A partir de la tarde en que salí del almacén con los senos sobados por Cariño, mi vida en la fábrica se hizo menos posible. La jefa de personal me controlaba. Tan pronto me pensaba liberada estaba detrás de mí, echándome más trabajo. No podía descansar ni cinco minutos. Ya estaba a punto de quejarme al sindicato, capacitación o cualquier otra asociación disponible, cuando tuve una idea. ¿Y si hablaba con su marido? ¿Si le contaba? Ese blanco tosco como un campesino, ¿qué pensaría de las guerras psicológicas? Ya me veía diciéndole todo, en una de las veces en que él iba a recoger a su mujer. Imaginaba las rudas manos clavándose en el cuello grueso de la jefa de personal. Pero luego pensé: ¿Y si me pregunta los motivos? Porque habría algún motivo, ¿no? Se cayó mi plan. Yo una decepción, condenada al fracaso, sin opciones, sin otro destino que bajar la cabeza. “Soy una mierda que debe comerse su propia mierda. Denme más mierda, más, más que me gusta.” Me convencía a sí misma, me dormía con mi sermón. Basta por hoy, me dije, cuando de pronto me espabilé. ¿Y si captaba los motivos? Buen pasatiempo que no me costaría trabajo porque en otros tiempos me dio por la fotografía. Con una vieja cámara había captado imágenes de la ciudad: fachadas en ruinas convertidas en parqueos, pedazos de muros, excrementos de perros en las aceras, contenedores de basura desbordados, viejos haciendo cola: para el pan por libreta. Los mismos viejos esperando el picadillo de soya, las latas de pescado o el periódico Granma (el que ha sobrevivido a la crisis que tenemos con el papel), pero todavía tenía la cámara fotográfica con el rollo sin revelar. La tarde en que pensé que podía captar algunas fotos de la jefa de personal en posiciones indecentes, salí corriendo para mi casa, busqué la cámara fotográfica y me metí en el primer negocio de fotografías que encontré. El viejo rollo estaba atorado en el compartimiento y no podía sacarlo. Es que este tipo de máquina no se usa ya – me dijo el dependiente que me atendió-. ¿Por qué no se compra una nueva? –Me miró curioso, mientras intentaba sacar el rollo. Sin resultado. En la vidriera había máquinas de todo tipo de marcas, pero el precio en dólares casi me hizo vomitar. Entonces exclamé-: Es que le tengo mucho amor a esta. Fue un regalo de... de mi novio. -El dependiente se alejó cuando llegó otro cliente, pero no dejó de mirarme como si hubiera escuchado una mala palabra. Es cierto que era un regalo. Es más, un recuerdo. Era una máquina fotográfica rusa, regalo de mi padre a mi madre veinte años atrás.
Era viernes cuando se escuchó un grito: ¡Ay! Y luego otro: ¡Auxilio! Del almacén salió Cariño desesperado: ¡Auxilio, auxilio! ¡Me quema, me quema! –Iba con la camisa abierta y sin pantalones. Entonces vi el tareco que se agitó a un lado y otro,