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Caen las ilusiones, una tras otra, como las cortezas de un fruto, y el fruto es la experiencia.
Gérard de Nerval en Sylvie.
A los catorce años la secundaria pasaba por mí sin que yo tuviera claro qué deseaba para el futuro. Me importaba el presente y en ese presente me saltaba los turnos de clase, me quitaba la saya del uniforme, la echaba entre los libros y sacaba el short. Entonces buscaba a Luisito y nos íbamos para las pocetas de la Puntilla. Acostados en el muro del Malecón, de cara al sol, esperábamos que se secaran nuestras ropas en el cuerpo, que buenos tiempos aquellos. Hubo veces que decidimos ir lejos, nos montábamos en las guaguas sin pagar y hacíamos los recorridos hasta la última parada y lo mismo a la inversa. En una de esas nos fuimos para las playas del este donde encontramos una niña que hablaba extranjero. La pobrecita lloraba y la acompañamos a buscar a sus padres, pero tuvimos que dejarla con un policía a quien dijimos que éramos hermanos. Nos dejaron ir porque no había motivos para detenernos, aunque Luisito andaba con el uniforme y eran las seis de la tarde.
En la azotea fumábamos tragándonos el humo y tosiendo. En una ocasión él trajo un cigarro de marihuana y mientras nos emborrachábamos con la hierba confesé que yo también me perdí el día en que supe que el Pintor era un poeta. Luisito tuvo la necesidad de explicarme el por qué nunca quería estar en su casa. Su padre lo golpeaba si le daban quejas en la escuela de deportes, porque Luisito estaba inscrito en la ciudad deportiva, en béisbol. Su padre era entrenador en la misma ciudad deportiva, un negro grande y robusto, siempre sonriente, parecía buena gente y todo el mundo lo saludaba con escándalo, ni que se tratara de Víctor Mesa. Yo comencé a odiarlo, por mi querido Luisito que en nada se le parecía, porque Luisito era delgado como su madre, con ojos rasgados y tristes. Nadie se daba cuenta de cuánta tristeza había en aquellos ojos, ni siquiera yo. Esa tarde el ambiente transformado en confesiones se volvió un terreno de combate porque como siempre terminamos lanzándonos huevos y chícharos. Así pasaba el tiempo. El día en que dijo que no