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He colgado porque hoy no soporto su perorata. Ella que a la marcha del pueblo combatiente (los primeros de mayo) no asiste porque el sol la fatiga y le da dolor de cabeza. Estoy disgustada, rabiosa, por mi padre, y ahora que recuerdo olvidé llamar al hospital, ¡cielos! Hasta me he olvidado de mis problemas con toda esta exaltación. Me siento mal. ¿Por qué padre tuvo que ingresarse justo ahora? ¿Y por qué Roberta se va? Y Luisito, justo hoy tendría que ocurrírsele soltar toda esa serie de insensateces, hoy, el día que reservé para esperar la reacción del hombre con el que vivo. Porque anteayer hemos discutido, y porque ayer no fui a su casa. Estoy segura de que fue él quién llamó. Lo sé, lo sé, porque sólo dos personas tienen el número de Ernestico. Una es mi tía la campesina y la otra persona es él, Guillermo.
Después de lo que sucedió, por dos semanas recibimos las clases de literatura de la directora, hasta que llegó una señora de casi cincuenta años. Mientras aquella mujer escribía su nombre en la pizarra yo no podía entender qué... ¿Cómo era eso?
¿Una nueva profesora? ¿Y Guillermo? Oh, no, no iba a regresar. Me sentí mal. Casi pierdo el conocimiento. Luego vomité y terminé sentada en la puerta de la dirección rodeada de profesores que no se ponían de acuerdo si llevarme para el hospital o mandarme para mi casa. Esa tarde arrastré los pies peldaño a peldaño cuando llegué al edificio. Madre limpiaba los escalones que el perro de los sobrinos de Marañón había cagado. Me gritó que no entrara con los pies mojados, que los limpiara sobre el pulóver viejo que usaba como frazada de piso. Encabronadísima, susurraba palabras incomprensibles. Magali junto al umbral de su puerta, con los brazos cruzados, miraba a madre. De pronto me descubrió y creo que también descubrió mi tristeza. «Ven –me entró en su casa-. Espera aquí.» Por aquellos días Magali estaba muy sola porque su hija se había ido para Alemania. Un alemán se enamoró de ella y se la llevó. Así de fácil. Pero es que la hija de Magali tenía dieciocho años y estudiaba ballet clásico en el gran teatro de La Habana. Magali no tenía a nadie a quien contarle su verdad, que odiaba que su hija terminara en manos de un hombre veinticinco años mayor. Pero qué podía hacer. Si se quedaba iba a morir de hambre bailando. Magali había calculado todo: diez pesos no es lo mismo que diez dólares. Y al final, no era justo que una jovencita tan bonita terminara sus días con las nalgas ajadas, sin atracción. Por eso la dejé y que sea feliz, dijo, mientras miraba la foto del matrimonio. Magali seguía pensando en su hija, culpándose por la lejanía. “Magali –dije-, ese disco... el de Silvio Rodríguez. ¿Podría ponerlo, por favor? -Me miró curiosa, pero no dijo nada. Entonces