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«Sí, m’hijita. ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué no te das una vueltecita por ahí y después veremos? La cosa está durísima, pero tú resiste, que no fuiste tan lejos para estar quejándote. Tómate tu tiempo para llorar y después levántate y ponte pa’ la lucha. Te dejo que esta llamada nos va a costar un dineral a ti y a mí. Ya sabes que estos sala’os en Cuba hacen pagar las llamadas recibidas. Y desde Italia, deja que llegue la cuenta.»
Así hablaba Roberta dentro del turitaxi cuando fui a recogerla al aeropuerto hace quince días. Como siempre ocupó el asiento trasero a mi lado. Cuando dejó de hablar, cerró el aparatico, tan pequeño que cabía en la palma de su mano. «Ay, María. Este celular no es el último grito» –dijo, alargándomelo e insistiendo en que no era nuevo.
La primera vez que recogí a Roberta en el aeropuerto –ya lo dije-, íbamos en el auto del papá de Miguel. Esa vez yo curioseaba la grabadora que reproducía la música en CD. Hasta ese momento las grabadoras en Cuba eran de cassette. Por ese aparato que reproducía música en CD, Roberta pagó veinticinco dólares -cincuenta mil liras en Italia-, y estuvo casi tres horas en la aduana donde por poco le hacen pagar el doble. Miguel manejaba dando apariencia de cero sorpresa cuando era imposible. Todo en Roberta era sorprendente, increíble, a partir de sus ropas: vestido azul fino y escotado, botas con punta fina y tacón alto, finísimo. La bolsa de piel negra, una imitación de Prada, baratija china, me dijo.
Por un buen rato estuve hablándole de boberías, intentando desviar la respuesta a su pregunta sobre Luisito.
-¿Sabes que me escribió sólo una vez? ¿Por qué no vino a recibirme?
Luisito estaba ingresado en los cocos y yo no deseaba amargar a Roberta, por eso le dije que estaba en un campismo. Ay, Roberta, disfruta de la brisa tibia de este país, de estos olores tropicales envueltos con el humo que desprenden los tubos de escape de los autos, estos olores añorados en tus cartas, le decía.
-¿Campismo? Prefiere irse de campismo antes que saludarme? –Estas palabras las pronunció rayando en el disgusto. Miguel hizo una mueca sin apartar las manos del timón. Para entonces yo ya había notado lo desagradable que le resultaba la voz de Roberta, una voz afectada que se había traído de Italia. Sin ese detalle nadie hubiera sospechado...