CUARENTA Y NUEVE

P

asaron el resto del día indagando en la vida de Mike Farloe. Sus antecedentes penales eran extensos: condenas por exhibicionismo, agresiones sexuales sin violencia y pedofilia. Era un cabronazo, pensó Hunter, pero no un cabronazo violento. En su última estancia en prisión encontró a Dios y, tras su puesta en libertad, empezó a recorrer las calles predicando el evangelio a aquellos que le prestaban atención y a los que no.

El expediente médico de Mike no mostraba nada fuera de lo normal. Unos cuantos tratamientos por enfermedades venéreas y algunos huesos rotos por peleas callejeras, pero eso era todo. No tenía historial psicológico ni nada que sobresaliera. Al final concluyeron que el asesino había escogido a Mike basándose en su historial médico o en sus antecedentes criminales. Buscaron en cultos religiosos en los que Mike pudiera haber estado involucrado, pero a las once y media de la noche seguían sin haber encontrado nada.

* * *

García miró la hora rápidamente al estacionar el coche frente al edificio de su apartamento. Medianoche pasada, una vez más. En las últimas dos semanas no había conseguido llegar a casa antes de la medianoche. Sabía que no podía evitarlo.

Era lo que el trabajo le exigía y estaba más que preparado para darlo. No podía decir lo mismo respecto a Anna.

Se quedó durante un rato en la oscuridad del aparcamiento. Contempló desde el coche la ventana del primer piso del apartamento. Las luces del salón seguían encendidas. Anna aún estaba despierta.

Le había dicho que no se preocupara, que el caso en el que trabajaban era complejo y que tendrían que echar muchas horas extras, pero sabía que no le haría caso. Sabía que preferiría que fuera abogado o médico; en realidad cualquier cosa menos detective de Homicidios de la ciudad de Los Ángeles.

Lentamente, se dirigió al edificio pasando entre el resto de coches que había estacionados y subió al apartamento. Aun sabiendo que Anna no estaba durmiendo, abrió la puerta de la entrada con el máximo cuidado. Anna estaba acostada en el sofá de tela azul situado frente al equipo de televisión. Vestía un fino camisón blanco y el cabello le caía por un lado. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió en cuanto García dio el primer paso en el apartamento.

—¡Hola, cariño! —dijo con voz cansada.

Anna se sentó con las piernas cruzadas. Su marido parecía diferente. Cada noche que llegaba a casa le parecía un poco más viejo, más cansado. No llevaba ni un mes en el Departamento de Robos y Homicidios, pero a los ojos de Anna parecía años.

—¿Cómo estás, nena? —dijo con voz dulce.

—Estoy bien… cansada. ¿Tienes hambre? ¿Has cenado? Hay comida en el frigo. Tienes que comer algo —insistió.

García no tenía hambre. De hecho, su apetito era inexistente desde que entró en aquella vieja casa de madera hacía unas pocas semanas, pero no quería decirle que no a Anna.

—Sí, comería algo.

Ambos fueron a la cocina. García se sentó en la pequeña mesa de desayuno mientras Anna sacaba un plato del frigorífico y lo ponía en el microondas.

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó, volviendo al frigorífico.

—La verdad es que un whisky me sentaría mejor.

—No pega con la comida. Bébete una cerveza ahora y luego, si sigue apeteciéndote…

Le pasó una botella abierta de Bud y se sentó enfrente de él. La alarma del microondas anunciando que la tardía cena estaba lista rompió el silencio.

Anna había cocinado uno de los platos favoritos de García: arroz, alubias brasileñas, pollo y verdura, pero García solo se había comido tres cucharadas antes de empezar a darle vueltas a la comida sin siquiera llevárselo a la boca.

—¿Le pasa algo al pollo?

—No, nena. Sabes que me encanta cómo cocinas. Es solo que no tengo tanto hambre como creía.

De repente, Anna enterró la cabeza entre las manos y se puso a llorar.

Enseguida, García fue hacia ella y se arrodilló frente a la silla.

—¿Anna, qué pasa? —Intentó apartarle la cabeza de las manos.

Necesitó varios segundos antes de poder mirarlo con los ojos llenos de lágrimas y tristeza.

—Tengo miedo.

—¿Miedo? ¿Miedo de qué? —le preguntó preocupado.

