TREINTA Y TRES
E
l día siguiente empezó con Hunter y García conduciendo hacia la casa en Brentwood de George Slater.
—¡Guau!, ésta es bonita —dijo García admirando la sorprendente construcción. Incluso para los estándares de Hollywood, la casa era impresionante. Se situaba al final de una calle a la que daban sombra unos robles. Los dinteles esculpidos y la fachada de un blanco inmaculado destacaban en una calle de residencias ilustres. En la cara este de la casa, dando a un bello jardín, había un garaje de dos plazas.
—Supongo que ser abogado tiene sus ventajas —dijo Hunter mientras aparcaba el coche en la entrada.
Caminaron por una acera adoquinada, subieron los escalones que llevaban a la puerta principal y pulsaron el botón de «llamada» del sistema de vídeo-vigilancia.
—¿Sí? —La respuesta llegó pocos segundos después.
Ambos detectives enseñaron la placa a la cámara de la pequeña pared y se presentaron.
—¿Pueden darme un minuto? —La voz era dulce y femenina, pero Hunter detectó el leve temblor que se produce después de haber estado llorando durante horas.
—Naturalmente, señora.
Esperaron pacientemente casi un minuto antes de oír el sonido de pasos acercándose. La puerta se abrió y apareció una mujer muy atractiva. Tenía el cabello rubio oro y lo llevaba recogido en un moño muy logrado. El carmín era una sombra pálida de rojo y el maquillaje muy delicado, aunque no lo suficiente para ocultar los círculos oscuros que tenía bajo sus ojos color avellana. Hunter le adivinó unos treinta y dos años. Llevaba un vestido negro fino de muselina que le quedaba a la perfección. El dolor le daba aspecto de cansada y desgastada.
—¡Hola! —Su presencia era imponente, con una especie de delicada superioridad. Su postura era perfecta.
—Gracias por recibirnos, señora Slater, espero que no sea un momento inoportuno.
Catherine forzó una sonrisa y se hizo a un lado.
—Pasen, por favor.
La casa tenía cierto olor a velas, jazmín quizá, pero en el interior, el aire era frío e impersonal. Las paredes eran blancas y Hunter se fijó en las zonas de color más blanco que mostraban donde una vez hubo cuadros colgados.
Catherine los acompañó al interior de lo que parecía haber sido una oficina. Las estanterías estaban vacías y el sofá y el sillón estaban cubiertos con sábanas blancas. La habitación estaba muy iluminada, ya que las cortinas que una vez la protegían del sol habían sido descolgadas. Por toda la habitación se esparcían cajas de cartón completando una decoración de mudanza.
—Siento el desorden —dijo al mismo tiempo que quitaba las sábanas del sofá y las colocaba tras una mesa de madera que había a unos pocos centímetros de la ventana—. Por favor, tomen asiento.
Hunter y García se sentaron en el sofá y Catherine se sentó en el sillón frente a ellos. Se fijó en la mirada de curiosidad del rostro de Hunter y le ofreció una respuesta incluso antes de que le hiciera la pregunta.
—Vuelvo a Alabama. Me quedaré con mis padres un tiempo hasta que decida qué hacer. Aquí ya no me queda nada, el único motivo por el que vine a Los Ángeles fue para que George trabajara en Tale & Josh —dijo con voz triste y frágil—. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Café, té?
—No gracias. Estamos bien.
Catherine intentó sonreír, pero simplemente, sus labios se desvanecieron en una delgada línea.
—A George le encantaba tomar una taza de té por las tardes —susurró.
—¿Cuántos años lleva viviendo en Los Ángeles, señora Slater?
—Nos trasladamos aquí hace dos años y medio, por favor, llámeme Catherine.
—¿Y su marido trabajó para Tale & Josh desde el principio?
—Sí —respondió con un leve asentimiento.
—¿Seguía una rutina común? Me refiero no solo al trabajo, ¿solía ir con regularidad a algún otro sitio, clubes deportivos, bares, night-clubs?
—George nunca tenía tiempo para nada, siempre estaba trabajando. Se quedaba hasta muy tarde en la oficina al menos tres veces por semana. No iba a clubes deportivos ni a gimnasios. Nunca fue una persona físicamente activa. —La mirada de Catherine deambuló hasta la ventana y pareció mirar fijamente al vacío durante un rato—. El único compromiso social que le gustaba mantener era su partida de póquer de los martes por la noche. —Los ojos empezaban a ponérsele llorosos y cogió una caja de pañuelos del escritorio.
Hunter y García se intercambiaron una mirada rápida y tensa.
—¿Sabe con quién jugaba al póquer? ¿Eran amigos de trabajo o…?
—Sí, con otros abogados del bufete. Puede que también con otras personas, pero no estoy segura.
—¿Conoció alguna vez a alguno de ellos?
—Conocí a otros abogados de Tale & Josh, sí.
—Me refiero a si alguna vez conoció a alguno de los colegas de póquer.
—Nunca he ido a una noche de póquer si es eso lo que está preguntado.
Hunter detectó un tono de arrogancia en su voz.
—¿Sabe dónde jugaban? ¿En un club, en una casa?
—George me dijo que cada semana jugaban en una casa diferente. Se turnaban.
—¿En serio? ¿Cómo es eso? ¿Alguna se hizo aquí?
—No. No se lo habría permitido.
—¿Y por qué? —preguntó García sorprendido.
En los ojos de Catherine aún se apreciaban los signos de haber reprimido las lágrimas.
