TREINTA Y CINCO

H

unter odiaba llegar tarde, pero, en el mismo momento en el que dejó la oficina del Departamento de Robos y Homicidios, supo que no le daría tiempo. Nunca había sido del tipo de los que le prestan mucha atención a su atuendo, pero ese día se probó sus siete camisas para «salir» al menos dos veces, y tomar una decisión le costó casi una hora. Al final, se decidió por una camisa azul oscura de algodón, unos Levis negros y su nueva chaqueta sport de cuero. El principal problema era elegir un par de zapatos. Tenía tres y todos tenían al menos diez años. No podía creer que se pasara tanto tiempo eligiendo qué ponerse. Tras echarse un poco de colonia en la cara y en el cuello, estaba listo para salir.

De camino al apartamento de Isabella se paró en una licorería para comprar una botella de vino. Los conocimientos de Hunter en alcohol se limitaban al whisky de malta, así que aceptó el consejo del vendedor y compró una botella de Mas de Daumas Gassac de 1992 y esperó que fuera bien con lo que quisiera que estuviera cocinando. Por el precio que había pagado, más le valía.

La entrada al vestíbulo del bloque de apartamentos en Glendale estaba agradablemente decorada. Lienzos al óleo auténticos adornaban las paredes. En el centro de la sala había un buqué de flores coloridas encima de una mesa cuadrada de cristal. Hunter miró su reflejo en un espejo de cuerpo entero posicionado a la derecha de la puerta y se aseguró de que llevaba bien el pelo. Se reajustó el cuello de la chaqueta mientras se dirigía por las escaleras hacia la segunda planta. Se detuvo frente al número 214 y se quedó allí de pie durante un momento. Del interior salía música. Un ritmo suave con fuertes acordes de bajo y un dulce saxo tenor; jazz contemporáneo. Tenía buen gusto. A Robert le gustaba. Llamó al timbre.

Isabella llevaba el cabello recogido por detrás con varias mechas sueltas que le caían por encima de los hombros dejando al descubierto toda la cara. El pintalabios rojo suave y el sutil maquillaje de ojos contrastaban a la perfección con el tono oliva de su piel y enfatizaban sus rasgos europeos. Vestía un top ajustado rojo de charmeuse, unos vaqueros negros e iba sin zapatos. Robert no necesitaba visión de rayos-X para darse cuenta de que no llevaba sujetador.

—¡Hola!, llegas tarde con estilo —dijo inclinándose para darle a Hunter un pico en los labios.

—Lo siento. He tenido un mal día.

—¿Tú también? —Sonrío y señaló su cabello—. Entra. —Lo tomó de la mano y lo llevó al salón. En el apartamento había un olor exótico y agradable. Una suave luz iluminaba el salón, cortesía de una lámpara de mesa en un rincón próximo a un sillón, de cuero con pinta de ser muy cómodo.

—Espero que esto vaya con la cena, no soy un experto en vinos, así que seguí una recomendación —dijo, dándole la botella de vino.

Isabella la sujetó con las dos manos y la inclinó hacia la luz para poder leer la etiqueta.

—¡Oooh! Mas de Daumas Gassac… y una botella de 1992, estoy impresionada. Estoy segura de que va bien con cualquier cosa. ¿Qué te parece un vasito ahora?

—Suena bien.

—Genial, las copas están en la mesa y el sacacorchos está allí. —Señaló con el dedo un armario pequeño para las bebidas junto a la ventana—. La cena estará lista enseguida. Ponte cómodo. —Giró y volvió a la cocina, dejando que fuera Hunter quien hiciera los honores.

Se quitó la chaqueta, acordándose también de su Wildey. Cogió el sacacorchos del armario y abrió la botella de vino. Luego sirvió el denso líquido rojo en las dos copas de la mesa. Junto al armario para las bebidas había un estante de cristal en el que había un considerable número de CD. Hunter no pudo evitar echarles un ojo. Su colección de jazz era impresionante, la mayoría de jazz contemporáneo, incluyendo unos cuantos de la vieja escuela. Todos ordenados inmaculadamente en orden alfabético. Un puñado de álbumes de música Rock desordenaban la extraordinaria colección de jazz. Hunter les echó un vistazo rápido. Así que escucha música rock en secreto, pensó con una sonrisa. Una mujer de las mías.

—Lo que sea que estés cocinando huele genial —dijo yendo a la cocina con las dos copas en la mano. Le dio una a Isabella, que le dio vueltas lentamente y se la acercó a la nariz antes de darle un pequeño sorbo.

