VEINTISEIS
H
unter llamó a García de camino a Griffith Park y le pidió que informara al Departamento Forense y a la Unidad de Tácticas Especiales del Departamento de Policía de Los Ángeles. No le cabía duda de que el asesino no estaría en el lugar, pero tenía que seguir el protocolo, la Unidad de Tácticas Especiales tenía que limpiar el área primero.
Con 4107 acres, Griffith Park, cubierto de robles californianos, salvia y manzanita, es el parque de terreno natural más grande de los Estados Unidos. También es cuna del famoso letrero de Hollywood que hay en el Monte Lee.
La Unidad de Tácticas Especiales no tardó en encontrar el Mercedes-Benz abandonado. El área estaba oculta de cualquier ciudadano que pudiera estar paseando por el parque. Robles altos y espesos rodeaban el coche y ocultaban casi por completo el sol de las dos de la tarde. El aire era incómodo por la humedad y el calor. Todos tenían las camisetas empapadas de sudor. Podría ser peor, podría estar lloviendo, pensó Hunter. García ya estaba ocupado enviando por fax los datos del vehículo.
El coche parecía intacto, el calor hacía que el techo resplandeciera como el agua, pero las ventanas tintadas de verde oscuro impedían que se pudiera ver bien el interior. Tras deliberar el plan de acción, cuatro agentes de la unidad especial se acercaron al coche en formación de a dos apuntando con metralletas MP5; las poderosas linternas que llevaban adjuntas en la parte inferior de los cañones proyectaban círculos de luz sobre el coche abandonado. Con cada paso de cautela, las hojas secas y las ramas crujían bajo sus pies.
Cuidadosamente comprobaron el área más cercana. Avanzaban centímetro a centímetro hacia el vehículo buscando cables de detonación o trampas explosivas.
—Hay alguien en el asiento del conductor —dijo con voz firme el agente que iba al frente.
De repente, todos los círculos de luz iluminaron una figura desplomada en el asiento delantero. Tenía la cabeza apoyada en el reposacabezas con los ojos cerrados, la boca semiabierta y los labios de un color que parecía púrpura oscuro. De los ojos le caían gotas de sangre por las mejillas, como si fueran lágrimas de sangre. Tenía el pecho descubierto y el cuerpo lleno de hematomas.
—¿Qué hay en el asiento de atrás? —gritó Tim Thornton, el jefe de la unidad. Su voz era de exigencia.
Uno de los agentes rompió el grupo de cuatro y se acercó a la ventana derecha trasera; su potente linterna iluminaba el interior del coche. No había nada en el asiento trasero ni en el suelo.
—Asiento trasero despejado.
—Enséñeme las manos —gritó Tim, apuntando con la metralleta a la cabeza del conductor.
Ningún movimiento.
Tim lo intentó de nuevo, esta vez pronunció las palabras más lentamente.
—¿Puede oírme? Enséñeme las manos.
Ningún movimiento.
—Parece muerto, Tim —sugirió otro agente.
Tim se acercó a la puerta del conductor mientras los demás agentes seguían con la mirada fija en el hombre que estaba al volante. Con cuidado, Tim se puso de rodillas y examinó debajo del coche, no había ni explosivos ni cables de detonación. Todo parecía despejado. Se levantó, y lentamente puso la mano en el tirador de la puerta.
Seguía sin haber ningún movimiento por parte del conductor.
Tim podía sentir cómo le caía el sudor por la frente. Cogió aire para que las manos dejaran de temblarle. Con un movimiento seco abrió la puerta. Una milésima de segundo más tarde, tenía la MP5 apuntando a la cabeza del conductor.
—¡Cielo santo! —dijo con un grito ahogado y apartando la mirada del coche antes de retroceder un paso y rápidamente taparse la nariz con la mano.
—Háblame, Tim, ¿qué pasa? —gritó Troy, el segundo al mando, acercándose a la puerta del acompañante.
—El olor maldita sea. Parece carne podrida. —Durante un momento, Tim hizo una pausa para contener las náuseas y tosió violentamente. El olor cálido y fétido que salía del coche intoxicó rápidamente el aire. Tim necesitó varios segundos para recobrar la calma. Tenía que comprobar las constantes vitales de la víctima.
Hunter, García, el capitán Bolter y el doctor Winston observaban con avidez la actuación desde el perímetro. Los auriculares de serie les permitían escuchar las comunicaciones de los agentes de la Unidad de Tácticas Especiales. Justo detrás de ellos había una ambulancia y un equipo paramédico.
Tim echó otro vistazo a la víctima. Tenía las manos atadas al volante y la única prenda que llevaba puesta eran un par de bóxers a rayas saturados de sangre. Tenía el cuerpo entero cubierto de ampollas grandes y oscuras con forma de pústulas y sarpullidos producidos por el sol. Algunas de las ampollas habían reventado y segregado mucosidad amarilla y densa.
