de sobras de los restoranes y cañas de un cañaveral en las mediaciones. Dormíamos en el cañaveral sobre un lecho de cartones y hojas secas, porque el sereno de la fábrica de metales nos huyó como perro asustado cuando quisimos pagarle su buena acción con los dólares, el dinero prohibido para la población, por el que muchos estaban en las cárceles. Por suerte para nosotros, incluso en Matanzas se encontraban bizneros arriesgados y a uno de esos les cambiamos los dólares por una miseria en moneda nacional que nos sirvió para regresar a La Habana.
Recibimiento a lágrimas vivas por parte de mi madre. Le habían dicho que debía esperar tres días para darme por desaparecida. Al cabo de ese tiempo yo era desaparecida, pero ni foto ni mis generalidades aparecían en ninguna parte, tampoco en los periódicos, ni en los noticieros. Lo mismo para Luisito. Éramos fantasmas. Invisibles. Nadie preguntó qué hacíamos en el tren ni por qué estábamos tan churrosos. Mi madre lloró mucho y me tocaba todo el cuerpo para asegurarse de que no me faltaba un pedazo. En algún momento se volvió hacia padre y le gritó: «¿Lo ves? Eso sucede porque nunca le has dado una buena surra.»
Una buena surra fue lo que se llevó Luisito tan pronto asomó la cabeza en su
casa.
La escuela. Los alumnos. Me recibieron como si fuera una extraterrestre, con
curiosidad y miedo a la chiquilla que desapareció por un mes. Cada cinco minutos debía narrar cómo lo pasé por los cañaverales. Algunos preguntaban si estaba dispuesta a repetir todo. Hubo quien dudó de mi virginidad. Según ellos Luisito y yo habíamos hecho más que compartir el incómodo lecho matancero. Todo me resultaba muy gracioso, hasta me sentía con cierta superioridad e imaginaba que en cualquier momento me pedirían autógrafos como a una importante actriz de cine. Pero pronto dejé de ser famosa y volvió la normalidad, la rutina diaria y yo comencé a rechazar la escuela. Si antes me escapaba, ya no podía porque me vigilaban, pero en vez de atender a los profesores me dormía en las clases, soñando con mi independencia perdida. No era una de las más inteligentes y por más que la mulatísima quiso ayudarme fui incapaz de recuperar las lecciones. Antes de que terminara el curso ya era repitente.
A Luisito no lo suspendieron. Era una joven promesa de béisbol y un muchacho con dicha característica puede permitirse leer titubeando, contar con los dedos y equivocar la fórmula para calcular la gravedad. Entonces dejamos de hablarnos, aquellos días nos convirtieron en dos extraños.
Todavía soy capaz de recordarlo todo como si hubiera sido ayer.
Mi año de repitente en la misma aula, el mismo pupitre, como si el tiempo se hubiera detenido, pero con nuevos compañeros. Estos apenas me hablaban, hasta