puercos envueltos en moscas y guasasas. Compré una libra de aquella pacotilla y salí contenta con mi botín. Esa noche comimos como reyes y con la barriga llena en mi cuarto contemplaba el resto del dinero, veinticinco pesos, bajo la lucecita de la lámpara de noche. Poco después supe que pude haber vendido las sandalias por el doble de ese dinero. Pero la primera vez siempre se perdona, ¿no? Como Chelo me perdonó la primera vez en que salí cargada, pero a la segunda...
-Ajá... ¿Qué tenemos aquí? –preguntó, deteniéndome por un brazo y agarrando mi bolsa. Tragué en seco. Estaba más asustada que un ratón. Aún así me atreví a decir:
-Chelo, Chelito...
-¿Así que lo tuyo te está esperando, no? ¿Y dónde está... lo que se supone que me estaba esperando?
-¿Y... cuánto se supone que estaba esperando Chelo?
-Veinte... por cada salida.
Me quedaban veinte pesos exactos. Los otros cinco los había gastado cogiendo guaguas. Cuando aquello no podía permitirme otro transporte. Saqué el dinero y se lo di envuelto en un pañuelo. Chelo sonrió.
-Ahora está bien –dijo-. Y pon menos dramatismo para la próxima.
Así fue, con veinte pesos compré a Chelo y su silencio, y hasta me hice su amiga. Después llegaron nuevos Chelos que a la primera te ponían cara de policía incorruptible, pero esperar la miseria de salario a fin de mes es de titanes y el hambre es negra. Así que todos pierden su hostilidad, bajan armas y comienzan a hacer negocios con la gente de adentro de la fábrica. Ay, ay, cada vez que se presentan los del “nuevo curso”, lo único que me pasa por la cabeza es: ¡Pobres, pobres! Cuánto tendrán que sufrir, cuánto tendrán que aprender.
Un mediodía, tras recibir mi ración habitual de arroz y frijoles negros, Carmela metió su cuchara en mi plato. Mientras la veía apoyarse en el espaldar del asiento, saboreando la cuchara, me puse de pie y solté aquello que decíamos en la escuela primaria-: Oye, Carmela. Te espero a las cuatro y media, allá afuera.
Un murmullo de voces resonó en el comedor. Algunos gritaban-: ¡Ahora sí, fajazón, señores! ¡Acaben ya de entrarse a palos! ¡Arriba, arriba!
Yo no deseaba seguir con aquello, pero Carmela volvió a meter la cuchara en mi bandeja y ahí mismo le di dos bofetadas.
Los murmullos se volvieron gritos. Todos estaban de pie, esperaban la reacción de Carmela que se levantó, pero antes de que sus dedos pudieran enredarse en mi