era mejor dejarme hacer antes de que se me ocurriera otra cosa peor. Pedí traslado del Saúl Delgado, el preuniversitario predilecto, el soñado, el favorito de toda la juventud habanera. Me importaba tres piojos. Lo otro fue más fácil, las firmas, el papeleo, llevar todo ese papeleo personalmente al otro pre. Pero eso sí, rogué que me pusieran con ese profesor, exactamente con ese, porque era el único que pronunciaba correctamente la z de aeromoza.
Mientras la directora se rompía las cuerdas vocales a falta de micrófono, mis nuevos compañeros se morían de ganas de salir del sol que nos estaba achicharrando. Nuestro grupo entraba a eso de la una de la tarde hasta cerca de las siete. De ahí que nos tocaran los vespertinos, escuchar veinte minutos de propaganda y lemas comunistas, un recuento de los planes de nuestros enemigos del norte y un sermón de cómo actuar antes de que nos ataquen, mejor dicho, antes de entrar en las aulas. Esa tarde no nos tocaba clases de literatura. Así pasaron dos días. Al tercero llegué tarde, la guagua, la lejanía; aquel pre estaba del otro lado de la ciudad, en 10 de octubre, en lo alto de una loma allá donde el diablo dio las mil voces. Llegué con la blusa empapada de sudor, atravesé la barrera de revendedores de pan con hamburguesa dudosa, caramelos y pan con jamón en las puertas de la escuela, crucé el patio de matutinos y entré en los pasillos. Mi entrada fue simbólica en el aula de literatura: me caí de culo en el umbral. Murmullos de voces, risas, carcajadas y yo que me levanté, recogí los libros y sacudí la saya al mismo tiempo que mis ojos descubrieron aquellos otros ojos, los de Guillermo del Toro. Estaba a poco menos de cinco metros frente a mí, de pie, junto al buró de profesor.
-Vamos, silencio –todos callaron-. Demos la bienvenida a la señorita... Estaba claro. Una vez más no me reconocía.
-María –dije, sin apenas escuchar mi propia voz.
-Vaya a sentarse, señorita María. Espero que llegue temprano la próxima vez.
Avancé por el pasillo del centro siguiendo los movimientos de ese hombre hasta donde pude, con el rabillo del ojo. Me senté en el último pupitre siempre en el centro, dejando dos pupitres vacíos por medio. No recuerdo de qué habría hablado esa tarde. Había engordado unas veinte libras, llevaba el rostro demacrado y cenizo. Pero yo estaba hipnotizada por su coposa melena, por los bucles canosos que le caían ante los ojos. Sí, también eso, su pelo había encanecido. No vestía de blanco, sino de algodón gris, aunque mantenía la costumbre de dejar la camisa suelta. En un momento noté sus zapatos. Eran de un buen material, pero apenas lucían bajo el polvillo.