Te amaré, te amaré como al mundo... De pronto pasos y risas se sobrepusieron a la música y a los otros rumores. Venían del quinto piso.

-Bajito, bajito.

Apoyé la espalda contra la pared, lentamente subí los peldaños que separaban su piso del mío. Desde el descanso vi a Guillermo. Se le cayeron las llaves de las manos, se agachó y las recogió. Un claro de luz iluminaba malamente el pasillo y vi a la mujer que estaba con él. Era negra, parecía joven, el cabello le caía ensortijado sobre los hombros. Sus dientes eran blancos y parejos. Esto lo recuerdo porque se reía mucho, como fuera de sí. En la oscuridad se llevó las manos al escote del vestido y se quitó el sujetador que puso delante de la cara de Guillermo.

-Estás loca –susurró él.

La puerta estaba entreabierta. La única luz provenía del televisor. En la pantalla desfilaba la imagen de un pelotero que corría de espaldas con un guante en la mano, la voz exagerada del comentarista deportivo-: “¡Se va, se va, se va! ¡Y se fuueeeeeeeee!”, y en las casas de toda la vecindad se escuchó un grito colectivo, aplausos, tamborileos. Más tarde cuando me asomé en el umbral de mi casa con los ojos azorados, boquiabierta, sudaba como si hubiera salido de una sauna. Madre volvió la cabeza hacia con cara de aburrimiento. De pronto se incorporó y dijo:

-¿Has visto a un fantasma?

-Deja a la niña en paz –dijo padre, sin desviar la vista del televisor.

-Ya debería estar durmiendo –espetó madre, no muy lejos de la realidad.

Mi madre ya desde entonces tenía olfato de perro huevero e intuía cualquier cambio en mí.

-Vete para el cuarto y espero que dejes de leer ese libro insano. –espetó. Y otra vez, como tantas veces que siguieron después de esa, las palabras de madre lograron azotarme donde más me dolía, en mi vulnerabilidad.

Caliente como un carbón encendido me eché en la cama.  Creo  que tenía fiebre. Cerré los ojos, pero no pude dormir. Abrí el libro. Tal vez mi madre tenía razón. Yo estaba leyendo mucho, o tal vez mi problema era que no debí haber escuchado los gemidos, quejidos, los roces de cuerpo y de las cosas que caían. Ni debí ver tras la puerta distraídamente entreabierta a esa mujer con las manos y las rodillas apoyadas en el suelo y a él inclinado detrás. Los dos cuerpos desnudos y sudorosos moviéndose acompasados como bailando sin música. Y yo la recuerdo, aquella mujer con los ojos cerrados, apretados los dientes, moviéndose, gimiendo, pidiendo: ¡Sí! ¡Así! ¡No pares, no pares!, clavándose las uñas en la piel dura del muslo, resplandeciente por el sudor.

Papá y mamá no hacían esas cosas. Al menos no que yo supiese. Por el calor (en el trópico vivimos ensopados por el calor) mis padres dormían y todavía    duermen

El pintor: Siempre te amaré
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