quería regresar a su casa, supe que a su padre se le había ido la mano otra vez. ¿Fue la mano o el cinto? Que importancia tiene ya. Se nos hizo de noche imaginando las formas de matar al hijoputa. Yo debía traer el machete de mi padre, pero dije que era mejor algo lento. Decidimos ahorcarlo. Vaya muerte. ¿Quién lo habría pronunciado primero? Lo olvidé, pero no olvido de que fui yo quien llevó la soga, un buen pedazo de soga que padre utilizaba en sus frustradas pescas en Cojimar. Luisito me esperaba con dos billetes de tren. “Me voy para Matanzas, ahí nadie me encontrará”. ¿Pero qué sería de mí sin mi amigo del alma? “Por eso traje dos billetes”, me dijo.
No lo pensamos dos veces. Fui para mi casa y recogí lo que podría servirme para el viaje: pan, los doce pesos que había reunido centavo a centavo, tabletas de maní y bombones de chocolate (cuando aquello todavía vendían bombones), y nos montamos en el tren. Él iba muy serio y yo contenta porque me importaba tres pitos lo que sucediera después. Miraba por la ventana de cristal empañada por el polvo y contaba los caseríos hasta que llegamos a Matanzas. Sin idea de hacia dónde dirigirnos nos sentamos en una esquina bajo un bombillo con poca iluminación y tuvimos que salir corriendo porque un enjambre de mosquitos nos cayó encima picándonos hasta por encima de las ropas. Creo que odiaban a los habaneros. No muy lejos pasaban unas personas y a ellos preguntamos si existía alguna posada por allí. Nos miraron como si hubiéramos dicho una barbaridad. Tuvimos que aclarar que éramos hermanos y que andábamos buscando a unos tíos. «¿Qué tíos? Aquí todo el mundo se conoce.» Y nadie conocía a nuestros tíos. Tampoco sabíamos direcciones. Faltó poco para que nos llevaran para la estación de policías. No recuerdo haber corrido tanto, casi dos manzanas para librarnos de aquella gente. Lejos nos echamos a reír a más no poder, doblándonos en dos; pero seguíamos en las mismas, sin sitio donde dormir y ya era casi la una de la madrugada.
En una fábrica de metales Luisito se puso a conversar con el sereno. Ya se notaba lo conversador que sería con los años porque allí estaba, hablando como si nada y como si conociera de todo. Y el tipo que era un hombre mulato, fuertote y buenazo, se emocionaba tanto que cuando le explicó nuestra situación se puso de pie.
«Te voy a resolver», le dijo. Desde lejos lo veíamos ir de un lado a otro, sacar llaves, entrar en las casuchas, salir; entonces levantaba el brazo y gritaba: «Ya te estoy resolviendo.» Fue la primera vez que escuché el verbo resolver aplicado tan “sabiamente”. En lo adelante iba a escucharlo todos los días.
Nos brindó una cabaña estrecha llena de literas, con piso de cemento, ventanas rústicas y techo de fibrocemento. Allí dormía un contingente que construía hoteles en Varadero, pero que por esas fechas estaban de vacaciones. «¿Tienen hambre?» Vaya pregunta. En el comedor no sentamos ante una bandeja llena de arroz