TREINTA Y SEIS

L

os Ángeles es una gran ciudad para salir de fiesta. Estrellas del rock, de cine, celebridades, políticos, millonarios, da lo mismo, algo que todos tienen en común es su amor por la fiesta, el deseo por dejarse ver.

Martín Young era un joven empresario de treinta y seis años que había hecho todos sus millones en negocios inmobiliarios. Su empresa, Young States, estaba especializada en propiedades para gente súperrica; Beverly Hills, Bel-Air, Malibú y Venice Beach principalmente. Se codeaba con famosos de toda condición social. Antes de mudarse a Londres, Madonna vendió una de sus propiedades en Los Ángeles a través de la empresa de Martín. La empresa tardó solo seis meses en proporcionarle a su propietario su primer millón de beneficios. Dos años después de formar la empresa, Martín se podría haber retirado si hubiese querido, pero el gusanillo del dinero lo había picado y cuanto más tenía, más quería. Se volvió un hombre de negocios despiadado y casi toda su vida giraba en torno a su empresa, excepto los fines de semana. Para Martín, los fines de semana eran para fiestas, y las fiestas le gustaban demasiado. Una vez al mes alquilaba alguna mansión extravagante a las afueras de la ciudad, invitaba a unos cuantos amigos, pagaba varias prostitutas y llenaba la casa con todo tipo de drogas inimaginables, justo como había hecho la noche anterior.

Cuando Martín abrió los ojos necesitó un poco de tiempo para darse cuenta de dónde estaba. Los efectos de lo que fuera que hubiera tomado la noche anterior no habían desaparecido y aún seguía aturdido. Miró la habitación, absorbiendo tranquilamente la extraña decoración medieval. Parpadeó unas cuantas veces intentando aclarar la visión y, lentamente, empezó a volver a focalizar. En la pared más alejada había un escudo de caballero con dos espadas entrecruzadas sobre una magnífica chimenea de mármol; a la derecha de la chimenea, una armadura de cuerpo entero. El suelo estaba forrado con alfombras persas y las paredes enlucidas con tapices y cuadros de duques, lores, reyes y reinas de Inglaterra.

Con gran esfuerzo se incorporó. La cabeza le pesaba y en la boca aún tenía un sabor amargo. Solo entonces se dio cuenta de que había estado durmiendo en una cama con baldaquín rodeado de sábanas y almohadas de seda.

¡Mierda! Me he quedado dormido en los aposentos del rey Arturo, pensó con una risita. En la mesita de noche, varias pastillas se esparcían junto a una bolsita de celofán con algún tipo de polvo blanco en el interior.

Justo lo que necesito antes de que me dé el bajón, pensó. Sin saber o siquiera importarle lo que eran, Martín cogió un par de pastillas de la mesita y se las echó a la boca. Buscó con la mirada en la habitación algo con qué tragarlas. En el suelo junto a la cama había media botella de champagne. Le dio un buen trago y meneó la cabeza, dejando que el líquido fluyera por su garganta, esperó unos minutos a que las pastillas empezaran a hacer efecto antes de levantarse y, lentamente, salir de la habitación.

Desde el descansillo, Martín tenía una buena vista del salón que había escaleras abajo. Vio a otras nueve o diez personas repartidas entre los muebles y alfombras de aspecto antiguo. Un cuerpo solitario se había quedado dormido encima del piano de cola. Junto a él, dos prostitutas desnudas en el suelo. Todos parecían indigentes. Martín cruzó las escaleras hacia una habitación vacía a su derecha. No cabe duda de que ésta es la habitación de entretenimiento, pensó echando un vistazo al interior. Agarrándose a la barandilla, bajó las escaleras de una en una. Al llegar abajo se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

—¿Dónde diablos está la cocina en este horrible lugar? —dijo en voz alta, examinando la exótica decoración de la sala de estar. Oyó voces que salían de una habitación al final del pequeño pasillo que había a la izquierda de las escaleras.

Alguien se ha levantado.

