estaba afuera vendiendo las suyas a sobreprecio. Cuando pasé por su lado me dijo-: “Croqueta. Llévate tu croquetica.” Era evidente que no me reconoció.
A sus veinte tres años padre conoció a mamá. Ya tenía nueve zafras a la espalda, cuarenta ayudas voluntarias y su uniforme de milicias de tropas territoriales. Vanguardia ocho veces en la carpintería (cuando aquello era aprendiz), destacado otras quince veces, se había ganado la invitación a un cabaret, recoveco perdido en los suburbios de Centro Habana. Todavía existe, tan hediondo como en los tiempos en que madre se exhibía en un baile de pagas uno y ves tres.
Padre estaba sentado en una de las mesas del fondo, porque decente como es, no quiso adjudicarse los primeros puestos. Madre salió a la pista acompañada por unos chicharros que habrían asustado a los representantes del gobierno de haberse tenido las invitaciones para sí. Cuando mi padre vio a esa mulata que retorcía la cintura como una serpiente con mal de rumba, el encantamiento fue inmediato. De echo se cayó hacia atrás con silla y todo. Él dice que no recuerda si los instrumentos dejaron de sonar, pero sabe que sus vecinos lo ayudaron a levantarse. «Mi cabeza está volando», dijo padre y movió la cabeza de un lado a otro, despacio, con temor. Después se le aclaró la vista y automáticamente quedó boquiabierto. La bella del baile rumbero estaba inclinada frente a él y sus senos a punto de salir de su trajecito azul celeste estaban prácticamente bajo sus narices. Padre que hasta ese día sólo había visto compañeras con boinas y uniformes de milicia, dijo: «Oh, compañera, déjeme que siga volando.» «Oh, compañero usted dice cada cosa», exclamó madre, con tono de halagada.
Rebeca hizo todo al revés. En menos de lo que una gallina pone un huevo, quedó embarazada. Es ahí donde aparezco yo para tronchar sus planes de alistarse en el cuerpo de baile de Tropicana. Pero ya que Rebeca había metido la pata, hablando literalmente, quiso arreglarlo todo con tiempo, y en menos de lo que canta un gallo se casó con padre. Esto podría ser un cuento que termina: Y fueron felices para siempre, pero no. Nada de eso. Padre siempre estaba en el trabajo y los fines de semana practicaba el tiro en sus filas de milicias de tropas territoriales, por lo que apenas los recuerdo juntos en esa época.
En el 1981 hubo una epidemia de dengue hemorrágico. Antes y después hemos tenido otras epidemias, pero esta fue la que se hizo pública. Por todos lados salían mujeres ahogadas en lágrimas, y niños en sus brazos y viejos para el policlínico. Yo tenía cinco años. Recuerdo que mi padre se estaba poniendo su uniforme de miliciano cuando llegó el hombre de las guardias cederistas. «Compañero, nuestra Revolución necesita de usted más que nunca. Nuestro potencial enemigo en estos momentos es el Aedes Aegyptis.» Mi padre entendió y se fue con el tipo para la