Oh, Dios. Me he sentido una miserable después de recibir las jabas de las manos arrugadas de Ileana. Siempre soy tan torpe que me quedo callada cuando más se necesita de una palabra de aliento por pequeña que sea.
A dos cuadras he vuelto en mis pasos.
-¿Por casualidad tendrás cepillos de dientes?
-No, m’hijita. Hace tiempo que no se ven. Le di el dólar que me quedaba.
-M’hijita, ¿otra jaba?
-No, Ileana. Téngalo. Tal vez le ayude para pagar la multa. Me mira con ojos tristes, como si no recordara. Luego sonríe:
-Que San Lázaro te ayude siempre, mi niña.
El padre de Luisito acuclillado en el umbral, todavía es un negro grande y tosco, pero su cara presenta colores grisáceos, las patas de gallo llegan a sus sienes, mientras bolsas de pellejo cuelgan bajo sus ojos rojizos. Le pregunto si su hijo está y apenas responde. En la sala la madre se rasca una oreja con un ganchito de pelo y se mece en el sillón. Ahora se levanta y agarra todo lo que le entrego.
-A mí me hubiera gustado tanto que fueras mi nuera. Si siempre lo he dicho, qué muchacha de oro, ¿verdad, Paco?
Paco mira hacia la calle llena de personas. Las diez de la mañana. ¿Tan tarde ya? Oh, Dios. Esta vez no me salvo de una amonestación en el trabajo.
En la habitación se escucha la música de Issac Delgado. Y ahí está Luisito, sentado al escritorio junto a la grabadora. Y grita:
Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval es más bello vivir cantando Oh, oh, oh, no hay que llorar que la vida es un carnaval
y las penas se van cantando
Todo aquel que piense que la vida es desigual
tiene que saber que no es así que la vida es una hermosura y hay que vivirla