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Bajé la escalera a prisa. Ahora soy yo quien baja sin apenas respirar. Si me preguntas cómo subo te diré que empleo el doble del tiempo. Frente al Floridita cogí un triciclo. El hombre pedaleaba e iba hablando, hablando; hablando de su mujer, de los niños, del hambre, su hambre. Por Dios, no se callaba; como si yo no supiera los mil trabajos que pasamos, las necesidades que tenemos y eso del bloqueo, y patatín patatán. En la avenida de Reina comenzó a contarme toda la historia de su familia. Su padre tenía una fábrica de colchones y se fue en el 1960. A él no se lo llevaron porque estaba en casa de unos amigos y sus viejos no podían perder esa oportunidad. ¡Ah, si yo hubiera sabido! Aquí me dejaron con la promesa de que iban a sacarme en otro momento, decía. Total, que me criaron unos tíos y todo el dinero que mi padre dejó se perdió porque mis tíos eran tan brutos que no lo cambiaron por el nuevo. ¡Ah, si yo hubiera sido grande en ese tiempo!
Pensé pedirle que se desviara por la calle 23 hasta el Coppelia, a ver si podía saltarme la cola y comprar un poco de helado para padre, no me gustaba ir a verlo con las manos vacías. El hombre seguía hablando de su hambre. Desistí. No era buena idea abrirle los ojos.
El calor no disminuía ni porque estaba oscureciendo. Me bajé del triciclo sudada y mareada, dejándole una propina que podía servirle para refrescarse la garganta con el jugo de mango, mejor dicho, el jugo de agua con mango que venden en la esquina del hospital.
Y aquí estoy, camino entre salas repletas de enfermos y familiares conversadores y preocupados. Las visitas son de siete a ocho, pero el mes pasado yo me presentaba a cualquier hora. Sí, he dicho el mes pasado. No es la primera vez que padre se interna en este hospital. Yo lograba escabullirme de la guardia. Soy bravísima. Podría inaugurar una escuela donde se aprendan esas tácticas.
-Oh, María. Te dije que no era necesario que vinieras. No estoy grave. –Padre me extiende los brazos y yo me siento al borde de su cama. En la cama de la derecha un grupo de mujeres llena de besos babosos a un viejo de casi setenta años.
-Dicen que va a salir mañana –susurra papá. Yo miro su pie izquierdo enyesado.
-¿Cómo te sientes?
-Bastante bien. Al menos, estoy menos jodi’o que él.