CINCUENTA Y UNO

H

unter miró a su compañero y se quedó esperando, pero García no apartó la mirada del fax, aún farfullando algo en portugués.

—¿Qué diablos pasa? —gritó Hunter con impaciencia.

García estiró la mano y le mostró la fotografía en blanco y negro de una mujer. Hunter tardó varios segundos en darse cuenta de lo que estaba mirando.

—¿Es Jenny Farnborough?

García negó con la cabeza.

—No, se llama Vicki Baker.

—¿Cómo?

—Victoria Baker, veinticuatro años, manager de un gimnasio que se llama Fitness 24 Horas, en Santa Mónica. —García leyó la nota al pie de la fotografía.

—Conozco el gimnasio —lo interrumpió Hunter.

—Según parece, el 6 de julio tenía que ir a Canadá a pasar cinco días.

—¿Y lo hizo?

—No lo pone.

—¿Quién lo ha enviado?

—Logan, del Departamento de Personas Desaparecidas. Aún nos envían fotografías de personas que se parezcan a la imagen generada por ordenador que nos dio el doctor Winston, ¿lo recuerdas?

Hunter asintió.

Dado que la primera víctima aún no había sido identificada con veracidad, todas las medidas protocolarias aún estaban en funcionamiento, incluida la constante comprobación de entradas nuevas en la base de datos del Departamento de Personas Desaparecidas.

—¿Cuándo se denunció la desaparición?

García lo comprobó en la segunda página del fax.

—Hace dos días.

—¿Quién lo hizo?

Una nueva comprobación.

—Joe Bowman, jefe del gimnasio.

Hunter le quitó el fax a García de las manos y lo estudió un minuto. El parecido estaba ahí, pero, por otra parte, parecía que en la ciudad de Los Ángeles las mujeres rubias, atractivas y altas crecían en los árboles. Hunter pudo ver con claridad que tanto Vicki Baker como Jenny Farnborough coincidían con el retrato original generado por ordenador. Con las prisas para identificar a la primera víctima, dieron por hecho que se trataba de Jenny Farnborough.

—¿Cuándo desapareció Jenny del Vanguard Club? —preguntó Hunter.

García hojeó unas hojas que había cogido de la mesa de su despacho.

—El 1 de julio. Vicki desapareció cinco días después.

—Puede que la chica no desapareciera el 6 de julio. Puede que cogiera el avión hacia Canadá y desapareciera allí, o cuando regresó, aún no lo sabemos. Llamemos al gimnasio y veamos si este tal Bowman trabaja hoy. Si lo hace, nos pilla de camino. El jefe de aduanas del LAX es un viejo amigo mío. Le diré que compruebe si subió al avión el día 6.

García se apresuró a volver a su despacho y con unos cuantos clics de ratón consiguió tener delante de él la información sobre el gimnasio. Marcó el número y se reclinó sobre la silla, esperando con impaciencia que alguien atendiera el teléfono al otro lado de la línea. García solo tuvo que esperar tres tonos para recibir una respuesta. La conversación se restringió a cinco frases.

—Estará hasta las once y media de la noche —dijo García tras colgar el teléfono.

—Vamos, tú conduces. Déjame que primero llame a Trevor.

Trevor Grizbeck era el jefe de Aduanas e Inmigración del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, LAX. Hunter sabía que no había forma de conseguir que la aerolínea diera a conocer información sobre los pasajeros sin una orden, y no tenía tiempo para ello. Era hora de llamar y pedir algunos favores.

Ya había anochecido, pero el calor era tan intenso como por la tarde. Hunter se sentó en silencio leyendo y releyendo el fax sobre Victoria Baker, pero aún seguía pareciendo surrealista. Solo cuando estaban llegando al gimnasio, en Santa Mónica, una llamada de teléfono interrumpió sus pensamientos.

—Trevor, ¿qué tienes para mí?