—De lo que te está haciendo tu nuevo trabajo… de lo que nos está haciendo.

—¿A qué te refieres?

—Mírate. No has dormido adecuadamente en semanas. En las pocas ocasiones que consigues dormir, lo haces solo unos minutos antes de despertarte envuelto en sudor frío y casi gritando. No comes, has perdido tanto peso que pareces enfermo y yo… y ya casi ni me miras, por no mencionar hablar conmigo.

—Lo siento, nena. Sabes que no puedo hablar contigo del caso. —Intentó abrazarla, pero ella lo apartó.

—No quiero que me cuentes los detalles de la investigación, pero pareces un fantasma rondando por aquí. Ya no te veo. Nunca hacemos nada juntos. Incluso los pequeños detalles como comer juntos se han convertido en todo un lujo. Te vas antes de que amanezca y vuelves a estas horas. Cada día te veo cruzar esa puerta como si hubieras dejado un trocito de ti ahí fuera. Nos estamos volviendo unos extraños. ¿Qué pasará dentro de seis meses o de un año? —le preguntó, secándose las lágrimas de las mejillas.

Un sobrecogedor sentimiento de protección recorrió por dentro a García. Deseaba abrazarla y tranquilizarla, pero la verdad era que él también tenía miedo. No por él, sino por los demás. Ahí fuera había un asesino que disfrutaba infringiendo tanto dolor en sus víctimas como podía. Un asesino que no hacía distinciones de raza, religión, clase social o lo que fuera. Cualquiera podría ser su siguiente víctima, cualquiera incluyendo a Anna. Se sentía impotente.

—Por favor, no llores, nena, todo irá bien —dijo, acariciándole dulcemente el cabello—. Estamos haciendo progresos en la investigación y con un poco de suerte pronto cerraremos el caso. —Ni siquiera García estaba seguro de creérselo el mismo.

—Lo siento —dijo Anna aún llorando—. Pero ningún otro caso en el que hayas trabajado nos ha afectado así.

García no sabía qué decir.

—Tengo miedo de lo que este caso te pueda hacer. No quiero perderte. —Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.

—No me vas a perder, nena. Te quiero. —Le dio un beso en la mejilla y le secó las lágrimas—. Te prometo que todo irá bien.

Anna quería creerle, pero no vio convicción en sus ojos.

—Venga, vámonos a la cama —dijo ayudándola a levantarse.

Ambos se levantaron lentamente. Anna lo abrazó y lo besó.

—Deja que apague la luz del salón —dijo.

—Está bien, yo pondré los platos en el lavavajillas. —García cogió el plato y lo aclaró con agua.

—¡Cielo santo! —gritó Anna desde el salón.

García dejó el plato encima del lavavajillas y corrió hacia el salón.

—¿Qué pasa? —dijo, acercándose a Anna, que estaba de pie junto a la ventana.

—Había alguien allí abajo mirándome.

—¿Qué? ¿Dónde? —le preguntó García, mirando desde la ventana hacia la calle vacía y al aparcamiento.

—Allí, justo entre aquellos dos coches. —Señaló hacia dos vehículos estacionados en la calle.

García volvió a mirar por la ventana.

—No veo nada, además, está bastante oscuro. ¿Estás segura de haber visto a alguien?

—Sí. Vi a alguien mirándome.

—¿Estás segura?

—Sí. Un hombre me estaba mirando.

—¿Un hombre? ¿Era un hombre?

—No estoy segura. Creo que sí.

—Puede que fuera un gato o algo.

—No era un gato, Carlos. Había alguien mirando a nuestro apartamento. —La voz de Anna empezaba a temblar.

—¿A nuestro apartamento? Puede que estuviera mirando el edificio.

—Me estaba mirando a mí, lo sé, lo sentí, me asustó.

—A lo mejor era algún hijo de un vecino. Sabes que siempre se quedan fuera hasta tarde.

—Los hijos de los vecinos no me asustan de esa manera. —Los ojos volvieron a ponerse llorosos nuevamente.

—Está bien, ¿quieres que baje a echar un vistazo?

—No… por favor, quédate conmigo.

García la abrazó y sintió cómo el cuerpo de Anna temblaba contra el suyo.

—Venga, vamos a la cama.

En el aparcamiento, escondido entre las sombras, el extraño observaba con una sonrisa diabólica cómo se apartaban, abrazados, de la ventana.