Tambaleándose como si estuviera borracho, Martín llegó hasta la puerta. Intentó abrirla pero apenas se movió. No sabía con seguridad si estaba cerrada o si no había hecho el esfuerzo suficiente. Retrocedió un paso y volvió a intentarlo, esta vez, empujando con el hombro derecho y poniendo en ello hasta la última gota de energía. La puerta se abrió y Martín cayó catapultado al suelo.

—¡Ey, hombre!, ¿estás bien? —Duane, el mejor amigo de Martín, estaba sentado en la mesa de la cocina con dos botellas de agua delante de él.

Lentamente, Martín se levantó del suelo. La cocina era espaciosa y, a diferencia del resto de la casa, estaba decorada con un agradable estilo moderno. La encimera de mármol negro italiano contrastaba con el brillo del frigorífico de acero inoxidable pulido de dos puertas que había en la cara norte de la cocina. Una colección impresionante de cacerolas y sartenes colgaban majestuosas sobre la mesa en la que Duane se sentaba.

—¿Eres el único despierto? —preguntó Duane con voz un tanto animada.

—No he visto a nadie despierto aparte de a ti, pero por otra parte, solo llevo arriba poco más de diez minutos.

—¿Has visto el sitio? Es alucinante. Más que una casa parece un museo, a excepción de la cocina. De quienquiera que sea la casa, está del todo obsesionado con la Inglaterra medieval, está por todas partes, como si fuera un sarpullido. —Duane pronunció las palabras rápidamente con ritmo constante, como si fuera una ametralladora.

—¿Y te parece alucinante? —La expresión de Martín indicaba claramente que no compartía el pensamiento de Duane.

—Bueno, es diferente.

A Martín no le interesaba el informe de Duane sobre la casa. Sus ojos vagaron por la cocina buscando algo.

—¿Hay algo de comida? —preguntó.

—Claro, hombre, un montón de comida, mira en el frigo.

Al abrir el frigorífico, una enorme variedad de comida basura lo recibió. Donuts, nubes de golosinas, perritos calientes, pollo frito; el paraíso de un hombre hambriento. Pilló un tarro de manteca de cacahuete y uno de mermelada junto con dos latas de soda y una bolsa de nubes de golosina.

—¿Qué hay del pan? —preguntó, mirando nuevamente a su amigo.

—Allí mismo. —Duane señaló la panera en la encimera.

Martín no perdió tiempo en cortar un par de rebanadas. Con un cuchillo que encontró en el fregadero, echó una cantidad enorme de mermelada y manteca de cacahuete en el pan.

—¡Mierda, tío!, no te pases con la mermelada —dijo Duane riendo—. ¿De qué vas puesto, hachís?

—No tengo ni idea. Pillé un par de pastillas que había en una mesita de la planta de arriba —dijo Martín entre bocados. De la boca le cayó un pegote de mermelada.

—¿De tripies?

—Mierda, sí. ¿Y tú?

—No, hombre, yo voy de polvo. No he dormido desde que llegamos. Aún me zumba todo, tío.

—¿Cuándo llegamos? —preguntó Martín, confuso.

—¡Mierda, hombre!, sí que vas de tripies. El viernes por la noche —respondió Duane con una sonrisa.

—¿Y qué día es?

Duane rió aún más.

—Domingo, muy temprano.

—¡Carajo!, llevas despierto dos noches y un día.

—Ya te digo. —Duane parecía orgulloso.

Martín negó con la cabeza con gesto de desaprobación, cogió un puñado de nubes y volvió a la panera.

—¿Quieres un sándwich de mermelada y manteca de cacahuete? —le ofreció.

—No, amigo, no tengo apetito, pero castígate tú el cuerpo.

Martín se hizo otro sándwich, esta vez con más mermelada.

—Ey, Mart. ¿Te acuerdas que te dije que tenía una sorpresa para ti?

Martín miró a su amigo con curiosidad.

—No, de hecho, no me acuerdo de nada en absoluto.

