Alguien me da una palmadita en la espalda. Veo unas botas, deben ser un número cuarenta o cuarenta y dos. Son de militar como las que producimos en la fábrica. Veo un pantalón azul oscuro y ya no cabe duda de que es un policía. Le pongo cara de idiota. Hace tiempo que sé que parecer dócil y sumisa me ayuda a evitar posibles registro ya que por aquí siempre te registran en plena calle, basta que lleves una jaba grande.
-Compañera... hace falta que abandone esta zona.
Me da la espalda. Sigue con su afán de levantar a todos, (viejos en su mayoría) que están en el quicio del portal. Los echa con gestos con las manos, su forma de explicar que la manifestación va a pasar por aquí. Desde que comenzó este asunto que si devuelven o no al niño, ya vamos por unas diez manifestaciones. Las primeras me jodieron, porque a mí no me conviene que esté cerrada la fábrica. Pero ya me gusta el concierto de banderitas y la gritería. Se diría que en vez de protestar estamos celebrando. Ese es el espíritu cubano, siempre alegre. Lo bueno es que a cada una de esas que vamos gritando: “¡Devuelvan a Elián! ¡Devuelvan a Elián!”, nos regalan un pulóver con la cara del niño tras barrotes. ¿Qué puedo hacer con un pulóver en el que aparece un niño enjaulado?, pensé la primera vez en que regresé a mi casa con la garganta inflamada de tanto gritar. Podía servirme para el trabajo. Lo doblaba cuidadosamente, alisándolo con amor como si fuera un recién nacido; cuando llegó Ileana, mi vecina. Gracias a ella me enteré de que en la plaza de la catedral se vendían como pan caliente, así que corrí para allá jurándome que a partir de ese día asistiría a todas las manifestaciones habidas y por haber. Los turistas lo único que me exigen es que los pulóveres estén nuevos. Y nuevecitos están. Apenas una sudadita.
Me levanto del quicio antes de que vuelva el policía y porque puede ser que dentro de poco vea las caras de la gente de la fábrica y esta vez, por primera vez, no voy a la manifestación, sino en sentido contrario. Dentro de cuatro horas tengo una cita obligatoria en el hospital, y antes debo hacer unas diligencias. Iré bajo los balcones o al amparo de los portales, pero qué va, ya lo sé; llegaré a la puerta del Chino con la blusa empapada. Y qué decir del sujetador. Eso es lo malo de vivir en el trópico. Siempre apestas a rancio y llevas la cara llena de grasa.
Al Chino lo conocí una tarde cuando yo intentaba deshacerme de un pomo de pegamento en una zapatería cerca de Infanta. Enseguida simpaticé con él, porque sin miramientos lo guardó en el bolsillo del pantalón y sacó el dinero. “No te preocupes por la desconfianza de los otros, me dijo. Es la primera vez que te ven y pocos son como yo, con la facultad de oler los buenos negocios”. La segunda vez llevé el pegamento a su casa. Esa tarde me puso el ventilador, aprovechando de que había electricidad y me pidió que me quedara a descansar. Acepté su refresco instantáneo de esos que