SIETE

-¿Q

ué es? ¿Qué ves? —preguntó García dirigiéndose hacia su compañero, quien aún no había dicho ni una palabra. Hunter estaba inmóvil, con los ojos abiertos de par en par, mirando algo grabado en la nuca de la mujer, algo que nunca olvidaría.

De puntillas para mirar por encima de los hombros de Hunter, García pudo ver mejor el cuello de la mujer muerta, pero ni aún así pudo salir de su confusión. Nunca antes había visto algo así grabado en la piel.

—¿Qué significa? —preguntó con la esperanza de que alguien le respondiera.

Silencio.

García se acercó. El símbolo parecían dos cruces en una, una boca arriba y otra boca abajo, pero las cruces parecían estar muy separadas la una de la otra, casi en los extremos de la barra vertical. Para él no tenían ningún significado en absoluto.

—¿Es una broma, capitán? —finalmente, Hunter salió del trance.

—Es enfermizo, pero no es una broma —le respondió el capitán con voz severa.

—¿Me va a decir alguien algo? —La impaciencia de García aumentaba.

—Mierda —dijo Hunter, dejando caer el cabello de la mujer sobre los hombros.

—¡Hola! —García movió la mano frente a los ojos de Hunter—. No recuerdo haberme tomado esta mañana las pastillas para la invisibilidad, así que ¿me va a decir alguien qué diablos está pasando? —Apenas ocultó su irritación.

La habitación se había vuelto más oscura para Hunter, el aire más cargado. Le resultaba difícil pensar con el dolor que le machacaba la cabeza. Se frotó sus arenosos ojos con la última esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño.

—Será mejor que pongas a tu compañero al corriente, Hunter —dijo el capitán Bolter, atrayendo de nuevo los sentidos de Hunter a la habitación.

—Gracias —dijo García, aliviado por haber encontrado un aliado.

Hunter seguía sin prestar atención.

—¿Sabe lo que quiere decir esto, capitán?

—Sí, sé lo que parece ser.

Hunter se pasó los dedos por el pelo.

—Los medios de comunicación van a hacer su agosto cuando se enteren de esto —continuó diciendo.

—Por ahora, los medios de comunicación no se van a enterar de nada, yo me encargaré de ello —lo tranquilizó el capitán—, pero más vale que tú descubras si es el auténtico.

—¿Auténtico? —gritó García.

El doctor Winston se metió en la conversación.

—Bueno, lo que sea que tengan que hacer, háganlo fuera. Tengo que dejar entrar a los chicos para que puedan empezar a trabajar en la habitación. No quiero perder más tiempo con esto.

—¿Cuánto tiempo necesitan para procesar el lugar? ¿Cuándo sabremos algo? —preguntó Hunter.

—No estoy seguro, pero a juzgar por el tamaño de la casa, casi todo el día, puede que incluso se les haga de noche.

Hunter conocía bien el proceso, no había nada que pudiera hacer, salvo esperar.

—Cuando salgan díganles a los del laboratorio de criminología que pasen, ¿de acuerdo? —les dijo el doctor, acercándose al cuerpo de la víctima.

—Sí, lo haremos —dijo Hunter, asintiendo con la cabeza hacia García, quien aún seguía con la mirada de un niño perdido.

—Nadie me ha dicho aún una mierda —dijo protestando.

—Venga, si me llevas a mi coche podremos hablar por el camino.

Hunter echó un último vistazo al cuerpo mutilado y atado a los postes de madera. Resultaba difícil imaginarse que unos días atrás se trataba del cuerpo de una mujer rebosante de vida. Hunter abrió la puerta y salió de la habitación con García encima de él.

En el exterior de la casa, conforme se acercaban al coche, Hunter aún parecía inquieto.

—¿Y bien, dónde tienes el coche? —le preguntó García mientras abría la puerta de su Honda Civic.

—¿Qué? —Hunter parecía tener la cabeza en otra parte.

—¿Tu coche? ¿Dónde lo tienes?

—¡Ah! En Santa Mónica.

—¡Santa Mónica! Hay que cruzar toda la ciudad.

—¿Tienes otra cosa que hacer?

—Ya no —le respondió García con mirada de tonto—. ¿Dónde lo tienes exactamente?

—¿Conoces el Hideout?

—Sí, lo conozco. ¿Qué diablos hacías allí?

—No me acuerdo —respondió Hunter con un leve movimiento de negación con la cabeza.

—Vamos a tardar unas dos horas en llegar a Santa Mónica desde aquí. Por lo menos vamos a tener bastante tiempo para hablar.

—¿Dos horas? —Hunter parecía sorprendido—. ¿Qué es lo que hay bajo el capó? ¿El motor de una scooter?

—¿Te has fijado en los baches que hay por aquí? Es un coche nuevo. No voy a joderle la suspensión, así que hasta que no arreglen estas carreteras de superficie lunar vamos a ir bastante despacio.

—Como quieras. —Hunter se metió en el coche y se puso el cinturón. Echó un vistazo al paraíso de un obseso compulsivo con la limpieza. El interior del coche estaba inmaculado. Ni bolsas de patatas en el suelo, ni manchas de café en la alfombrilla o en los asientos, ni migajas de donuts, nada.

—Maldición, novato, ¿lo limpias todos los días?

—Me gusta tener el coche limpio, es mejor que tenerlo como una pocilga, ¿no crees? —García parecía orgulloso.

—¿Y qué diablos es este olor? Parece… tutti fruti.

