(nunca le dieron el carné de pescador) y comenzó a refugiarse en la lectura, yo lo contemplaba sin pestañear. Él leía el periódico, las veinte páginas del discurso de Fidel y terminaba con los artículos de la recogida de caña. Devoraba todo tipo de revista y libro que cayera en sus manos. Los leía lentamente y en silencio, como para no perderse nada dicho y por decir, y hubo veces en que sé que no durmió por tal de terminar la lectura. Fue en honor a la literatura por lo que mi padre enamorado de los libros de Hemingway, Salinger y Carpentier, me llevó a una feria donde me perdí.
Sí, me perdí. Casi a punto de llorar pasaba entre pabellones improvisados con sus paredes de cartones. Tuve la impresión de haber pasado varias veces por los mismos sitios. Para nada me atraían las exposiciones, ni las salas de conferencias abarrotadas. Vi manos que se lanzaban contra cajones y anaqueles para asegurarse la última edición de novedad, jóvenes que llevaban libros uno sobre otro, sujetándolos con la barbilla para que no cayeran. Yo, entre el enjambre de adultos en parloteo, llegué a salones menos concurridos, al fondo, hacia la izquierda tal vez. Ya no lloraba. Sería fuerte, sí, sí, sí.
En una de las salas había una larga mesa repleta de copias de un mismo libro y una joven recogía el dinero y entregaba los libros con una sonrisa perenne. A pocos metros a la derecha estaba sentado un joven que firmaba esos mismos libros. Bastó que levantara la cabeza para que yo lo reconociera. Entonces contuve la respiración. No, no es él, ¿o sí? No, no puede ser, me contradecía, observándolo, cabellos rizos recogidos, cejas muy negras y tupidas, camisa blanca... Era él. Pero ¿no era pintor?
Como si me hubiera escuchado, el Pintor dejó de atender a una señora y su mirada se volvió hacia la puerta y se posó exactamente sobre la mía. Entonces recibí una corriente de aire envuelta en un calor familiar. Pero todo él y la extraña sensación de calor desapareció tras el cuerpo de mi padre.
Padre sudaba y grandes surcos se asomaban en su frente. Eran de preocupación.
-María –me dijo, con tono aparentemente sereno-, ¿cómo es posible que siempre hagas lo mismo? ¿Te gustaría sentir por los altoparlantes: “¡Atención, atención, niña extraviada, niña extraviada!”
Miré la mano izquierda de mi padre. Llevaba un diccionario de bolsillo y el libro, ese libro, carátula rosada sobre la que figuraba un sol incandescente y un rayo de luz. Leí el nombre: “Soles de otoño.” Mi padre me dio el libro-. Vamos por esa dedicatoria. El poeta está disponible –me dijo, y me aseó la mano.
Disponible. He deseado acentuar la expresión que utilizó mi padre. Nunca había visto un hombre tan disponible. Simplemente estaba allí sentado, dejaba a un