Había una distancia entre él y yo incomprensible y al mismo tiempo a veces, yo presentía que un día saltaría esa distancia y él llegaría a mí sin ánimo de ser mi amigo. Apenas nos comunicábamos por noticas que yo echaba por debajo de su puerta. Las dirigidas a mí las dejaba sobre las butacas de la sala. Nos veíamos sólo a mi llegada, a la hora de comer, y a la hora de irme. La vez en que salió inesperadamente de su prisión voluntaria yo estaba lavando en el baño -había llegado el jabón con los productos normados-, cantaba y daba bocanadas de un cigarro popular. Entonces lo descubrí en el umbral y dejé de chillar. Él extendió la mano. Dámelo, dijo. Sin titubeos le di el cigarro que echó en el inodoro. Luego se encerró otra vez. Este hecho puede que parezca sin sentido, al menos yo lo interpreté así: sin lógica pues qué podría molestarle el humo de un cigarro a quince metros de distancia, pero lógico o no, nunca más volví a fumar, pues sólo lo hacía para parecerme a los estudiantes que llenaban de humo los baños de la escuela.
22 de noviembre, sé que era esa fecha porque faltaba un mes para mi cumpleaños. Ernestico volvió a subir los cuatro pisos que conducen a mi casa. ¿Me llaman?, preguntó madre. No, dijo él. Es para María.
-¿Qué estabas haciendo? –preguntó Guillermo desde el otro lado de la línea.
-Nada. –Mentiras. Estudiaba.
-Estoy en el barrio chino. ¿Vienes?
Desde el umbral de las puertas que conducen al balcón de Ernestico miré hacia los balcones de mi casa.
-Sí -respondí.
Tuve que decir que una amiguita necesitaba ayuda o iba a suspender el examen del día siguiente. A madre le encantaba que su hija fuera un filtro dispuesta a ayudar a los incapacitados, por eso no se opuso cuando le dije que debía ir para la casa de mi amiga. Que raro, nunca sospechó que todas las semanas se presentaban exámenes inesperados y amigas desesperadas. Llegué justo media hora después. Guillermo sentado allí, codos apoyados en la mesa y las manos en el mentón era el único comensal. “Compañero, su hija acaba de llegar”, dijo el camarero. Me senté frente por frente a Guillermo. Una ojeada a mi alrededor. Aquel lujo -si es que puedo decir que fuese lujo- luces bajas, aire acondicionado, mesas cubiertas con manteles color rojo vino, costaría un dineral.
-No te preocupes. Vendí los candelabros y el libro de La divina comedia a unos italianos. -(Los compradores de antigüedades ya no eran los soviéticos, sino italianos y españoles)-.