SEIS

A

pesar de tener treinta y nueve años, el rostro juvenil y el impresionante físico de Robert Hunter lo hacían tener el aspecto diferente, siempre con vaqueros, camiseta y chaqueta de cuero desgastada. Hunter medía un metro ochenta y dos centímetros, tenía hombros grandes, mejillas pronunciadas y cabello corto y rubio. Poseía una fuerza que controlaba calculadamente y que aparecía en cada movimiento que hacía, pero eran sus ojos lo más impactante. Un azul pálido intenso que sugería inteligencia y una resolución impávida.

Hijo único de una familia de clase media trabajadora. Creció en Compto, un barrio poco privilegiado al sur de Los Ángeles. Su madre perdió la guerra contra el cáncer cuando él solo tenía siete años. Su padre nunca volvió a casarse y tuvo que coger dos trabajos para poder dar abasto con las exigencias de criar un niño por su propia cuenta.

Desde una edad muy temprana, fue obvio para todo el mundo que Hunter era diferente. Comprendía las cosas antes que la mayoría. La escuela le aburría y le frustraba. Terminó todos los trabajos de sexto curso en menos de dos meses y, solo por tener algo que hacer, leyó los libros de séptimo, octavo y noveno curso. El señor Frétela, el director de la escuela, se quedó asombrado por el prodigio del niño y concertó una cita con la Escuela para Superdotados Merman, en Mulholland Drive, al noroeste de Los Ángeles. El doctor Tilby, el psicólogo del colegio, le hizo una batería de preguntas y lo declaró «fuera de lo normal». Una semana más tarde lo pasaron al octavo curso del colegio Mirman. Solo tenía doce años.

A los catorce años se había paseado por las asignaturas de Lengua, Historia, Biología y Química del colegio Mirman. Cuatro años de instituto se habían condensado en dos y a los quince se había graduado con honores. Con una recomendación por parte de todos su profesores, la Universidad de Standard, universidad de Psicología más prestigiosa de América en aquella época, lo aceptó como estudiante bajo «circunstancias especiales».

A pesar del buen aspecto de Hunter, la combinación de ser muy delgado, ser muy joven y tener un extraño sentido para vestirse lo volvió impopular entre las chicas y un objetivo fácil para los matones. No tenía ni el cuerpo ni las habilidades para los deportes, y prefería pasar el tiempo libre en la biblioteca. Leía, devoraba los libros con una velocidad increíble. El mundo de la criminología y el proceso mental de los individuos denominados «malvados» le fascinaba. Mantener una media de sobresaliente durante sus años en la universidad fue como dar un paseo por el parque, pero pronto se cansó de los matones y de que lo llamaran «palillo». Decidió apuntarse a un gimnasio y empezó a recibir clases de artes marciales. Para su sorpresa, disfrutaba del dolor físico del trabajo. Se obsesionó con ello y, al año, los efectos de un entrenamiento tan duro eran claramente visibles. Su cuerpo adquirió un volumen impresionante. El «palillo» se puso cuadrado y tardó menos de dos años en conseguir el cinturón negro en Karate. Los acosos pararon y, de repente, las chicas no se hartaban de él.

A los diecinueve años, Hunter ya se había licenciado en Psicología y a los veintitrés defendió su doctorado en Análisis del Comportamiento Criminal y Biopsicología. Su tesis, titulada «Estudio Avanzado en Conducta Criminal», se convirtió en un libro y en una lectura obligada en el Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento del FBI.

La vida le iba bien, pero dos semanas después de defender su doctorado, el mundo se le cayó encima. Durante los últimos tres años y medio, su padre había trabajado como guardia de seguridad en la sucursal que el Banco de América tenía en Avalon Boulevard. Un intento de robo fallido se convirtió en un tiroteo a lo «Salvaje Oeste» y el padre de Hunter recibió una bala en el pecho. Se pasó doce semanas luchando, en coma. Hunter jamás se apartó de su lado.

