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Dejó de ser un dulce sueño para ser una deliciosa realidad. Enamorada, desquiciada, podía gritar que finalmente él era mío, después de tantos años de búsqueda y espera, los seres superiores habían escuchado mis súplicas, finalmente. Entonces llegaron los días en los que mi cuota de frijoles y de arroz, y algunas onzas de café los llevaba para su casa. Como él era una sola persona a la semana que llegaban los productos ya los habíamos terminado; claro, yo comía también. Y él no tenía dinero para comprar en el mercado negro, pues pasaba por esas crisis en las que no conseguía trabajo. Madre comenzó a sospechar y empezó a levantarse a las cinco de la madrugada, hora en que yo me preparaba, fingiendo que me habían redoblado los turnos de clase. Rebeca meciéndose en el sillón como una demente, seguía mis movimientos con el rabillo del ojo: si yo iba para la cocina se alzaba con velocidad. Comencé a robarme los alimentos a eso de las ocho, pero también se dio cuenta. A sus intentos de sacarme una confesión, me amenazó con que iba a llevarme a casa de su padrino. Era un viejo negro que siempre vestía de blanco y fumaba tabaco. Su padrino me llenó las manos de una sustancia viscosa, dijo algunas palabras que no entendí, me arrojó a los pies de los santos y se puso a mirar los caracoles. Delante de los orischas yo no podía mentir, no. Sin embargo mentí, una vez más. No podía decir que me llevaba todo para casa de Guillermo, porque me matarían. Tampoco podía mencionar a Roberto ni a Luisito, a ellos Rebeca no los podía oler. Esta niña hija de Oshún tiene una brujería echa’, dijo el viejo sin dejar de mirar sus caracoles, a lo que madre se llevó las manos a la cabeza y comenzó a gritar:
¡Lo sabía! El viejo continuó: Una persona cogió su ropa sudada, le hizo un trabajo y la enterró bajo una guásima. ¿Cómo es esa persona padrino? ¡Dígame cómo es!, se impacientó madre. No lo veo bien, no mucho, pero es... es... un hombre, susurró el viejo. Y es... Mis pupilas enloquecieron. Ya veía a mis amigos castrados con polvos de brujería que discretamente Rebeca dejaría caer sobre sus ropas. ¡Oh, no qué horror! Mencioné a Tito, el tiñoso de Tito. Andaba detrás de mí, amenazándome con su tranca dura o floja, no sé, nunca miré más de lo que no debí. Rebeca explotó. Esa misma noche esperó a Tito en la escalera armada con el mejor cuchillo de la cocina. Él confesó enseguida que no venía por mí, sino por ella, a lo que Rebeca, fuera de sí, comenzó a darle pescozones, cocotazos, gritándole: “Dime todo, granuja o te voy a matar. Dime todo.” Este soltó la lengua y dijo todo o casi todo lo que sabía, porque medio barrio me había visto con el profesor. O, no, tal vez era pintor. Bueno, era un ex