Sonó el timbre. Los alumnos se levantaron de un tirón y comenzaron a salir desorganizadamente. Yo me quedé rezagada, fingiendo echar el libro de literatura en la bolsa. Guillermo escribía en un cuaderno cuando me acerqué a su buró.
-Profesor...
Levantó la cabeza. Mis ojos tropezaron con los suyos envueltos en una rara palidez.
-Estoy atrasada en las lecciones. Soy nueva.
-Sí, imaginaba que estaría atrasada. No se preocupe, se puede poner al día enseguida. No son muchas las lecciones. Basta que pida los cuadernos a alguno de sus compañeros –volvió a lo que hacía, y yo no tuve otro remedio que irme. Tenía lecciones de matemáticas y ya estaba llegando tarde otra vez.
En el aula de literatura me sentaba con las piernas abiertas, mordisqueando la punta del lápiz, así, semana tras semana. Él pasaba cerca de mi pupitre con los espejuelos clavados en los versos de Villena, porque todos conocen a Villena como revolucionario y luchador contra Machado, pero pocos saben que también era poeta.
Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa (¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)
y como buen cadáver descenderé a la fosa envuelto en un sudario santo de compasión.
También la pasaba hechizada por su pacífica voz, que me hacía entrar en un peligroso como precioso abismo que consumía mis entendederas como una morfina, cuando en una ocasión:
-Señorita... Señorita...
-¿Cómo?... ¿Es conmigo?
-Sí señorita. ¿En qué pensaba?
En ti, corazón, siempre en ti, amor mío, quería decir.
-¿Sabe de qué estamos hablando por aquí? Por supuesto que no. Usted estaba muy lejos. Hablamos de Buesa y de sus obras. ¿Sabe en qué año murió Buesa, señorita? Me lo imaginaba. Sigamos.
Me dio la espalda y volvió a acicalar aquellas gafas que le daban toque de consagrado intelectual. Yo habría querido replicar, pero no me salieron palabras. Él volvió a adentrarse en su discurso. Entonces comencé a recitar: