mazacote de boniato incomible como el de la panadería de mi barrio. Pero hay personas que engordan alimentándose de porquería. Ese era el caso de Guillermo.
-¿Por dónde comenzamos?
-Por donde usted desee –dije a boca llena.
-Creo que no estaba muy atrasada.
Cogí el vaso con el refresco: agua con azúcar prieta. Tragué y tragué hasta que el mazacote bajó por mi esófago produciendo un ruido disgustoso. Él no hizo caso. Sus manos buscaban el libro, lo abrió, y al darse cuenta de que yo no había traído el mío, me lo extendió.
-Página 56, párrafo dos.
Apresurada busqué la página. Leí, y a veces levanté los ojos para saber si Guillermo todavía estaba ahí o en qué andaba. Seguramente no en su alumna, pues mientras masticaba en silencio no quitaba los ojos de las hojas mecanografiadas. Callé. Él seguía ensimismado en su lectura. De pronto levantó la cabeza y me miró sorprendido, como si el silencio momentáneo le hubiera recordado que yo estaba ahí.
-Bueno... creo que ha entendido lo que quiere decir.
La verdad es que yo no había entendido nada. ¿Qué cosa podría interesarme más que contemplarlo a él?
-¿Es una novela? –pregunté, señalando las hojas. Se quedó callado. Luego comenzó a recogerlas-. Yo quisiera escribir una... novela –reí-, pero no me salen las palabras. Y es increíble, porque lo tengo todo aquí, (me toqué las sienes) en la mente. Creo que necesitaré mucha tristeza para poder trasladar todo al papel. –Eso sonó estúpido-. ¿Es una de sus obras? –volví a preguntar.
-Creo que sí.
-¿Y de todas, cuál es la que más prefieres? Se echó a reír.
-No puedo responder.
-Sería como preguntarle a un padre cuál hijo prefiere, ¿verdad?
-Volvamos a la lección –contestó, notoriamente nervioso.
Los siguientes minutos los pasé leyendo y copiando ensayos, y alguna que otra vez me dio una de sus explicaciones, pero nada más. Cuando me iba, ya en la puerta, me dijo que podía volver, si quería. «¿Cómo?, ¿no era sólo por hoy? Está bien, está bien.» El día siguiente llegué una hora antes y casi me dio pena llamar a su puerta tan temprano. Por eso me senté en el murito de la ventana y allí me quedé unos minutos. Miraba la acera de enfrente, el quicio de las casas. En una de ellas, a dos metros a la derecha un viejo miraba con ojos ausentes hacia la calle. Estaba sentado y no se le veían las piernas, cubiertas por un trapo sucio y roto. Con el tiempo supe algo sobre