—¿Eso es pus? —preguntó Troy, de pie junto a la puerta del acompañante. El comentario creó una mirada de preocupación en el rostro del doctor Winston.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? No soy médico —respondió Tim, que puso una mano temblorosa en el cuello de la víctima buscándole la arteria carótida.
—No tiene pulso —gritó unos segundos más tarde.
Sin previo aviso, la víctima dio un tumbo hacia adelante escupiendo sangre en el volante, el salpicadero y en el parabrisas. Tim se trastabilló y cayó al suelo, perdiendo el equilibrio.
—¡Me cago en la puta! Está vivo —dijo con voz llena de horror.
Troy, que había estado a punto de dispararle al conductor tras su repentina explosión de vida, fue corriendo hacia el lado del conductor.
—¡Médico!
Una mirada de asombro se dibujó en el rostro de todos. Hunter y García salieron disparados hacia el coche, seguidos muy de cerca por el capitán Bolter y el doctor Winston.
—Necesitamos la ambulancia ya mismo. —Tim ya se había levantado y se había unido a Troy, que aún respiraba enérgicamente, junto a la puerta del conductor.
—Hay que liberarlo —dijo Tim sacando del cinturón su cuchillo MOD.
—¿Señor, puede oírme? —gritó, pero el ocupante del coche había vuelto a perder el conocimiento.
—No se mueva, voy a soltarle las manos del volante y lo llevaremos al hospital. Se pondrá bien, aguante, amigo.
Con mucho cuidado, Tim cortó la soga llena de sangre que ataba la mano izquierda de la víctima al volante y ésta cayó desplomada sobre su regazo. Tim repitió el mismo procedimiento con la otra mano. Segundos más tarde, el conductor estaba liberado.
Troy buscó al equipo paramédico, que aún no había llegado al coche. Inesperadamente, la víctima volvió a toser escupiendo aún más sangre, esta vez en el uniforme de Tim.
—¿Dónde cojones está la ambulancia? —gritó con rabia.
—Estamos aquí —dijo uno de los paramédicos abriéndose paso hasta el coche. En pocos segundos, el resto de la ambulancia llegó al coche.
Hunter, García, el capitán Bolter y el doctor Winston observaban en silencio cómo el equipo médico trasladaba a la víctima cuidadosamente del coche a la ambulancia. El olor hizo que les dieran arcadas cuando se acercaban al coche.
—¿Adónde lo llevan? —preguntó Hunter al paramédico que tenía más cerca.
—Al Hospital del Buen Samaritano. Es el más cercano con sala de urgencias.
—¿La víctima está viva…? —preguntó el capitán Bolter con voz escéptica—. ¿Primero se pone a jugar con nosotros y luego deja con vida a una víctima? ¿Qué diablos anda tramando? ¿Se ha vuelto descuidado?
Hunter hizo un gesto de negación.
—No lo sé, pero estoy seguro de que no es un descuido. Podría ser parte del juego.
—¿Crees que interrumpieron al asesino? ¿Qué un ciudadano o alguien lo sorprendió? —preguntó el capitán, mirando alrededor como si buscara algo o alguien.
—No —respondió Hunter con firmeza—. El asesino no habría llamado si esto no fuera lo que quería que encontráramos. No ha cometido ningún error.
—No me digas que piensas que se siente culpable y ha dejado a la víctima con vida después de todo el drama de ayer.
—No lo sé, capitán —respondió rápidamente Hunter, irritado—. Pero pronto lo averiguaremos. —Se volvió hacia García—. ¿Qué tenemos del coche?
—Pertenece a… George Slater, treinta años, abogado del bufete Tale & Josh, una de las principales firmas de Los Ángeles. —García leyó el informe de un fax—. Su mujer, Amanda Slater, denunció su desaparición. Al parecer, no volvió a casa tras su partida de póquer semanal de los martes.
—¿Tenemos una foto?
—Sí, la que su mujer utilizó al denunciar su desaparición. —García mostró una impresión en blanco y negro.
—Déjame verla.
El hombre de la fotografía iba vestido con un traje que parecía caro y llevaba el pelo llamativamente peinado hacia atrás. No resultaba difícil ver el parecido entre el hombre de la hoja impresa y el cuerpo medio muerto que habían visto sacar del coche hacía unos minutos.
—Es él —dijo Hunter tras analizar la fotografía durante unos segundos—. Los rasgos faciales son claros.
—Yo pienso lo mismo —dijo García, mostrándose de acuerdo.
—Yo seguiré a la ambulancia hasta el hospital. Si hay alguna posibilidad de que viva, quiero estar allí.
—Voy contigo —dijo García.
—Haré que el equipo forense empiece aquí, aunque después de lo acontecido en los últimos cinco minutos, la escena entera se ha contaminado hasta no poder más —dijo el doctor Winston con preocupación—. Y a juzgar por la vegetación que rodea el coche, podrían tardar lo que no está escrito —dijo, señalando hacia los densos arbustos y la hierba alta.
—Solo pídeles que hagan todo lo que puedan —dijo Hunter, mirando la zona.
—¿No lo hacen siempre?
Todos se marcharon mientras el equipo forense intervenía.