—Bueno, como sabes, no tengo acceso a los archivos de las aerolíneas, pero sí tengo acceso a los archivos de Inmigración. Para curarme en salud, lo he comprobado desde el 1 al 12 de julio. Victoria Baker jamás pasó por el control de pasaportes.

—Nunca subió al avión.

—Eso es lo que parece.

—Gracias, colega.

—Nada, hombre. Estamos en contacto.

* * *

Con la placa en la mano, Hunter se abrió paso hacia el mostrador de recepción entre la pequeña multitud que había en la entrada del gimnasio.

—¿Está aquí Joe Bowman, el jefe? —preguntó incluso antes de que alguna de las dos recepcionistas tuviera tiempo de comprobar sus credenciales.

—Sí. —La respuesta sonó un tanto tímida.

—Tenemos que hablar con él. —Su voz era de exigencia.

Los dos detectives vieron que la recepcionista rubia descolgaba el teléfono y marcaba el número de la línea directa con el manager. A ello le siguió una conversación entre susurros.

—Trish, ¿te puedes encargar tu sola cinco minutos? —preguntó la rubia, colgando el teléfono y volviéndose hacia la otra recepcionista, una chica bajita y pelirroja con unas cuantas pecas debajo de sus ojos de color azul océano.

—Sí, estaré bien —contestó Trish con un leve acento tejano.

La recepcionista rubia pulsó un botón debajo del mostrador y una de las luces del torno se puso verde.

—Por favor, pasen, caballeros —le dijo a los dos detectives antes de unírseles al otro lado—. Síganme, por favor.

La oficina del manager se encontraba al final de una de las principales salas del abarrotado gimnasio. La recepcionista llamó tres veces. Cuando la puerta se abrió, un atractivo afroamericano, unos cinco centímetros más alto que Hunter y, al menos, nueve kilos más pesado que él, todo músculo, los recibió. Llevaba puesta una camiseta ajustada negra que parecía dos tallas más pequeña de la que necesitaba y el pelo cortado a lo militar, lo cual le hacía parecer un sargento del ejército. Se presentó como Joe Bowman.

—Presumo que se trata de Vicki —dijo, invitando a sentarse a los dos detectives.

—Correcto —dijo Hunter conforme ocupaban los dos sillones de cuero que había frente a una bonita mesa de despacho de color blanco y negro. Joe estaba sentado tras ella.

Hunter examinó durante un segundo al hombre que estaba sentado tras la mesa.

—¿Me resulta familiar, no nos hemos conocido antes? —le preguntó, con los ojos entrecerrados, como intentando hacer memoria.

Bowman miró a Hunter fijamente un momento.

—No lo creo, no que yo recuerde.

Hunter lo descartó tras unos segundos y se encogió de hombros.

—Usted fue quien denunció la desaparición de Victoria Baker, ¿es eso correcto? —le preguntó.

—Sí.

—¿Y por qué?

Bowman levantó la mirada de las manos con una sonrisa dubitativa.

—Porque había desaparecido. —Pronunció cada una de las palabras más lentamente de lo normal.

Listillo, pensó Hunter.

—Lo que quiero decir es por qué usted. ¿Es su marido, novio, amante?

Los ojos de Bowman fueron hacia la recepcionista, que aún estaba de pie junto a la puerta.

—Eso es todo, Carey. Ya me encargo yo.

En silencio, salió de la habitación y cerró la puerta.

Su atención volvió a los detectives.

—No soy ni su marido, ni su novio ni su amante. Estoy casado. —Hizo un movimiento con la cabeza señalando la fotografía de una sonriente mujer de cabello corto y negro.

Hunter asintió, pero la tristeza en la mirada de Bowman lo traicionó.

—Se suponía que tenía que volver al trabajo el día 12, pero nunca apareció. No es típico de ella. Es una persona muy responsable, muy profesional, nunca pierde días por enfermedad o pide días libres.

—¿Pero por qué usted y no su familia, marido o novio?