Aquellas doce semanas sentado en silencio, viendo a su padre morir poco a poco cada día, transformaron a Hunter. No podía pensar en otra cosa que no fuera la venganza. Fue ahí donde empezó el insomnio. Cuando la policía le dijo que no tenían ningún sospechoso, Hunter supo que nunca atraparían al asesino de su padre. Se sintió completamente impotente y esa sensación lo ponía furioso. Tras el entierro, tomó una decisión. Ya no solo estudiaría la mente de los criminales, él mismo los perseguiría.

Tras unirse al cuerpo de policía, se hizo un nombre rápidamente y ascendió de rangos a la velocidad de la luz, convirtiéndose en detective del Departamento de Policía de Los Ángeles a la temprana edad de veintiséis años. Pronto lo reclutaron para la División de Robos y Homicidios, donde formó pareja con un detective mayor que él, Scott Wilson. Formaban parte de la División Especial de Homicidios 1, y tenían que vérselas con asesinos en serie y otros casos notorios de homicidios que requerían bastante tiempo.

En aquella época, Wilson tenía treinta y nueve años. Su metro ochenta y nueve se complementaba con sus ciento treinta y seis kilos de músculo y grasa. Su rasgo más distintivo era una cicatriz que le brillaba en la parte izquierda de su cabeza afeitada. Su mirada amenazadora siempre jugaba en su favor. Nadie se metía con un detective que parecía una versión enfadada de Shrek.

Wilson llevaba dieciocho años en el cuerpo, los últimos nueve de ellos como detective de la División de Robos y Homicidios. Al principio odiaba la idea de tener como pareja a un detective joven y sin experiencia, pero Hunter aprendía con rapidez y su poder de deducción y análisis era algo increíble. Con cada caso que resolvían, el respeto de Wilson crecía. El uno se convirtió en el mejor amigo del otro, inseparables dentro y fuera del trabajo.

A la ciudad de Los Ángeles nunca le habían faltado homicidios violentos y dantescos, pero carecía de detectives. Con frecuencia, Wilson y Hunter tenían que trabajar hasta en seis casos a la vez. La presión nunca podía con ellos; al contrario, les daba alas. Más tarde, la investigación del caso de una celebridad de Hollywood casi les cuesta sus placas y su amistad.

El caso involucraba a Linda y John Spencer, un conocido productor de música que había hecho una fortuna tras producir tres números uno consecutivos de música rock. John y Linda se habían conocido en una fiesta después de un concierto; al instante la historia se convirtió en romance y a los tres meses ya estaban casados. John había comprado una casa impresionante en Beverly Hills y su matrimonio parecía haber salido directamente de un cuento de hadas, todo parecía y se sentía perfecto. Ambos amaban la diversión, y al menos dos veces al mes montaban una fiesta extravagante alrededor de su piscina con forma de piano. Pero la historia de hadas no duró mucho. A punto de cumplir un año de casados, las fiestas empezaron a decaer, junto con su idilio. Las peleas en casa y en público se convirtieron en algo normal conforme la adicción de John a las drogas y al alcohol se apoderaba de su vida.

Una noche de agosto, tras otra acalorada disputa, encontraron el cuerpo de Linda en la cocina con un único disparo de un revolver calibre 38 detrás de la cabeza, al estilo de una ejecución. No había signos de pelea ni de robo, tampoco heridas por haberse defendido ni moratones en los brazos o manos de Linda. Las pruebas encontradas en la escena del crimen, junto con el hecho de que había desaparecido tras la discusión con Linda, convirtieron a John en el principal y único sospechoso. Asignaron al caso a Hunter y a Wilson.

Cogieron a John solo unos días más tarde, borracho y puesto de heroína. En el interrogatorio no negó haber tenido otra pelea con su mujer aquella noche. Admitió que su matrimonio había pasado una mala fase. Se acordaba de la discusión y de haberse marchado de la casa enfadado, agitado y borracho, pero lo que no recordaba era lo que le había ocurrido los últimos dos días. No tenía coartada. Pero también sostenía que nunca le haría daño a Linda. Aún seguía locamente enamorado de ella.

Las investigaciones de homicidios en los que había celebridades de Hollywood de por medio siempre atraían mucha atención y los medios de comunicación no tardaban en montar su propio circo:

«PRODUCTOR RICO Y FAMOSO ASESINA

A SU HERMOSA MUJER EN UN ATAQUE DE CELOS».

