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Ah, la infancia, la inocencia de los primeros años. Fui una niña feliz con mis batitas de vuelo can can, las visitas con mis maestras al “Palacio de los pioneros” y al Parque Lenin, mis muñequitos rusos y Elpidio Valdés a las seis de la tarde por el canal seis. Me gustaban mis vacaciones con la escuela en Tarará. Me conformaba con mi día de reyes una vez al año. Los esperaba con el ansia en la garganta, escribiendo con letra ilegible: “Quiero una cocinita y un par de patines.” Y recibía muñecas, pues a cada niño le asignaban un numerito con el día en que tocaba comprar los juguetes y a mí me tocaban los últimos. A los once años contaba con una colección de once muñecas envidiables. Por eso no sé con qué juegan los niños de hoy. Ya nadie se acuerda de los reyes, ni del Palacio de Pioneros y el parque Lenin está lejísimos y sin transporte... En cuanto a Tarará cuando se fueron los niños de Chernobil lo convirtieron en un centro turístico. Y a qué cubano se le va a ocurrir asomarse por allí si todo lo que ofrecen es en dólares.
En fin, ¿qué decía? Hablaba de mis once años, cuando yo tenía fama de lengua larga y tirana entre las niñas. Si me preguntabas qué deseaba ser cuando fuera grande respondía: aeromoza, porque la palabra sonaba bien, deslizándose sin dificultad entre mis labios embarrados de caramelo. A esa misma edad me entusiasmé con otra palabra: diplomática. ¿Y qué carajo quería decir eso? Me encogí de hombros cuando el Pintor me preguntó, una tarde, cuando me sorprendió junto a la puerta de su apartamento. El claxon de un auto sonaba con insistencia en la calle. Él sonrió, la yema de su dedo índice rozó la punta de mi nariz y se precipitó escaleras abajo. No volví a pronunciar esa palabra, pero tampoco hice nada para descubrir el significado. Hoy me arrepiento de no haber sido diplomática, pues de serlo mis libertades para viajar serían ilimitadas, como ilimitadas la carga de mis maletas al entrar en este país. En cambio, me he quedado sin viajar; ni fuera ni dentro de mi propio país. Santiago de Cuba la conozco por los documentales que pasan por la televisión. En mi vida, los kilómetros que he recogido han sido rumbo a la escuela al campo y una vez hacia Matanzas.
De todas las cosas que más amaba, amaba esas muñecas, mis lápices de colores, pero sobre todo amaba a mi padre. Me gustaba sentarme en sus piernas, peinarlo, mejor dicho, hacerle una especie de moño en sus cortísimos cabellos rizados. Con él me iba para Cojimar, porque mi padre era aficionado a la pesca y algunos fines de semanas los pasaba allá. Cuando dejó de interesarse por la pesca,