-Pero... ¿Ese libro? Era muy antiguo. Quién sabe cuándo te volverás a empatar con esa edición.
-Es sólo un libro –dijo, y lo repitió como si quisiera convencerse. Más tarde la mesa se llenó de platos con arroz frito, enchilado de merluza, plátanos tostones y maripositas chinas. Él pidió cerveza y yo imité su gesto, y comimos y bebimos sin volver a pensar en los candelabros ni en el libro. Hablamos de su última novela. Trataba de un matrimonio, campesinos holguineros, que en los primeros años de la Revolución, cuando el gobierno nacionaliza las tierras, se trasladan hacia La Habana con el hijo adolescente. Toda la historia narra los pormenores de la pareja que se instala en un cuartucho en una azotea de La Habana Vieja, trabajaban de día y aprenden a escribir sus nombres en la Facultad Obrero Campesina, mientras el hijo vagabundea. Cuando los padres mueren, el hijo se ve envuelto en la burocracia que le impide enterrar las almas de sus padres en Holguín. Yo había leído la historia, sumamente buena, aunque siempre me quedó la duda de que faltaba algo. De todas formas él acaba de terminarla y de enviarla a una editorial española. Yo pensaba que era un error enviarla tan rápido y de la forma en que lo hizo: por correo ordinario. ¿No hay que celebrarlo?, preguntó confianzudo.
-No llegará nunca –dije, menos entusiasta de lo que esperaba.
-Quiere decir que habré perdido tiempo –contestó, sin darle importancia a que también perdería el dinero de la expedición.
La cuenta. Me quedé paralizada mientras todo ese dinero abandonaba las manos de Guillermo. Eran cerca de las seis o las siete de la tarde y salimos, contentos, casi borrachos, riendo como locos. De pronto alguien lo llamó, un blanco alto y grande, con ojos oblicuos y muchas arrugas. Vino hacia nosotros con su mano derecha delante, una mano grande y venosa que se quedó en el aire. Guillermo rodeó mi cintura con su brazo y me hizo caminar. El hombre ya había quedado atrás.
-Oye, supe que te botaron de educación. Me alegro mucho, compadre. De verdad que hay quien tiene la vista larga...
Quise volverme, pero la mano de Guillermo me apretó tan fuerte que no pude.
-...Y por lo del periodismo, también. ¿Te acuerdas cuando te decía que un día ibas a tocar fondo?
Nos detuvimos.
-Mira –dijo Guillermo-. Mejor no te respondo.
-Sabes que no puedes responderme. Yo te conozco, Guillermo, te conozco.
-No, tú crees que me conoces. No soy el tipo de artista manso que circula por
aquí.