Vicki no está casada y en estos momentos no mantiene ninguna relación. Su familia es de Canadá. Iba a verlos. Vive sola en un apartamento alquilado a unos kilómetros de aquí.

—¿Su familia se ha puesto en contacto con usted? —le preguntó Hunter—. ¿Si la estaban esperando y no apareció, no se preocuparían?

Bowman miró a Hunter con nerviosismo.

—No sabían que iba. Era una sorpresa, ya sabe. ¿Qué quiere decir con que no apareció?

—Lo hemos comprobado con la compañía aérea y nunca subió al avión.

—¡Dios mío! —dijo Bowman pasándose la mano por la cabeza—. ¿Lleva desaparecida todo este tiempo?

—Ha dicho que debía volver el 12 de este mes, no obstante, usted denunció su desaparición hace dos días, el diecisiete. ¿Por qué ha esperado cinco días?

—Volví de Europa el 17. Estaba en una competición de culturismo.

—¿Cuándo viajó a Europa? —le preguntó García.

—A finales del mes pasado… el día 29. —Bajó la mirada hacia sus manos temblorosas—. Tenía que haber intentado llamarla cuando estaba en Europa; hablamos el día que se suponía que tenía que ir a Canadá —musitó en tono triste.

—¿Por qué iba a llamarla? Es solo una empleada, ¿no? —le presionó Hunter.

Joe Bowman parecía incómodo. Intentó ofrecer a Hunter una pálida sonrisa, pero no pudo.

Hunter acercó la silla a la mesa y echó el cuerpo hacia adelante, apoyando los codos en ella.

—Venga, Joe, es hora de cantar, era más que una empleada, ¿verdad?

Silencio.

—Mire, señor Bowman, no investigamos infidelidades. No estamos aquí para hacerle preguntas sobre su relación con su esposa. —Señaló la fotografía del despacho—. Victoria Baker podría estar en grave peligro y todo lo que queremos es ayudar, pero para ello necesitamos su cooperación. Cualquier cosa que nos diga quedará entre nosotros. Si significaba algo para usted, por favor, ayúdenos. —Hunter le ofreció una sonrisa de confianza.

Bowman dudó por un instante. Miraba fijamente la fotografía de su esposa.

—Estamos enamorados. —Finalmente, cedió.

Hunter mantuvo la mirada en Joe esperando que continuara.

—Estábamos pensando en vivir juntos.

Ante la sorpresa, García abrió los ojos de par en par.

—¿Y su matrimonio? —le preguntó.

Bowman se masajeó los ojos con la mano derecha, tomándose su tiempo para responder.

—Mi matrimonio murió hace un par de años. —Volvió a llevar la mirada a la fotografía—. Ya no hay amor… ya no hablamos… es como si fuéramos unos completos extraños. —El tono de voz era firme pero con un atisbo de tristeza.

—¿Cuándo empezaron a verse Vicki y usted?

—Hace unos ocho meses. Vicki tiene algo… una felicidad contagiosa… volvió a hacerme sentir feliz. Así que hace un par de meses decidí pedirle el divorcio a mi mujer y hacer lo que me hace feliz, y eso es estar con Vicki.

—¿Lo sabía Vicki? ¿Le contó sus planes?

—Sí, por eso iba a Canadá.

Hunter lo miró confuso.

—Quería decirles a sus padres que estaba planteándose venirse a vivir conmigo. Quería su bendición.

La mirada de confusión de Hunter desapareció.

—Viene de una familia muy tradicional —le explicó Bowman—. Quería que me aceptaran.

—¿Que aceptaran la idea de que su hija se iba a vivir con un hombre casado? —preguntó García intrigado.

—No —respondió primero Hunter—. Que aceptaran la idea de que su hija se iba con un hombre afroamericano —concluyó.