Hasta el alcalde pidió una rápida resolución del caso.

La acusación demostró que John poseía un revólver del calibre 38, pero nunca se encontró. Tampoco tuvieron problemas para conseguir testigos que declararan sobre las peleas en público que John y Linda solían tener. En la mayoría de casos, John gritaba mientras que Linda solo lloraba. Establecer que John Spencer tenía un temperamento agresivo fue un juego de niños.

Wilson estaba convencido de la culpabilidad de John, pero Hunter estaba seguro de haber atrapado al tipo equivocado. Para Hunter, John era simplemente un niño asustado que se había hecho rico muy rápidamente, y con el dinero y la fama llegaron las drogas. John no tenía un historial de violencia. En el colegio era otro guaperas cretino con vaqueros rotos y un extraño corte de pelo que siempre estaba escuchando heavy metal.

Hunter intentó muchas veces razonar con Wilson.

—Está bien, tenía peleas con su mujer, pero dime un matrimonio que no las tenga —razonaba Hunter—. En ninguna de las peleas le hizo daño a Linda.

—Balística ha demostrado que la bala que la mató estaba guardada en el cajón de la mesa del despacho de John Spencer —le gritó Wilson.

—Eso no prueba que él apretara el gatillo.

—Todas las fibras encontradas en la víctima venían de la ropa que John llevaba puesta la noche que lo encontraron. Pregúntale a cualquiera que conociera a la pareja. Tenía un mal temperamento, siempre le estaba gritando. Eres psicólogo, sabes cómo se intensifican estas cosas.

—Exactamente, se intensifican. De forma gradual. Por lo normal, no se pasa en un solo paso de tener discusiones acaloradas a dispararle a alguien en la cabeza por detrás.

—Mira Robert, siempre he respetado las evaluaciones que haces de un sospechoso. Nos has llevado en la dirección correcta muchas veces, pero también me gusta seguir mi instinto. Y mi instinto me dice que esta vez estás equivocado.

—El tipo se merece una oportunidad. Deberíamos continuar con la investigación. Puede que nos hayamos dejado algo.

—No podemos seguir —Wilson sonrió—. Esa decisión no depende de nosotros. Lo sabes bien. Hemos cumplido con nuestra parte. Seguimos las pruebas que teníamos y detuvimos al sospechoso que perseguíamos. Deja que sus abogados se encarguen de esto ahora.

Hunter sabía de la pasta que estaban hechos los asesinos y John Spencer simplemente no reunía los requisitos, pero, por sí sola, su opinión no valía para nada. Wilson tenía razón. No estaba en sus manos. Estaban con otros cinco casos y el capitán Bolter había amenazado a Hunter con la suspensión si perdía más tiempo en un caso que estaba oficialmente cerrado.

Al jurado le llevó menos de tres horas alcanzar un veredicto de culpabilidad del cargo que se le imputaba. John Spencer fue sentenciado a prisión de por vida. Y fue la vida lo que le costó. Veintiocho días después de la condena, John se colgó con las sábanas de la cama. En la celda, junto al cuerpo, había una nota que decía: «Linda, pronto estaré contigo. No más peleas, te lo prometo».

Veintidós días después del suicidio de John Spencer, apresaron en Utah al chico que les limpiaba la piscina. En su coche encontraron el revólver calibre 38 junto con algunas joyas y ropa íntima de Linda Spencer. Las pruebas forenses subsecuentes demostraron que la bala que la mató salió del mismo revolver. El chico confesó más tarde que le había disparado.

Los medios de comunicación, el Jefe de Policía, el Inspector de Policía y el Alcalde mantuvieron a Hunter y Wilson bajo estrecha vigilancia. Los acusaron de negligencia e insuficiencia para dirigir una investigación correctamente. Si el capitán Bolter no hubiera intervenido en su favor y aceptado la mitad de la culpa, habrían perdido sus placas de detectives. Hunter nunca dejó de culparse por no haber hecho más. Su amistad con Wilson sufrió un duro golpe. De eso hacía seis años.