—Soy cristiana, detective García, y no apruebo el juego. Aunque George me juró que no había dinero de por medio, no lo habría permitido en mi casa.
—¿Sin dinero?
—No. Me dijo que lo hacían por el aspecto social del mismo. —Cogió un pañuelo de la caja y suavemente se lo llevó a la esquina de los ojos—. Hacía años que no jugaba.
García arqueó las cejas sorprendido.
—¿Solía jugar? —preguntó.
—Hace años. Pero lo dejó cuando nos conocimos. Yo se lo pedí.
—¿Casinos?
Dudó por un instante, como si lo que estaba a punto de decir la avergonzara.
—No, carreras de perros… de galgos.
Hunter tragó saliva.
—¿Carreras de galgos? ¿Está segura? —El tono de sorpresa en su voz era más que evidente.
—Sí, estoy segura.
García tembló.
—¿Está segura de que lo había dejado? Quiero decir, ¿está segura de que no había ido a ningún canódromo últimamente?
La pregunta dejó atónita a Catherine.
—Sí, estoy segura. ¿Por qué iba a romper su promesa? —Su voz era de convicción.
—A lo mejor apostaba por Internet en vez de ir a sus partidas de póquer —sugirió García, e inmediatamente se mordió el labio inferior al darse cuenta de la acusación que acababa de hacer.
—¿Qué? ¿Por qué iba a hacerlo? —La insinuación de García pareció ofender bastante a Catherine.
—Catherine… —Esta vez la voz de Hunter parecía de preocupación—. Ayer nos pasamos casi todo el día en Tale & Josh, hablando con casi todo el mundo que conocía a George. Desde sus compañeros hasta el chico del correo. Nadie sabía nada de las partidas de póquer de los martes por la noche.
—¿Qué? Por supuesto que lo sabían, tenían que… —La forma en que le tembló la voz dejó al descubierto lo sorprendida que estaba ante la afirmación de Hunter.
—¿Se le ocurre algún nombre? ¿Alguien que crea que pudiera formar parte del grupo de amigos de póquer?
—No sé —dijo visiblemente temblorosa.
—Según todos aquellos con los que hemos hablado, nadie había jugado jamás al póquer con su marido y ni siquiera sabían que jugaba los martes por la noche.
—Mienten, tienen que estar haciéndolo. —Enterró la cara entre las manos, incapaz de reprimir las lágrimas. Cuando Catherine levantó la cabeza, el maquillaje había empezado a correrse por la cara, dándole un aspecto gótico—. ¿Por qué iba a mentir?
—Como García ha dicho, quizá había vuelto a apostar y le daba vergüenza admitirlo.
—No, sé que no lo haría. No estaba jugando. Eso forma parte del pasado —dijo Catherine inamovible.
Hunter se rascó la cabeza, incómodo por lo que estaba a punto de preguntarle.
—¿Cómo era su relación con George? ¿Podría haber alguien más?
El impacto de la alusión de Hunter dio arcadas a Catherine.
—¿Qué está diciendo? ¿Que George tenía una aventura amorosa? ¿Qué mentía para poder pasar los martes por la noche con otra mujer?
—Lo lamento, pero tenemos que sopesar todas las posibilidades, Catherine, y las aventuras amorosas son muy comunes en Los Ángeles.
—Pero George no era de Los Ángeles. Era un buen hombre, un buen marido. Me respetaba. Nuestro matrimonio iba bien. —Tuvo que hacer una pausa para coger otro pañuelo, puesto que las lágrimas le caían ahora por la cara—. ¿Por qué me hacen esto? Deberían estar buscando al monstruo que le hizo eso a mi marido, no acusándolo de ser infiel.
—Lo… lo lamento mucho —dijo Hunter, sintiendo terriblemente lo que acababa de decir—. Le aseguro que estamos haciendo todo lo que podemos.
—Y mucho más. —García complementó la afirmación de Hunter. Ambos se quedaron sentados en silencio mirando fijamente a Catherine. El dolor tan contagioso hizo que la habitación se quedara pequeña y oscura.
—Me dijeron que lo habían asesinado, que alguien le hizo aquello, ¿pero cómo es posible? —dijo con voz histérica—. No le dispararon, no le clavaron un cuchillo, le infectaron un virus mortal. ¿Quién mata a alguien de ese modo? ¿Y por qué? —Catherine no pudo más. Tenía la cabeza de nuevo entre las manos, el cuerpo le temblaba.
Hunter deseaba que hubiera algo que pudiera decir para reconfortarla. ¿Cómo podía decirle que llevaba dos años detrás del asesino y que ni siquiera había estado cerca de atraparlo?
—Lo lamento sinceramente. —A Hunter no se le ocurrió otra cosa que decir.
—Catherine… —García tomó el control—. No vamos a fingir que conocemos todas las respuestas, pero le doy mi palabra de que no descansaremos hasta que lo apresemos.
—Lo siento, ha sido demasiado para mí, lo quería muchísimo —dijo Catherine entre sollozos.
—Lo entendemos y no queremos robarle más tiempo. Solo una pregunta más —dijo Hunter acercándose a ella—. ¿Alguna vez ha visto este símbolo? —le mostró el bosquejo del crucifijo doble.
Catherine lo miró unos segundos.
—No… nunca… ¿qué es?
—Nada en realidad, lo encontramos en el parque, así que pensamos que podría tener algún significado para usted… o para George. Mire, si necesita algo, o si le apetece hablar, por favor, no dude en llamarme. —Le dio una de sus tarjetas.
—Gracias —susurró.
—No hace falta que nos acompañe a la salida.