nerviosa y tú debes comprender.
-¿Comprender qué, papá?
-Todo, hija.