—¡Guau! Como me esperaba… delicioso.

Hunter no tenía ni idea de para qué servían, pero copió los movimientos de Isabella, dándole vueltas, oliéndolo y bebiendo un poco.

—Sí, no está mal. —Ambos rieron.

Levantó la copa hacia Hunter.

—Por… una buena noche juntos. Con suerte sin interrupciones telefónicas.

Hunter asintió y con suavidad golpeó su copa contra la de Isabella.

La noche avanzó mejor de lo que Hunter podía esperar. Isabella cocinó ternera a la parmesana con prosciutto y legumbres mediterráneas asadas, lo que fue una sorpresa. Esperaba un plato de pasta tradicional italiana. Casi toda la conversación durante la cena giró en torno a la vida de Isabella. Hunter reveló muy poco sobre la suya.

Creció en Nueva York. Sus padres eran inmigrantes italianos de primera generación que llegaron a los Estados Unidos a principios de los setenta. Tenían un restaurante en Little Italy en el que pasó la mayoría de sus años de infancia y juventud junto a su hermano. Se trasladó a Los Ángeles hacía cinco años, cuando aceptó un trabajo de investigación en la Universidad de California. Seguía volando a Nueva York al menos tres veces al año para visitar a sus amigos.

—¿Sigues en contacto con tu hermano? —preguntó Hunter.

Isabella tardó un poco de tiempo en apartar la mirada de la copa de vino.

—Mi hermano falleció —dijo con tristeza en los ojos.

—¡Oh! Lo siento.

—No pasa nada —contestó, negando levemente con la cabeza—. Fue hace ya tiempo.

—¿Cuándo aún eran niños?

Volvió a fijar la mirada en la copa. Hunter pudo ver que buscaba las palabras adecuadas.

—Era marino, lo enviaron a una guerra que no era suya. En un país que la mayoría de los americanos ni siquiera saben pronunciar.

Hunter se preguntaba si le importaría si le hacía otra pregunta, pero Isabella tomó la decisión por él.

—Sabes, no es justo —dijo, recogiendo la mesa y llevando los platos a la cocina.

—¿Qué no es justo? —Hunter la siguió llevando las copas con el vino que había quedado de la botella.

—Tú. Básicamente, te he contado mi vida entera, y cada vez que te hago una pregunta sobre la tuya me das una evasiva como respuesta. ¿Eso es algo común en los detectives? —Se volvió hacia el fregadero y dejó los platos debajo del grifo abierto.

—Somos muy buenos haciendo preguntas, pero no tan buenos respondiéndolas. —Hunter bebió vino y observó a Isabella lavar el primer plato y colocarlo en el escurreplatos—. Espera. Déjame que lo haga por ti. —La cogió suavemente de los hombros y gentilmente la apartó del fregadero. Isabella sonrió y cogió su copa de vino.

—¿Así que no me vas a hablar sobre tu vida? —Volvió a intentarlo.

Hunter terminó de fregar los platos que quedaban y se volvió para mirarla.

—Soy detective de la División de Robos y Homicidios de Los Ángeles, asignado a una sección que se llama División Especial 1. Solo tratamos con asesinos, homicidios importantes y otros casos que requieren de bastante tiempo. En otras palabras, principalmente, me asignan casos demasiado brutales y enfermizos. La gente con la que trato a diario, o son muy demoníacos o están muy muertos. Lo que veo todos los días le revolvería el estómago a casi todo el mundo. Hablar de mi vida es, sin duda alguna, la mayor conversación sobre asesinos que nadie podría presentar. —Hizo una pausa para beber más vino—. Confía en mí, no quieras saber lo que hago a diario o en mi trabajo.

—Está bien, entonces. No me hables de tu trabajo. Háblame de tu infancia, de tu familia.

—No hay mucho que contar —dijo brevemente.

Isabella lo comprendió y decidió no insistir.

—Bueno. Me gusta el misterio. —Su encanto juvenil la excitaba. Dio un paso adelante, le quitó la copa de la mano y la dejó en la encimera. Lentamente, fue acercando la cara hasta tener la boca a menos de un centímetro de la oreja izquierda de Hunter.

—¿Y qué haces para relajarte? —Su sensual voz era tan tierna como un susurro. Su aliento cálido en el cuello lo hizo enderezarse. Hunter echó la cara hacia atrás lo suficiente, de modo que se quedaron mirándose a los ojos.

