CUARENTA Y TRES
T
enía que confesar que estaba nerviosa. Puede que más nerviosa de lo que creía que estaría. Becky se había pasado todo día con un ojo en la pantalla del ordenador y con el otro en el reloj. No estaba segura de si era aprensión o emoción, pero desde que se había levantado sentía cómo las mariposas revoloteaban en su estómago. Apenas había podido concentrarse en su trabajo; había hecho más descansos que cualquier otro día, pero hoy no era un día cualquiera, al menos no para Becky.
Salió de la oficina de la sucursal principal del Union Bank de California de la calle South Figueroa sobre las 5:30 p.m. No era la hora a la que solía terminar. Como asesora financiera, el trabajo siempre le exigía demasiado. Para Becky no era nada insólito quedarse hasta las siete o las ocho de la tarde. Hoy, incluso su jefe le había dado algún consejo sobre lo que hacer y no hacer, y le hacía feliz verla salir un poco antes que de costumbre.
Incluso a pesar de todo el tráfico que había, Becky tuvo tiempo de pasar por su apartamento y darse una ducha rápida. También quería ponerse el vestido negro que había comprado especialmente para la ocasión esa misma tarde durante la hora de la comida. Mientras pensaba en su nuevo vestido y en cómo llevaría el pelo, vio que volvía a sentir ansiedad. Encendió la radio y esperó que la música la ayudara a tranquilizarse.
¿Le resultaría difícil? No estaba muy segura de cuánto habían cambiado las cosas desde la última vez que tuvo una cita, pero aquello pasó hacía ya casi cinco años. Lo recordaba vívidamente. ¿Cómo iba a olvidarlo? El hombre con el que salió aquella noche se convirtió en su marido.
* * *
Becky conoció a Ian Tasker a través del banco. Un playboy encantador de un metro ochenta y cinco de pelo rubio rizado que acababa de heredar una considerable cantidad de dinero tras la muerte de su millonario padre. Puesto que era hijo único y su madre había fallecido cuando solo tenía cinco años, se convirtió en el único beneficiario de la herencia de su padre.
Ian nunca había sido muy bueno con el dinero. Si hubiera sido por él, nunca habría pensado en invertirlo, pero su mejor amigo llegó al rescate una vez más y le sugirió que echara un vistazo al «servicio de plan de inversiones» del Union Bank de California.
Dada la cantidad de dinero que tenía intención de invertir, el banco estuvo más que feliz de asignar a Rebecca Morris como consejera financiera personal de Ian.
Su relación se llevó de un modo estrictamente profesional, pero la ingenuidad financiera de Ian y sus encantadores ojos azules dieron en el punto flaco de Becky. La atracción inicial, sometida en cierto modo, fue mutua. Ian encontraba fascinante a la dulce morena de metro setenta. Era divertida, atractiva, entusiasta, muy inteligente y su sentido del humor era muy agudo. Después de una sola semana, el principal interés de Ian había pasado de la experiencia financiera de Becky a la propia Becky. La llamaba por teléfono a diario para preguntarle por los pronósticos del mercado, sugerencias financieras, en realidad para cualquier cosa, solo por el placer de oír su voz.
A pesar de que no se podía negar que Ian era un playboy y un supuesto mujeriego, su arrogancia y confianza desaparecían cuando Becky estaba cerca. Ella era diferente a todas las «chupasangres» que había conocido. Su interés por el dinero parecía ser puramente profesional. Necesitó solo dos semanas para reunir el valor de pedirle una cita para salir.
Muchos clientes le habían pedido una cita antes, la mayoría de ellos hombres casados, y muy educadamente, rechazó todas las invitaciones. A pesar de que la fama de mujeriego de Ian estaba lejos de lo que Becky consideraba importante en una cita, decidió romper con sus propias normas: no salir nunca con un cliente.
Aquella noche fue casi tan perfecta como había soñado. Ian había escogido un pequeño restaurante junto al mar en Venice Beach, y, al principio, Becky no sabía qué pensar sobre el hecho de que Ian hubiera alquilado el restaurante entero toda la noche. ¿Era un truco para impresionarla o era un sincero intento de romanticismo? Conforme la noche avanzaba, se vio absorta, primero por su personalidad masculina y vivida, y luego por el sorprendente placer de su compañía. No había duda de que Ian se amaba a sí mismo, pero también era muy ingenioso, amable y divertido.
Así, la primera de las noches románticas provocó una serie de nuevas citas, y su relación florecía con cada una de ellas. Su actitud irreverente la hacía perder la cabeza y, cuando Ian le lanzó la pregunta en directo por televisión a nivel nacional durante el descanso de un partido de los Lakers, Becky se convirtió en la mujer más feliz de Los Ángeles.
Contra su voluntad, insistió en un acuerdo prematrimonial alegando que estaba enamorada de él, no de su dinero.
El matrimonio siguió el mismo rumbo que las citas. Todo parecía perfecto. Ian era un marido muy atento y dedicado, y para Becky era como un cuento de hadas. Durante dos años vivió en un sueño. El sueño de ser feliz, el sueño de estar con alguien que le importaba, el sueño de ser amada. Pero las cosas estaban a punto de dar un drástico giro.
