-¿De dónde sacaste eso, Luis?
-¿Te refieres a “eso” con una sola bala? La compré a Pedro. Alguien se la arrebató a un policía.
-Y tenía que ser tú quien quisiera ese arrastre.
-¿Y por qué no? Pedro vino diciéndome: «Acere, tengo algo ahí pa’ ti, pa’ que resuelvas.»
-Oh, Luis.
-Tu padre te habrá dicho lo que pasó.
-Mi padre está en el hospital desde ayer por la mañana.
-Lo de las computadoras fue por la tarde –ante mi cara de sorpresa, continua-: Las computadoras de la UMHE se bloquearon y hubo que escudriñarlas.
-Eso ocurre. Son máquinas. Él sigue:
-En esas computadoras están los nombres de todos los que asistimos a la terapia de grupo. Alguien vio los nombres. Ahora todos saben que tengo el VIH –una muestra de dolor se retuerce en el fondo de sus palabras.
-Luisito. No sabía –miento descaradamente.
-No soporto más.
-No digas eso.
-Esa noticia no salió en el Granma, pero ya se corrió de boca en boca como un pasa palabra. Tú bien sabes que cuando un chisme se riega en el barrio no hay quien le ponga una piedra encima.
Asiento en silencio.
-Así que yo tendré que vivir con esta cruz, tragando hacia dentro, y sentiré que se volverán para verme y susurrar: Ahí va el sidoso.
-No debes pensar esas cosas, Luis.
-¿Y qué quieres que piense? Todos lo saben, María. Ahora bien, cuando me ven hacen como si no supieran.
La madre entra con el cocimiento. Enseguida se lo quito de la mano y la empujo hacia la puerta.
-No se preocupe. Ya está bien –vuelvo junto a Luis. Él deja la taza sobre la mesita, junto a la pistola. Comprendo que aquella presencia sigue siendo un peligro entre nosotros, por eso no encuentro la forma de desviar los ojos de la mesita. Luisito se echa de lado sobre el lecho.
-Me siento mal. Creo que tengo fiebre.
Le toco la frente. Está frío, pero tiembla como si su cuerpo estuviera atacado por un frígido invierno. Y yo estoy muriendo de calor. Luisito flexionada un poco las