—¿Puedo sugerir algo? —En ese momento sus labios se tocaron. Inmediatamente, Hunter sintió su suave lengua contra la suya, explotando en un beso apasionado. La acercó más hacia él y sintió la dureza de sus pezones en el pecho. La empujó contra la encimera y la subió. En un instante, le había quitado la blusa y exploraba con la boca cada milímetro de sus pechos. Isabella echó la cabeza atrás, gimiendo de placer. Antes de que Hunter tuviera oportunidad de desabrocharse la camisa, Isabella la agarró con las dos manos y se la arrancó, saltando los botones por la cocina y por el suelo. Se volvieron a abrazar, terminando en otro beso furioso; en esta ocasión, Isabella le clavó sus rojas uñas en la espalda, agarrándolo con fuerza pero con ternura a la vez.

Hicieron el amor en la encimera, en el suelo de la cocina y luego pasaron a la habitación. Para cuando su deseo sexual había sido satisfecho, los primeros rayos de sol empezaban a embellecer el cielo.

—Estoy muerta —dijo, dándose la vuelta hacia Hunter y apoyando la cabeza en su pecho—. Fuiste bueno la primera noche que nos conocimos, pero chico, ¡vaya progreso! —Una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.

—Eso espero. —Hunter la miró y dulcemente le apartó un mechón de cabello de los ojos.

Isabella lo besó.

—Me muero de hambre, ¿quieres comer algo? Ya casi es hora de desayunar.

—Una idea genial. —Ambos se levantaron de la cama. Isabella buscó algo de ropa limpia en los cajones mientras Hunter volvía a la cocina, donde toda su ropa estaba tirada por el suelo.

—¿Qué le han pasado a los calzoncillos de ositos? —Isabella acababa de entrar en la cocina con nada encima, salvo unas braguitas blancas de encaje.

—Será mejor que te pongas algo más o repetiremos lo de anoche otra vez. —No apartaba la mirada de su cuerpo.

—¿Eso es una promesa? —dijo, recogiendo del suelo la camisa y poniéndosela. No tenía botones así que simplemente se la ató a la cintura—. ¿Mejor así? —le guiñó el ojo.

Hunter tragó saliva.

—De hecho, me pone aún más cachondo.

—Genial, pero desayunemos primero. —Abrió el frigorífico y sacó unos cuantos huevos, un cartón de leche, una botella pequeña de zumo de naranja y una bolsa de croquetas de patata del congelador.

—¿Necesitas ayudas? —preguntó Hunter.

—No, estoy bien, además, la última vez que me propusiste ayuda en la cocina ya sabes lo que pasó. —Sirvió dos vasos de zumo y le dio uno.

—Sí, tienes razón. Esperaré en el salón entonces —dijo, y le dio un beso.

—¿Cómo te gustan los huevos?

—Umm… revueltos, supongo.

—Que sean revueltos.

Hunter volvió al salón y se sentó en la mesa. Por primera vez desde que habían comenzado los asesinatos había conseguido desconectar.

—Te has olvidado esto en la cocina —dijo Isabella entrando en el salón con un par de zapatos viejos en la mano—. ¿Cuánto tiempo hace que los tienes?

—Demasiado.

—Ya, eso parece.

—Llevo tiempo queriendo comprarme unos nuevos —mintió.

—Deberías. En Italia es algo bien sabido que un hombre se conoce por los zapatos que lleva.

—¡Mierda!, ¿entonces soy viejo y… sucio?

La risa de Isabella era contagiosa.

—Da lo mismo, el desayuno estará listo en un par de minutos.

Hunter acababa de beberse el zumo de naranja cuando Isabella volvió al salón con la bandeja del desayuno. Huevos revueltos, tostadas y café recién hecho.

—¿Café? Pensaba que solo bebías té.

—Lo hacía hasta la semana pasada, pero no sé cómo tuve el presentimiento de que pasarías la noche aquí. Espero que te guste, no soy muy buena cafetera. No estoy segura de si es una buena marca o no.

—Seguro que está bueno… huele genial —le dijo, tranquilizándola.

—¿Qué es eso? —dijo señalando el trozo de papel que Hunter tenía delante de él.

Inconscientemente, Hunter había empezado a juguetear con un bolígrafo y un papel mientras esperaba el desayuno. Entre los diversos dibujos sin sentido que había hecho había bosquejado de manera refleja el símbolo del crucifijo doble.

—Oh, en realidad nada.

—Es llamativo.

—¿Qué es curioso?

—Lo que has dibujado. Ya lo había visto, creía que significaba algo.