—Negro —le corrigió Bowman—. Nos gusta que nos llamen negros. Es lo que somos, y negro no es un término ofensivo. En mi opinión, esa corrección política es una estupidez, pero tiene razón. Se podría decir que su familia desaprobaría nuestra relación.

—¿Y estuvo en contacto con ella mientras estuvo en Europa?

—No… debería haberlo hecho… —Su voz se apagó.

—¿Por qué no?

—Ella lo quería así. Me dijo que necesitaba tiempo para que lo entendieran. Sabía que tenía que volver el 12, así que intenté llamarla desde Europa, pero nunca obtuve respuesta. No podía hacer nada desde allí. Cuando volví, me entró el pánico al no poder localizarla, así que llamé a la policía.

—¿Ha dicho que vivía a unos kilómetros de aquí? —preguntó Hunter.

—Sí, en North Croft Avenue.

—¿Tiene las llaves de su apartamento?

—No, no las tengo. —Bowman era incapaz de mirar a Hunter—. Pero ya he dicho todo esto a los otros oficiales.

—¿A los del Departamento de Personas Desaparecidas?

—Así es.

—No somos de Personas Desaparecidas. Somos de Homicidios.

Bowman los miró con sorpresa y miedo.

—¿Homicidios?

Hunter sacó una copia del retrato que Isabella les había dado con las veinte combinaciones diferentes y la puso en la mesa de Joe.

—¿Alguna vez ha visto a este hombre?

Bowman cogió el papel con manos temblorosas y miró los retratos con atención.

—No, no puedo decir que lo haya visto. ¿Quién se supone que es?

Sin decir palabra alguna, Hunter sacó el retrato robot de la primera víctima y lo puso en la mesa. Joe la miró confuso. Sus ojos suplicaban una explicación.

—¿Por qué tienen una imagen digital de Vicki? —Antes de que Hunter tuviera oportunidad de hacerle la pregunta, Joe se la hizo con ojos llorosos y voz temblorosa.

—¿Qué tiene que ver esto con la desaparición de Vicki? ¿Por qué hay detectives de Homicidios en mi oficina? ¿Por qué tienen una imagen digital de Vicki?

—Puede que haya una conexión con una investigación diferente que estamos llevando —le explicó García.

—¿La investigación de un homicidio? ¿Creen que puede estar muerta? —Su voz sonaba ronca debido al temor.

—Aún no lo sabemos.

—¡Cielo santo! ¿Quién querría hacerle daño a Vicki? Es la persona más dulce que jamás he conocido.

—No saquemos conclusiones todavía, señor Bowman —dijo Hunter tranquilizándolo—. Acerca de esta persona… —expresó señalando el retrato—. ¿Está seguro de no haberlo visto en el gimnasio?

—Si ha estado en este gimnasio, tiene que preguntárselo a las recepcionistas.

—No se preocupe, se lo preguntaremos. También necesitamos la dirección de Vicki.

En silencio, Joe escribió la dirección y se la dio a Hunter.

—¿Iban a clubes, fiestas, ya sabe, ese tipo de cosas? —continuó Hunter.

Bowman miró a Hunter confuso.

—No, en absoluto. Debido a mi situación, no podíamos anunciar nuestra relación al mundo.

Hunter asintió.

—¿Le gustaba salir sola o con amigas a sitios así?

—No que yo sepa —respondió dubitativo.

—¿Sabe si participó en fiestas poco ortodoxas? —interrumpió García.

Bowman y Hunter miraron a García con la misma mirada de perplejidad. Ninguno de los dos sabía con certeza qué quería decir con fiestas poco ortodoxas.

—No estoy seguro de qué es lo que me está preguntando —contestó Bowman.

Hunter estaba tan interesado en la explicación cómo Bowman.

No tiene sentido andarse por las ramas, pensó García.

—¿Iba a fiestas sexuales, BDSM, fetichistas… cosas de esa naturaleza?

—¿Me está preguntando si Vicki era una pervertida? —bramó Bowman con tono ofendido.

