No, nada llega tarde, porque todas las cosas tienen su tiempo justo, como el trigo y las rosas; sólo que, a diferencia de la espiga y la flor,
cualquier tiempo es el tiempo de que llegue el amor.
Todos se volvieron hacia mí. Incluso él, me miraba por encima de las gafas, pero no dijo nada.
-Profesor, yo necesito recuperar lecciones –dije, cuando se terminó la lección y me acerqué como la otra vez.
-Señorita, creo haber dicho de pedir a sus compañeros...
-Yo no quiero las libretas de mis compañeros. Yo quiero que usted me dé las
clases.
Se quitó las gafas y levantó la cabeza. Sus ojos envueltos en una extraña
melancolía y rudeza al mismo tiempo se quedaron fijos en los míos.
-Yo no puedo ayudarla, señorita –fue todo lo que dijo. Oh, Dios. Ese no era el Guillermo que yo conocía. Este era un desconocido. ¿Dónde estaba la alegría de sus ojos y su disposición de otros años?
Sé que pareceré mezquina cuando leas lo que hice. Dejé pasar días en los que pasaba por la dirección sin atreverme a entrar. En una ocasión encontré a la directora en el pasillo y dije lo suficiente como para que llamara al injusto profesor que no deseaba impartir lecciones extras a una alumna tan aplicada. «Mire, usted. Si no tiene tiempo para enseñar, deje educación. ¡Abrase visto tamaño comportamiento por parte de un profesor!» Guillermo y yo salimos. Él iba nervioso y agitado. Yo, contenta. Feliz.
-¡Está bien! –dijo, con tono que intentaba ocultar su disgusto al ser requerido por la directora nada menos que por culpa de la alumna caprichosa e insistentemente petulante que era yo-: ¿Cuándo está libre?
-Ahora mismo.
-Ahora no puede ser. Tal vez mañana cuando usted termine.
-Terminaré sobre las seis.
-A esa hora no puedo.
-¿Y sobre las nueve de la mañana?
-A esa hora no estoy aquí.
-Pero sí en su casa –dije maliciosa.
Él me miró con sus ojos tristes, como si no existiera. Sin embargo, estaba allí, junto a mí, a mi lado.
-Está bien. Mañana en mi casa. Pero sólo mañana –me dio la espalda.