—Pues te lo dije. ¿Quieres verla ahora? —Duane parecía excitado y Martín no sabía si eran las drogas las que hablaban o que a su amigo le hacía realmente feliz enseñarle la sorpresa.

—Claro, ¿qué es? —dijo de forma casual.

—Es un DVD. Iré a por él mientras te terminas el tarro de mermelada —dijo señalando el tarro casi vacío de mermelada de la encimera.

—¿Un DVD? —preguntó Martín poco impresionado.

—Confía en mí, te va a gustar. —Salió a toda prisa de la cocina, dejando a Martín terminándose el sándwich. Unos minutos después, Duane entró como un torrente con una carátula de DVD fina—. Aquí está.

Martín examinó la carátula. No tenía ni portada ni contraportada. El disco tampoco tenía impresión alguna.

—¿Dónde podemos verlo? —preguntó Duane con un tono de voz aún más excitado.

—Creo recordar que hay una habitación con un televisor enorme de pantalla plana en la planta de arriba. —Se bebió la última lata de soda en varios tragos—. ¿Pero de qué se trata el DVD, Duane?

—Va estar bien, hombre. Sé que te va la sumisión, ¿no? —Parecía un personaje sacado de Los Mundos de Wayne.

Para sus mejores amigos, no era ningún secreto que Martín disfrutaba con el sexo duro.

—¿Es un DVD sadomaso? —Hubo un atisbo de interés en su voz.

—Esto, amigo mío, te va a dejar Hipado. Se supone que es una especie de mierda sadomaso extrema.

Martín miró a un Duane excitado.

—Soy audaz, cuánto más duro, mejor. —Se metió la última nube en la boca.

—¿Dónde está esa habitación con la televisión de pantalla plana?

—En alguna parte en la planta de arriba. La encontraremos, no te preocupes. Deja que coja un donut.

Martín volvió al frigorífico y cogió una caja con tres donuts de chocolate y otra lata de soda. Ambos salieron de la cocina.

No les costó encontrar la sala de entretenimientos, que tenía varios sillones de cuero espaciosos y de aspecto cómodo de cara al televisor más grande que jamás habían visto. El sistema de sonido envolvente junto con el equipo del DVD eran tecnología punta.

—Esto está bien —dijo Duane saltando sobre uno de los sillones de cuero como un niño en un castillo inflable—. Y esto genial. —Sus ojos cayeron en el impresionante equipo de televisión.

—Dame el DVD y deja de comportarte como un niño estúpido —le ordenó Martín. Duane le dio el disco y se puso cómodo mientras Martín ponía el DVD.

Lo primero en lo que Martín se fijó fue en la chapucera calidad de imagen; sin duda, no era una grabación realizada por un profesional. La escena inicial mostraba a una mujer joven, no más de veinticinco, atada a una silla de metal. Tenía el cabello rubio y desaliñado como si se acabara de despertar.

Llevaba una blusa blanca sucia y empapada de sudor. La falda vaquera tenía rotos que dejaban al descubierto unas piernas bronceadas con músculos definidos. Le habían tapado los ojos y amordazado, y el maquillaje corrido era un buen indicador de que había estado llorando. Tenía la boca manchada con pintalabios y parecía asustada y exhausta. La habitación en la que estaba medía nueve metros por seis y tenía unos agujeros en las paredes como si alguien la hubiera golpeado con una almádena. Aparte de la silla a la que estaba atada, el único mueble de la habitación era una mesa metálica pequeña.

Había dos personas más en la habitación, ambos hombres, pero la cámara nunca los enfocaba. De hecho, solamente se les veía de torso para abajo. Martín se intrigó enseguida, y el aturdimiento empezaba a disminuir.

—Esto es diferente —comentó—. Olvídate del argumento, van directos a la acción, ¿no?

—Sabía que te gustaría, tío.

Uno de los hombres se acercó a la mujer asustada con una erección entre los pantalones negros. Intentó pasarle los dedos por el cabello, pero cuando la chica sintió su tacto movió la cabeza con violencia, el grito de miedo fue amortiguado por la mordaza en la boca. Su reacción lo enfureció. Le soltó una bofetada en la mejilla izquierda; el impacto fue tan fuerte que la levantó de la silla.