—No, solo si sabe si le iban ese tipo de cosas.

—Negativo, no le iban.

Hunter decidió intervenir.

—¿Vivía acomodada? Es decir, ¿le pagaba bien?

Bowman desvió su atención hacia Hunter con una expresión tipo «¿qué tiene que ver eso con todo esto?».

—¿Podía permitirse cosas caras? —intentó aclarar Hunter.

—¿Qué tipo de cosas caras? ¿Drogas? —La expresión de Bowman ahora era de mayor confusión.

—No, cosméticos; hidratantes, cremas, maquillaje, ya sabe, cosas de mujer.

—Bueno, no es rica, no acorde a los estándares de Los Ángeles, pero diría que ganaba bastante. Ahora bien, en lo que respecta a cosméticos, se gasta una fortuna. La he visto pagar 300 dólares en cremas antiarrugas para las noches y el bote era del tamaño de un paquete de chicles.

Hunter arqueó las cejas sorprendido.

—Eso no es todo —prosiguió Bowman—. Se gastó 400 dólares en una crema suiza para los ojos y 150 dólares en un bote de esmalte de uñas. Eso sin contar lo que se gasta en manicuras, pedicuras, hidratantes, tratamientos de belleza y spas. Puede vivir sin comida, pero no si sus cremas de belleza y sueros. Vicki es muy vanidosa. Puede que demasiado.

—¿Vicki tiene una taquilla o un lugar donde guarde sus cosas? —preguntó Hunter.

—Sí. Todos los miembros del personal la tienen. Animamos a todos a que hagan ejercicio. Todos tienen una taquilla asignada.

—Genial. ¿Podemos ver la suya?

—Tiene una cerradura electrónica y necesita un código con una combinación de cuatro dígitos. Ella es la única que lo sabe.

—Sí, pero estoy seguro de que hay un código que lo anula —dijo García.

Bowman torció la boca y se preguntó si sería correcto.

—¿No necesitan una orden para ver sus cosas?

—Estamos intentando encontrarla, no meterla en la cárcel. Una orden podría tardar un día o así y, entretanto, perderíamos un tiempo precioso —respondió Hunter rápidamente.

—Está en el vestuario de mujeres.

—Solo tardaremos cinco minutos, dígale a quien haya dentro que se vista —dijo García.

Un breve silencio prosiguió.

—Aquí estamos perdiendo tiempo —presionó Hunter.

—Está bien. —Bowman cedió finalmente—. Denme unos minutos, le pediré a las recepcionistas que lo anuncien.

Hunter estudió a Bowman mientras hablaba brevemente desde el teléfono de su despacho.

—¿Está seguro de que no nos hemos conocido antes? Me resulta muy familiar —le preguntó Hunter en cuanto colgó el teléfono.

—Salgo en varias revistas de culturismo. Soy competidor profesional. Usted parece cuidarse. ¿Compra alguna revista de gimnasia? —contestó Bowman.

Hunter chasqueó los dedos.

—Una o dos, sí. Probablemente, lo conozco de ahí, entonces.

Bowman sonrió a Hunter de manera poco entusiasta.

Diez minutos más tarde se encontraban frente a la taquilla número 365 del vestuario de mujeres. Bowman introdujo un código de seis dígitos para anular el original de Vicki. La pequeña luz del mecanismo de bloqueo cambió de roja a verde y la puerta se abrió con un clic. García había ido a buscar unos guantes de látex al coche y Hunter era quien tenía que revisar sus cosas.

No había mucho dentro. Un par de zapatillas para correr, dos pares de calcetines, pantalones cortos de deporte, un top de mujer y un par de guantes sin dedos para levantar pesas. En la repisa superior encontró lo que necesitaba. Un bote de desodorante en spray y un cepillo. Cogió los dos y los metió en bolsas de plástico separadas.

Bowman observaba en silencio, preguntándose por qué solo tomaban dos objetos y dejaban el resto.