Ofelia me saluda con la mano. Es otra vecina. Está cada día más flaca, la pobre. Da lástima. A su hijo lo mató un policía en el 1995 y desde entonces ella no hace más que mecerse en esa silla. Surry fue un jodedor, un contento con pocas expectativas. Es cierto que robó tendederas y bicicletas, pero no es justo morir a los quince años por tirar piedras al techo del yate Granma. Después se supo que intentaba recuperar un pichón de paloma que se le había escapado, pero el policía ya había disparado el tiro que lo mandó en coma irreversible, hasta lo inevitable. La del CDR que pedía dinero para las fiestas también lo hacía cada vez que moría alguien en la cuadra, pero esa vez lo olvidó. Ofelia estaba desesperada porque eran las cinco de la tarde y Surry estaba en la funeraria, apestando y sin saberse todavía dónde se iba a enterrar. Por Surry fue la primera vez que cogí mis ahorros y los puse en manos de Ofelia. Oh, Surry. Algún día me dirás si los gusanos te trataron mejor de como te han tratado los hombres, esos que ya no te recuerdan. Quiero que sepas que tu sepultura es una de las más dignas del cementerio Colón. De hecho no te faltan las flores.
Me detengo en Aguiar porque me llaman. Ah, Dalia.
Dalia llega corriendo y sonríe no sé por qué. Deteniéndose en seco, dice:
-Oye, ya... Tengo que usar íntimas.
-Ah.
Como estoy encerrada en mis pensamientos, casi no me doy cuenta que le doy la espalda. Su voz me vuelve a detener.
-Oye... quería... hacerte otra pregunta.
-Dime, dime.
-¿Dónde... dónde puedo comprar íntimas?
Naturalmente, olvidé que fuera posible que hubiera terminado su paquete, el que nos dan mensualmente por la libreta en la farmacia, uno por mujer. Entonces como todas las mujeres Dalia tendrá que arreglárselas con paquetes comprados en el mercado negro o de lo contrario tendrá ponerse... trapos. ¿Trapos? ¿Qué trapos, si tampoco hay trapos? Y los que hay a no se pueden coger para eso porque hay que usarlos como vestidos hasta que se rompan en el cuerpo. Sin pensarlo le señalo el solar del maestro de baile, allá donde venden de todo.
-Pero no digas nada a Marañón –le advierto-. ¿Está bien?
-Lo prometo.
En dos saltos ella está en medio de la calle y besa la cruz de la cadenita que cuelga en su cuello. Ya lejos me vuelve a llamar:
-¡María!... Gracias.
Me quedé de una pieza. Alguien ha dado las gracias. Y no es mi padre.