VEINTISIETE

E

l Hospital del Buen Samaritano se emplaza imponente en Wilshire Boulevard, en el centro de Los Ángeles. La entrada principal se realiza por la cara este de la calle Witmer. En un día normal, el viaje desde Griffith Park habría llevado a Hunter alrededor de treinta minutos; esta vez lo hizo en menos de veinte. A García estuvo a punto de darle un ataque al corazón.

Corrieron hasta el mostrador de recepción atravesando la impoluta puerta de cristal de la entrada del vestíbulo. Dos enfermeras de mediana edad estaban ocupadas revolviendo una pila de papeles, respondiendo al teléfono y tratando con las demandas de una multitud de pacientes que rodeaban el mostrador. Hunter hizo caso omiso a la fila de gente y se abrió paso a empujones.

—¿Dónde está la sala de emergencias? —preguntó con la placa en la mano.

Una de las enfermeras levantó la mirada del ordenador, por encima de la montura de las gafas que le balanceaban en la punta de la nariz, y estudió a los dos hombres que tenía delante de ella.

—¿Están ciegos? Hay una fila de gente delante de ustedes.

—Sí, es verdad, todos estamos esperando, pónganse a la cola —protestó un anciano levantando los brazos y provocando gritos en los demás pacientes.

—Es un asunto oficial —gritó Hunter—. La sala de emergencias, ¿dónde está? —La urgencia en su voz hizo que la enfermera volviera a levantar la mirada. Esta vez miró las dos placas.

—Por allí, gire a la izquierda al final —dijo, señalando con desgana hacia el pasillo que había a su derecha.

—Malditos policías, no te dan ni las gracias —murmuró mientras Hunter y García desaparecían en el pasillo.

La sala de emergencias era un revoltijo de médicos, enfermeras, camilleros y pacientes corriendo por todas partes como si el fin del mundo estuviera a punto de llegar. La sala era grande, pero con el movimiento caótico de gente y camillas parecía estar abarrotada.

—¿Cómo puede alguien trabajar en un lugar así? Es como un carnaval brasileño —dijo García, mirando a todas partes con expresión de preocupación.

Hunter examinó la caótica escena y buscó a alguien que pudiera darles alguna información. Divisó un pequeño mostrador semicircular en la pared norte. Una enfermera de cara sonrosada se sentaba detrás de él. No perdieron tiempo en dirigirse a ella.

—Hace cinco minutos o así ha llegado un paciente muy grave. Necesitamos saber adónde lo han llevado —dijo Hunter con un tono de voz fracturado al acercarse a la mujer.

—Esto es emergencias, cariño, todos los pacientes que cruzan esa puerta son pacientes muy graves —dijo con voz dulce y con un fuerte acento sureño.

—Es una víctima de un crimen, en Griffith Park, de unos treinta años, lleno de ampollas por completo —dijo Hunter rápidamente e impaciente.

La enfermera sacó un Kleenex de una caja grande del mostrador y se secó el sudor de la frente. Finalmente miró a los detectives con sus ojos de color negro perla. Al percatarse de la urgencia en la voz de Hunter, examinó rápidamente varios documentos tras el mostrador.

—Sí, recuerdo que lo han traído no hace tanto tiempo. —Hizo una pausa para coger aire—. Si no recuerdo mal… ingresó cadáver.

—¿Qué?

—Que ha ingresado cadáver.

—Sé lo que ha dicho. ¿Está segura? —preguntó García.

—No al cien por cien, pero el doctor Philips ingresó al paciente. Él podrá confirmarlo.

—¿Y dónde podemos encontrarlo?

La enfermera se levantó para inspeccionar la sala.

—Allí… doctor Philips —lo llamó moviendo la mano.

Un hombre pequeño y calvo se volvió; el estetoscopio se balanceaba en su pecho. Su bata blanca parecía vieja y arrugada, y a juzgar por los círculos oscuros de sus ojos, no había dormido en las últimas treinta horas. Estaba ocupado conversando con otro hombre que Hunter reconoció inmediatamente como uno de los paramédicos que había llegado a empujones hasta el coche de la víctima en Griffith Park.

Ambos detectives fueron hacia los dos hombres antes de que tuvieran oportunidad de ir hasta el pequeño mostrador. Rápidamente, llevaron a cabo la presentación habitual.

