un tareco prieto, enorme, a pesar de estar caído-. ¡Esa bruja endemoniada! ¿Qué hago? ¿Qué hago? –sollozó. Se miró aquella cosa grande y prieta con la punta rojiza como el fuego y comenzó a sollozar otra vez. Todos estaban de pie, sin decir ni media palabra, con los ojos muy abiertos, fijos en la picha del negro que de improviso salió disparado hacia el baño. Y todos salieron de sus puestos y corrieron tras el negro y su picha.
Yo estaba asombrada sin creer todavía lo que estaba ocurriendo. Debo decir que en ese tiempo había perdido el interés de vengarme de la jefa de personal, ni me acordaba de ella, pero mientras repasaba la escena de Cariño con el rabo afuera, los asientos vacíos y la algarabía en el baño, vi a la jefa de personal escabulléndose discretamente del almacén.
En el baño el negro no dejaba de lamentarse y de invocar a todos los santos orischas-: Haré todo lo que me pidan. Iré hasta el Rincón a pie y vestido de yute si no me pasa nada malo, ay, ay, ay, me duele, me duele... -se escuchaba su continuo lamento, cuando me di cuenta de que habían olvidado el almacén. La puerta estaba abierta. En un rincón había al menos unos cincuenta pares de sandalias sin contar las que estaban en las cajas. Cogí un par, el primero que me vino a mano y lo escondí bajo la saya. Después, con el corazón queriéndoseme salir por la boca, me incorporé en el grupo de mujeres que se ofreció para lavar la verga del negro. Algunas horas después se lo llevaron para el hospital.
Dos días antes de estos acontecimientos, algunos operarios estaban nerviosos, como si fuera a llegar la guerra. Se levantaban, cuchicheaban entre sí, iban para el baño, salían; sus manos apenas controlaban el trabajo. La jefa de personal no estaba por allí. Uno de los operarios viejos llegó con un paquete muy grande que escondió debajo de su asiento. No sé cómo van a salir. El sereno con su cara de perro llevará a prisión a quien saque un minúsculo clavo, pensé, mientras cosía mis tapitas de zapatos y vi que otro operario escondió un paquete más grande. Seguí con mis tapitas, pero ya sin poder concentrarme. A la hora de salida detrás de uno de estos dos, vi como pasó por la puerta como si nada. Bastó que dijera la frase: “Chelo. Lo tuyo te está esperando.”
El viernes en que Cariño por poco se queda decapitado, salí por la puerta de salida pronunciando: “Chelo. Lo tuyo te está esperando.” El guardia me miró como atontado, pero no dijo nada. Las sandalias las vendí por cincuenta pesos en la misma esquina de la fábrica. Fueron mis primeros cincuenta pesos ganados deshonradamente, permíteme la palabra. Y corrí hacia el agro mercado más cercano para pasar entre plátanos, malangas y naranjas que se podrían sobre las tarimas y me metí en el departamento de cárnicos en cuyas mesas había trozos de carne de