Nadie me contestó.
-Oigan, estoy hablando con ustedes. -Me volví de espalda. En una azotea vecina una mujer colgaba sábanas grises agujereadas. Iba a llover. Bajo mi brazo el gallo se agitó y se puso a mover el cuello de un lado a otro. Le aguanté el cuello, lo apreté, lo retorcí y lo dejé caer al suelo. En algún momento Luisito se volvió y descubrió el ave en el suelo.
-¿Qué has hecho? –gritó, como si se tratara de su propio cuello.
Roberto por su parte, tocó con la punta del dedo índice el cuerpo moribundo, guardó los papeles y dijo:
-Bueno, aquí no ha pasado nada. Lo que necesitamos es una cazuela.
Fue Luisito quien lo decapitó. Todavía con el cuerpo caliente entre las manos se puso a desplumarlo. Horas después del gallo quedaba la cabeza, las patas, un montón de plumas en el cesto y huesos en los platos. Yo estaba satisfecha y eso que nunca había comido una carne de ave tan dura. Fue Luisito quien propuso que cada semana comeríamos en casa de uno de los tres. Faltaba decidir quién prepararía la siguiente cena. Roberto.
Cuando Madre regresó por media hora actuó como quien no se acordaba del gallo. Luego escuché un grito, pasos apurados y correteos. Retorciéndome las manos, madre se asomó en el umbral de mi cuarto. Dije que el gallo escapó porque llegaron unas gentes... y yo no pude tenerlo y... Por poco no me da con el palo de escoba para calmar su rabia. Aquel gallo era como una mascota para ella que se echó a llorar, retorciéndose, mientras yo desde el balcón hacía señas a Roberto de que todo había salido bien. Digo, más o menos bien.
Por una semana cada vez que lo vi le pregunté qué nos estaba preparando. Él sonreía, mostrándome sus maravillosos dientes que ahora se me antojan turrones de azúcar y se iluminaban sus ojos claros. El fin de semana cuando nos reunimos, dijo: Mañana.
A medio día de ese lunes nos encontramos Luisito y yo en su puerta. El mismo Roberto nos abrió, con el uniforme de escuela escondido tras un delantal.
-Faltan los últimos detalles. Vayan sentándose.
La mesa adornada con un mantel blanco de encaje, los platos, los vasos, los cubiertos, todo estaba ordenado con buen gusto. Nos sentamos. Luisito iba para el asiento de cabeza de mesa, pero lo pensó. Roberto regresó con una bandeja, con un poco de arroz blanco y un platico con plátanos tostones. Luego trajo una jarra con agua y la cazuela con un asado que olía muy bien. Era imposible resistirse.