congrí, y con la boca llena yo preguntaba a Luisito cómo convenció al guajiro. «Le hablé de béisbol. Con esa se me derriten.» Ya. Era un asunto de derretimiento, de derretidos. ¿Quién nos iba a decir que íbamos a caminar rumbo a Varadero, derritiéndonos bajo el sol, pues el guajiro había dicho que allí las oportunidades de hacer dinero eran grandes. Y falta que nos hacía. Los doce pesos se terminaron con unos helados. Las monedas que nos devolvieron no eran suficientes para hacer una llamada a La Habana, pero para nada pensaba en mis padres, ni cómo estaban, ni qué habrían hecho al no verme aparecer.
¿Varadero? Vaya lugar. No era el paraíso por entonces. Las calles vacías parecían interrogarnos en silencio. De un lado a otro, edificios huecos e irreales, hoteles fantasmales y centros que debido a la atmósfera solitaria que regalaban serían utilizados como ministerios o centros de protocolos. Sin asearnos, sin lavarnos los dientes, sin peinarnos, debimos parecer un par de locos escapados del manicomio al grupito de mexicanos que avecinamos en un local cafetería. Yo acababa de convencer a Luisito de que debíamos pedir dinero, mis tripas ladraban. Él decía que era mejor ir a buscar un trabajo, ¿Pero quién iba a darle empleo a dos mocosos de catorce años?
Con la mano extendida me acercaba a los pocos extranjeros. Algunos asustados, dejaban caer moneditas de su dinero, los dólares, que por entonces estaban prohibidos para los cubanos. Después de mirar en todas direcciones yo los escondía en mis medias cochambrosas y malolientes.
Durante días reproduje la misma escena: la niña vagabunda pide dinero. Hubo una ocasión en que tuve que esperar fuera de un restaurante hasta que saliera una pareja con niños que me prometió el vuelto. Resultó ser cinco dólares, mis primeros cinco dólares. Caía la noche y me reunía con Luisito que cantándoles: La bayamesa, Bésame mucho y música salsa a los turistas, (pues muy en secreto quería ser cantante) ganaba más que yo. La cosecha estaba resultando buena, buenísima. Ya yo estaba hasta pensando en comprarme un vestido largo e ir a alterar las hormonas de los pocos turistas. ¡Pero qué va! Incluso para jinetear hay que tener clase y talento que a mí ya me faltaban. En cambio a mi amiga de aula le sentó de maravilla cuando cuatro años más tarde, en el 1994 se legalizó el dólar. La mulatísima, así le digo, podía haber sido miss Cuba y pudo haberse casado con algún gallego, pero prefirió casarse con el negro más tonto e idiota de toda La Habana. Digo tonto porque es bueno el pobre, y digo idiota porque sólo a un idiota se le ocurre esperar por casi cuatro años un sí, un maldito sí. Pero para que el mundo sea mundo deben existir chusmas, cuatreros, escritores, poetas, pero también imbéciles.
Rememoro nuestros días por Varadero. Por largas semanas Luisito y yo nos bañábamos en la playa solitaria de aguas cristalinas y arena blanca, nos alimentamos