—No te resistas, puta —dijo con voz amenazadora.

El hombre se volvió y miró a la otra persona que había en la habitación, quien le dio una navaja. La pasó lentamente por la mejilla de la chica. Al sentir el frío metal en la piel, dio un grito aterrorizador, las lágrimas le caían por la cara bajo la venda. Le puso la navaja en la blusa. En un rápido movimiento se la arrancó. Una pequeña gota de sangre entre los pechos dónde la punta de la hoja le había arañado la piel. La chica emitió un quejido de miedo y al instante volvió a abofetearla.

—¡Cállate, puta! —le ordenó.

El segundo hombre se acercó a la aterrorizada mujer y le abrió las piernas antes de hacerle un corte en la minifalda que dejó ver una braguitas rojas transparentes. Parecían humedecidas y eso hizo levantar de su asiento a Martín, que cambió de posición en un intento por ponerse más cómodo.

La película prosiguió con los dos hombres tocándola, frotando su erección visible contra su cuerpo y poniéndose más y más abusivos. A veces, la violencia parecía írsele de las manos. Martín, no obstante, disfrutaba de cada segundo, hasta la última escena.

Uno de los dos hombres se había situado detrás de la mujer, a quién ya le habían soltado las manos de la silla, desnudado y violado varias veces por los dos hombres. Le quitaron la venda de la cara y ella parpadeó frenéticamente mientras sus ojos se acostumbraban a la luz. Mientras lo hacía, se centraron en el segundo hombre, que estaba de pie justo delante de ella. Primero una mirada de reconocimiento, luego de terror. Su expresión de horror se reprodujo en la cara de Martín.

—¡Jesucristo! —respiró rápidamente, levantándose. El cuerpo le temblaba de miedo.

Sin previo aviso, le tiraron de la cabeza hacia atrás, descubriendo el cuello. El brillo de la navaja salía de la nada. La mirada se le entristeció al darse cuenta de lo que iba a pasar, de nada servía poner más resistencia.

—¡No me jodas! —Los ojos de Martín se abrían de horror. La excitación se convirtió en repulsión.

El corte de la navaja fue limpio y rápido, y le abrió el cuello de izquierda a derecha. La sangre, oscura y caliente, salió a chorros para luego extenderse por todo el cuerpo. Martín y Duane nunca habían visto tanta sangre. El hombre que estaba detrás de ella le sujetaba la cabeza mientras la cámara hacía zoom en sus ojos moribundos. La única banda sonora eran las risas.

—¡Hostia puta! ¿Qué cojones…? —gritó Martín histérico.

Duane también se había levantado. Sus ojos aterrados estaban pegados a la pantalla.

—¿Es una película snuff? ¿Me has traído una puta película snuff? Martín giró hacia Duane.

—No lo sabía —contestó, retrocediendo un paso—. Me dijeron que era BDSM extremo, hombre —dijo, sintiéndose mareado y con voz temblorosa.

—¿Extremo? —gritó Martín—. Está muerta, Duane. Asesinada delante de nuestros ojos. Sí, diría que eso la califica como extrema de los cojones. —Martín se tapó la cara con manos temblorosas, frotándolas como si intentara borrar lo que acababa de ver—. ¿Quiénes?

—¿Qué? —Duane parecía confuso.

—Acabas de decir que te habían dicho que era BDSM extremo, ¿quiénes te lo han dicho? ¿De quién la has conseguido?

—Unos contactos que tengo. Ya sabes, el tipo de gente de quien puedes conseguir drogas o chicas.

—No son de mi estilo —gritó Martín nervioso. Luego fue hasta el reproductor de DVD y sacó el disco. Las manos aún le temblaban.

—Mierda, ¿por qué te pones así, hombre, no tiene nada que ver con nosotros? Deshagámonos del disco y olvidémoslo.

—No puedo, Duane.

—¿Por qué no?

—Porque conozco a la chica.