pelo le di un empujón que cayó sentada sobre la silla. Iba a tomar la revancha, cuando escuché la voz de la jefa de personal:
-¿Qué es lo que está sucediendo? Muy bien, pero que muy bien. Vaya forma de divertirse, ratones de nevera. Ustedes dos, vengan conmigo.
En su oficina de ventanas con cristales cerró la puerta y se volvió hacia nosotras.
-Ahora quiero que me digan qué pasó. Que hable una sola.
Carmela se inventó una historia: Yo la acosaba y hasta tuve la ocurrencia de esperarla en los bajos de su casa. También intenté envenenar su almuerzo y en ese mismo momento ella pasaba por unas descomposiciones, posiblemente por las dosis de veneno.
La jefa de personal la escuchó con atención y la dejó ir. Luego se volvió hacia
mí:
-Estoy pensando qué haré contigo. Casi casi te pongo otra amonestación.
Recuerda que a la tercera estoy en todo mi derecho de pedir una sanción para ti.
-Bueno... –contesté suavemente-, casi casi yo iba al sindicato. Pero no el sindicato que usted conoce sino el otro, el de su esposo, pues creo que... ver unas... fotos, le agradará mucho y...
-¿Cómo te atreves? –gritó rabiosa, al mismo tiempo que se puso de pie con las manos apoyadas sobre la mesa.
-Mire, será mejor que olvidemos este asunto. -Salí de la oficina. Esperaba mi expulsión definitiva, daños físicos y materiales a mi persona, pero nada ocurrió. Al contrario.
En agosto la fábrica cerró por un mes de vacaciones. Yo ya estaba fija e iba rumbo a la fiesta de despedida en el centro recreativo“El Camilito” (por cumplir con el plan de producción nos prestaron el local. Para que se entienda mejor: nos prestaron las mesas y las sillas de ese local), cuando me encontré con Magali, mi vieja amiga de la fábrica de tabaco. Me dijo que la cogieron con unos sellos de esos que adornan las cajas. A mí me parecían excesivos, pero si los sellos eran la auto certificación de garantía de la caja, Magali no los podía llevar, no señor, ni para tenerlos de colección. Ya no podría trabajar en ninguna fábrica de tabacos. Lloraba cuando lo dijo. Sequé sus lágrimas y pregunté si tenía algo que hacer. “Nada, ahora voy para mi casa a ver cómo se lo digo a mi marido. A lo mejor no se lo digo. Es que él no me lo va a perdonar. Me golpeará y me botará si no llevo nada de comer.” Todo esto lo dijo llorando como una condenada a muerte. Creo que de no ser porque hacía sólo dos horas que la habían botado de la fábrica de tabaco jamás hubiera dicho que su marido era muy celoso y que dos hombres terminaron en el hospital por culpa suya. Él no