Justo hacía dos años y medio, por pura mala suerte, Ian se encontró en el proverbial lugar equivocado a la hora equivocada. De vuelta a casa tras su habitual partido de golf de los viernes por la tarde, Betty lo llamó y le pidió que se pasara por una licorería y comprara una botella de vino tinto.
Buscando entre la mediocre selección de vinos, no se fijó en los dos nuevos clientes que, con máscaras de hockey sobre hielo, acababan de entrar. Ya habían robado varias veces en la tienda en la que estaba; solo dos veces en el último mes. El propietario ya estaba harto de la denominada «incompetencia policial», así que, si la policía no podía proteger su tienda, entonces lo haría él.
Ian se había decantado por una botella de Shiraz australiano cuando oyó gritos en el mostrador de la tienda. Al principio, creyó que sería un cliente discutiendo con el propietario, pero la discusión se acaloró más rápido de lo normal. Con sigilo, miró a hurtadillas por el pasillo. La escena que vio era tragicómica. Los dos hombres enmascarados estaban de pie frente al mostrador, con las armas desenfundadas y apuntando al propietario. Éste a su vez, tenía su escopeta de doble cañón en la mano y apuntaba a de uno de los hombres enmascarados al otro.
Instintivamente, Ian retrocedió, intentando esconderse detrás de una estantería de whisky y brandy. Incapaz de contener los nervios, retrocedió demasiado rápido, tropezó, chocó con la estantería y tiró dos botellas al suelo. El inesperado ruido pilló a todos por sorpresa. Los dos enmascarados se asustaron y abrieron fuego en dirección a donde se encontraba Ian.
Con la atención de los dos enmascarados desviada durante unos segundos, el propietario de la tienda vio su oportunidad y rápidamente descargó el primer disparo sobre el hombre que estaba más cerca de la puerta. La fuerte explosión de la escopeta propulsó a la víctima por los aires y le reventó la cabeza. Esquirlas de cristal de la puerta destrozada llovían como granizo. El pánico se apoderó del segundo hombre enmascarado al ver en el suelo el cuerpo decapitado de su compañero. Antes de que el propietario tuviera oportunidad de girar el arma hacia él, el hombre hizo dos disparos consecutivos, ambos haciendo blanco en el estómago.
El propietario de la tienda se tambaleó hacia atrás pero aún tuvo tiempo y fuerza para apretar el gatillo.
Los disparos que se habían producido con anterioridad no alcanzaron a Ian, sino que dieron contra las botellas de whisky y brandy que había detrás de él. Debido al pánico, tropezó, perdió el equilibrio y, por instinto, intentó sujetarse a algo antes de caer al suelo. Lo único a lo que pudo agarrarse fue al estante de botellas. Se desplomó como un saco de patatas, la estantería cayó y le aplastó las piernas; las botellas se rompieron en el suelo. Aquello habría sido una afortunada manera de escapar para Ian si no llegara a ser por el hecho de que la estantería con las botellas había caído en un repelente para insectos que había enchufado en la pared, haciéndolo añicos y provocando una lluvia de chispas. El baño en el cóctel de alcohol en el que Ian se vio se prendió como la gasolina.
* * *
El semáforo se puso en verde y Becky siguió conduciendo mientras trataba desesperadamente de no llorar.
Durante casi dos años y medio, Becky había evitado tener citas, y aún no estaba segura de si debería seguir adelante. El dolor de haber perdido a Ian seguía ahí.
Becky conoció a Jeff en el supermercado. El mismo supermercado al que iba dos veces por semana para comprar comida y vino al salir de la oficina. Iba de fruta en fruta, sujetándolas con las dos manos, apretándolas y moviéndolas cerca del oído.
—¿Estás buscando la que tiene el regalo sorpresa dentro? —Aquéllas fueron las primeras palabras que Jeff le dijo.
Ella rió.
—Soy percusionista. Los melones son muy buenas maracas.
Jefferson frunció el ceño.
—¿De verdad?
Sonrió.
—Lo siento, es mi sentido del humor. Un poco seco. Solo intento encontrar un buen melón… uno maduro.
—Bueno, moverlos no es la solución. —De algún modo no pareció condescendiente al decirlo—. El secreto está en el olor. Notarás que algunos tienen un olor más dulce, más natural, ésos son los maduros —dijo llevándose un melón a la nariz y oliendo con fuerza—. Pero no tiene que ser un olor muy dulce, ésos están pasados. —Extendió la mano y le ofreció el melón que sostenía en ella. Becky probó la técnica. Un olor, dulce y cálido, rezumó conforme se lo llevó a la nariz. Jeff le guiñó el ojo y siguió con la compra.
Durante las semanas siguientes, terminaron encontrándose varias veces. Becky era siempre habladora y divertida, mientras que Jeff se contentaba con escuchar y reír. Su sentido del humor relucía en cada conversación.
Jeff pudo, por fin, reunir el valor suficiente para invitar a Becky a cenar tras unos meses de encuentros en el supermercado. Al principio dudó, pero decidió aceptar.
Acordaron quedar al lunes siguiente en el restaurante El Belvedere en Santa Mónica, a las 8:30.