bajito. No abrió. Entonces toqué con los puños cerrados, gritando. Sentí que corrió los pestillos y su cara demacrada se asomó en el umbral.
-Pensé que había quedado claro que no volviera.
-Por favor, se lo ruego.
Los tambores cesaron. Los ojos de Guillermo quedaron fijos en la gente que nos miraba. Él que no quería otras perretas por parte mía abrió más la puerta. Entré. En la sala sin apenas iluminación le dije casi todo, pero no pareció sorprenderse de que una chiquilla curiosa –así me veía- recordara sus pasos en la escalera o en la puerta de su apartamento. Cualquier cosa que yo dijera, exhalaba molesto o negaba con la cabeza. Entonces decidí jugarme la última baraja. Él seguía sentado en uno de los butacones diabólicos. Parecía tranquilo mientras yo recordaba aquella lejana presentación de su libro. Cuando dije que lo había visto con una mujer en las penumbras, noté un repentino cambio.
-¿Mercedes? -Se cogió la cabeza entre las manos-. Mercedes está muerta – volvió el rostro hacia mí y refiriéndose a mi amor por él, agregó-: Lo siento mucho, de veras. Siento haber dado esa impresión. Lo siento.
Eso fue todo. Afuera seguían los tambores y los cantos. La calle se había llenado considerablemente. Avancé hacia la multitud. Caminé entre desconocidos y entré en esa casa.
En la sala, rodeada de docenas de personas bailaba una mujer. Los toques de los tambores seguían y los presentes repetían a coro: Babalú ayé, Babalú ayé... y marcaban el ritmo con los pies y dando palmadas.
La mujer iba con un vestido de grandes faldas blancas, llevaba un turbante en la cabeza del mismo color. Con una mano se recogía la falda dejando ver sus canillas delgadas y los pies desnudos. En la otra mano llevaba unas hierbas con las que sacudía a los presentes. Algunos se retorcían y echaban el tronco del cuerpo hacia atrás. Casi a punto de caer al suelo, una señora mayor, ayudada por un jovenzuelo, los sostenía por las axilas evitando la caída. Entonces sentaban a los desmayados en unos asientos a lo largo de la terraza. Me quedé detrás de otra mujer, vieja, con un turbante amarillo que parecía tener algún poder allí, pero la de la falda blanca me vio y abrió muy grande los ojos, dio un grito y echó el tronco del cuerpo hacia atrás. Alguien se acercó y le puso un grueso tabaco en la boca. La mujer vino hacia mí y me sacó de mi esocndrijo agarrándome rudamente por un brazo. Entonces acercó su cara sudorosa a mi oído y pronunció estas palabras: «Todos estamos juntos y al mismo tiempo solos.» luego libró mi brazo y al toque de los tambores me dio la espalda y siguió con su baile.