—¿La víctima del parque, dónde está? ¿Qué ha pasado? —preguntó Hunter.

Los ojos del paramédico evitaron a Hunter, utilizando el suelo como refugio. El pequeño doctor miró a Hunter y a García un par de veces.

—No lo ha conseguido. Tuvieron que apagar las sirenas a cinco minutos del hospital. Ingresó cadáver.

García rompió el corto periodo de silencio que siguió.

—¡Mierda! Sabía que era demasiado bueno para ser verdad.

—Lo lamento —dijo el paramédico con mirada afligida. Hicimos todo lo que pudimos. No podía respirar. Se estaba ahogando con su propia sangre. Estábamos a punto de practicarle una traqueotomía de emergencia, pero antes de que tuviéramos oportunidad…— Su voz se fue apagando cuando el doctor Philip asumía el control.

—Para cuando la ambulancia llegó al hospital, no había nada que se pudiera hacer. Se declaró su muerte a las tres y dieciocho de esta tarde.

El doctor Philips ofreció a Hunter una rápida sonrisa de nerviosismo.

—El cuerpo llegó, pero tiene para elegir, asfixia, paro cardíaco, fallo orgánico, hemorragia interna, ¡vaya usted a saber! Tendrá que esperar el informe oficial de la autopsia para averiguarlo.

Hubo una llamada por los altavoces y el doctor Philips hizo una pausa y esperó a que terminara.

—Por el momento el cuerpo está aislado.

—¿Aislado? ¿Por qué? —La voz de García era de preocupación.

—¿Ha visto el cuerpo? Está cubierto de ampollas y llagas.

—Sí, lo hemos visto. Creíamos que eran marcas de quemaduras o algo por el estilo.

El doctor Philips negó con la cabeza.

—No puedo decirle lo que son sin una autopsia, pero de lo que estoy seguro es de que no son quemaduras.

—Sin duda alguna, no lo son —dijo el paramédico.

—¿Una infección viral? —preguntó Hunter.

El doctor Philips lo miró intrigado.

—A primera vista, sí. Como una enfermedad.

—¿Una enfermedad? —La atónica pregunta la hizo García—. Tiene que haber algún error, doctor, es víctima de un asesinato.

—¿Asesinato? —El doctor Philips lo miró perplejo—. Esas ampollas no se las ha causado nadie. Las produjo su propio cuerpo como reacción a algo, una enfermedad o una alergia. Créame, lo que ha matado a ese hombre ha sido algún tipo de enfermedad terrible.

Hunter ya se había imaginado lo que el asesino había hecho. Le había inyectado a la víctima algún tipo de virus mortal. Pero solo había pasado un día desde la carrera de perros, ¿cómo podía haber ocurrido tan rápido la reacción? ¿Qué enfermedad puede matar a un hombre en un día? Una vez más, dependía de la autopsia del doctor Winston para tener algún tipo de indicio de lo que había pasado.

—Tenemos que determinar de qué enfermedad se trata, si es que es una enfermedad, y si es contagiosa o no. —Los ojos del doctor se desviaron hacia el paramédico—. Eso es de lo que estábamos hablando, de un contacto directo con el paciente. ¿Alguno de ustedes dos…?

—No. —La respuesta fue unísona.

—¿Conocen a alguien que haya estado en contacto con él?

—Dos agentes de la Unidad de Tácticas Especiales —respondió Hunter.

—Seguramente tendrán que venir para hacerse algunas pruebas, dependiendo de los resultados de la biopsia.

—¿Y para cuándo espera los resultados?

—Como he dicho, el cuerpo acaba de llegar. Voy a enviar una muestra de tejido al laboratorio tan pronto como sea posible con una solicitud de urgencia. Si tenemos suerte, puede que recibamos alguna respuesta hoy.

—¿Qué hay del cuerpo y de la autopsia?

—El cuerpo será enviado hoy al Departamento Forense, pero dada su condición y el hecho de tener que estar aislado hace todo más difícil, así que no puedo decirle cuándo exactamente. Mire, detective, no le voy a mentir, esto me preocupa bastante. Lo que sea que mató a este hombre lo hizo muy rápido y de forma muy dolorosa. Si se trata de algún tipo de enfermedad contagiosa, a juzgar por el estado en el que llegó, puede que nos estemos enfrentando a una epidemia horrorosa. La ciudad entera podría estar en peligro.