-Ajá. Tan caro sea, mételo en tu culo.
-Te pondré una amonestación.
-Ajá.
No fue de ajá, sino de anjá, pues en tres semanas ya tenía dos enemigas. ¿Por qué no me echaron de la fábrica? Eso no cabe en los planes del hombre nuevo que está forjando una generación de jóvenes disciplinados para las filas de la juventud y de ahí al Partido, pensaba la jefa de personal, mientras nos observaba desde su oficina con ventanas de cristales que daban hacia nuestras mesas productivas. Y cuando no estaba pensando o acribillándose las neuronas con papeles de producción, andaba entre departamento y departamento. Uno de sus pasatiempos era entrar en el almacén celosamente custodiado por un negrón cuyo nombre nunca recuerdo. Por eso, para ahorrarme las preguntas adopté con llamarlo: Cariño. Y Cariño, mientras masajeaba cariñosamente mis pezones, me explicó que allí nada era como parecía. Era necesario cuidarse las espaldas y de cuando en cuando hacer limpieza porque tiraban mucha brujería de la mala.
Esa vez no me reí de esas... tonterías. Por años lo había hecho, reírme, de quienes dejaban de comer para rodarse la cabeza, hacer misa espiritual o fiestas a los santos. En la escuela primaria no me daban chance para creer en otra religión que no fuera la Revolución y esa no admitía concurrencias. «Mira –decía la maestra-. Escriban quinientas veces: “Nada de eso existe”, a ver si se les mete en esas cabecitas de corcho.» Y en cuanto a algunos mandamientos de nuestro Señor Jesús:
«Ja, ja. ¿Es correcto echar agua fría en la mollera a un recién nacido?, a ver si coge un resfriado. Escriban ahí quinientas veces: “No es necesario bautizarse.” Que se les meta en esas cabecitas de corcho.» Cabecitas de corcho, corcho, corcho. El corcho conserva todo, y yo aprendí a conservar cuanto me convenía para no buscarme problemas con la maestra. No podía explicar que mi padre estaba bautizado por la iglesia y que mi madre por los santos orischas, y que además tenía padrino. Vaya mezcla de religiones que había –y hay- en mi hogar. Y por supuesto, a mí me bautizaron dos veces, para que todos quedaran contentos. Ya a una cierta edad seguí sin entender el por qué debía obedecer a lo uno y a lo otro, y preferí escuchar a la maestra. Conservé sus enseñanzas como se conserva el buen ron y el vino en botellas barrigonas.
Pero un día, mi Señor, entre tanta confusión y desorden, abrí mi botella y me di cuenta que estaba llena de contradicciones, ideas irrealizables, de falsa moral, de equívocos, engaños y de oscuridad. Desde entonces vivo queriendo salir de esa oscuridad.