Lo mejor, o peor de vivir en este edificio es que tienes música a toda hora, gracias a que frente por frente hay un hotel que entretiene a sus huéspedes con repertorios donde no faltan las maracas, los tambores y los timbales. Si eres de dormir la mañana aquí está prohibido. Si eres de acostarte temprano, será mejor que lo hagas en el parque de Galiano donde no despertarás con estruendos, como se supone que será la guerra con nuestros vecinos del norte. Eso fue lo que ocurrió a la medio hermana de mi madre cuando nos visitó en el 1991, los primeros años de la crisis, del hambre.
La esperábamos en la terminal de trenes. Llegaba a las tres; pero eran las cinco y del tren no se sabía nada, sólo que había sufrido un ligero atraso. Con el ligero atraso estuvimos en la estación hasta que se hizo de noche. Mi madre estaba a punto de dejarnos a mi padre y a mí, a lo que mi padre con razón le recordó que ni él ni yo conocíamos esa rama del árbol genealógico de su familia. Mi madre era muy joven cuando su padre (mi abuelo) se fue para Santiago de Cuba y se hizo de nueva familia.
¿Cómo íbamos a saber qué cara tendría aquella mujer? ¿Tal vez sería como ella, mulatica y bajita? Cuando mi padre pronunció la palabra: bajita, comenzó la discusión, padre bajito, como en susurros, madre fuera de sí, desequilibrada. Yo habría dado cualquier cosa para callarla, entre los rumores de la estación, la gente que gritaba, corría; un tren que llegaba... «¡Mamá, papá! –grité-, han dicho que llega un tren, han dicho...» Unos minutos más tarde abrazábamos a aquella larguirucha de gracioso acento campesino. Madre no paraba de hablar, iba delante junto a ella, mientras mi padre y yo íbamos detrás, en silencio, maniobrando a un gallo de pescuezo pela’o que la tía campesina se trajo consigo porque lo amaba tanto que no podía dejarlo solo. En fin, los regalos eran otros. En la sala fue sacándolos de su maleta de cartón viejísima y rota: frijoles, arroz, un pedazo de tocino, ¡Tocino!, miel de abeja y un trozo de cacao. Y mi madre a cada rato exclamaba: ¡Ohhhh! La falda se le llenó de esos víveres. Muy tarde la encontré en la cocina contemplándolo todo.
Fue uno de las mejores noches que recuerdo, aquella con mi tía campesina. Casi olvidé el hambre que pasábamos en esos tiempos, sin arroz, sin siquiera sal para condimentar el poco de salcocho que mi padre traía del comedor obrero. Porque mi padre dejaba de almorzar para traer algo a casa. Aquellos días con mi tía, olvidamos esos pequeños detalles. Y mi madre, como buena anfitriona, sacrificó el cuarto matrimonial y se instaló con mi padre en el sofá de la sala. Lástima que a nada valió su sacrificio, porque los dos cuartos de mi casa y la sala incluida tienen balcón hacia el salón de tertulias del hotel. Y en el primer: “Tú me quieres dejar, y yo no quiero sufrir...”, la media hermana de mi madre, comenzó a dar gritos y a correr de un lado a otro como picada por una araña. Mi madre se puso tan histérica que tuve que