—Se llama ambientador. Deberías poner uno dentro de esa vieja chatarra que tienes.

—Ey, a mi coche no le pasa nada. Viejo, sí, pero duro como las piedras. No como esas importaciones baratas.

—No es un coche barato.

—Sí, es cierto —respondió Hunter con una breve sonrisa—. De todas formas, estoy impresionado. ¿Limpias casas también? Hay un mercado muy grande en Beverly Hills, por si alguna vez decides dejar el trabajo de detective.

García pasó del comentario de Hunter, arrancó el coche y esquivó con algunas maniobras los coches que aún seguían aparcados delante de la vieja casa. Puso todo su empeño en no rozar el coche con los arbustos que bordeaban el estrecho sendero y se maldijo al oír el sonido de las ramas que arañaban el metal. Al principio, García condujo despacio, intentando minimizar los baches, y ambos se quedaron en silencio hasta que llegaron a la carretera principal.

Hunter había conducido muchas veces por Little Tujunga Canyon Road. Si lo que buscas es relajarte, es un viaje asombroso con unas vistas reconfortantes.

—Está bien, soy todo oídos. —García rompió el silencio—. Basta de tonterías. ¿Qué significa el extraño símbolo que hay grabado en la nuca de la víctima? A juzgar por tu reacción, es obvio que ya lo habías visto antes.

Hunter buscó las palabras correctas, conforme le llegaban a la memoria viejas imágenes. Estaba a punto de introducir a García en una pesadilla, una que intentaba olvidar.

—¿Has oído hablar del Asesino de Crucifijo?

García arqueó una ceja y miró a Hunter con curiosidad.

—¿Te estás burlando de mí?

Hunter negó con la cabeza.

—Sí, claro que sí. Todo el mundo en Los Ángeles ha oído hablar del Asesino del Crucifijo. Maldición, todo el mundo en los Estados Unidos ha oído hablar del Asesino del Crucifijo. De hecho, seguí el caso tan de cerca como pude. ¿Por qué?

—¿Qué sabes de él? ¿Qué sabes del caso?

—¿Te jactas ahora? —le preguntó con sonrisa incómoda, como si esperara la respuesta obvia. No obtuvo ninguna—. ¿Lo dices en serio? ¿Quieres que hable contigo del caso?

—Dame el gusto.

—Está bien —le respondió García con un movimiento de cabeza que decía «como quieras»—. Fue probablemente tu caso más importante. Siete homicidios terribles en un periodo de dos años. Algún fanático religioso mal de la cabeza. Tu excompañero y tú pillaron al tipo hace un año y medio o así. Lo apresaron saliendo de Los Ángeles en su coche. Si no estoy equivocado, tenía un huevo de pruebas dentro del coche, efectos personales de las víctimas y cosas así. Al parecer, ni siquiera el interrogatorio duró demasiado; confesó en el acto, ¿no?

—¿Cómo sabes lo del interrogatorio?

—¿Sigo siendo poli, lo recuerdas? Conseguimos buena información confidencial. De todas formas, le cayó la pena de muerte y hace un año más o menos le pusieron la inyección letal, una de las sentencias ejecutadas con mayor rapidez de la historia. Incluso el presidente se metió de por medio. Estaba en todas las noticias.

Hunter examinó a su compañero durante un instante. García conocía la historia que la prensa había publicado.

—¿Es todo lo que sabes? ¿Sabes por qué la prensa lo llamaba el Asesino del Crucifijo?

García examinó a su compañero durante un segundo.

—¿Has estado bebiendo?

—No en las últimas horas —dijo Hunter de forma instintiva mirándose el reloj.

—Sí, todo el mundo sabe por qué. Como te he dicho antes, era un fanático religioso. Pensaba que liberaba al mundo de los pecadores o alguna mierda por el estilo. Ya sabes, prostitutas y drogadictos; a cualquiera que las vocecitas de su mente enfermiza le dijeran que matara. Sea como fuere, la razón por la que lo llamaban el Asesino del Crucifijo era porque hacía la marca de un crucifijo en la mano izquierda de sus víctimas.

Hunter se quedó sentando en silencio durante un instante.

—¿Espera un momento? ¿Crees que este caso es una imitación? Me refiero a lo de grabar ese extraño símbolo en la nuca de la mujer. Parecía algún tipo de crucifijo si lo piensas bien —dijo García, percibiendo la indirecta de Hunter.

Hunter no respondió. El silencio se apoderó de ambos durante dos o tres minutos. Ya habían llegado a Sand Canyon Road, un barrio exclusivo en Santa Clarita, y la vista había cambiado a grandes casas con jardines cuidados de manera impecable. Hunter veía hombres de negocios saliendo por las puertas de sus casas con bonitos trajes y preparados para otro día en la oficina. Los primeros rayos de sol acababan de honrar al cielo con lo que prometía ser otro caluroso día de bochorno.

—¿Puedo preguntarte algo, ya que estamos hablando de los asesinatos del Crucifijo? —García terminó con el silencio en el coche.

—Sí, dale —respondió Hunter con tono monótono.

—Se rumoreaba que ni tu compañero ni tú creían que el tipo al que apresaron era el asesino, a pesar de las pruebas que se encontraron en su coche y a pesar de su confesión, ¿es verdad?

Las imágenes del único interrogatorio de Hunter con el denominado Asesino del Crucifijo empezaron a reproducirse en su cabeza.

* * *

Clic…

—Miércoles, 15 de Febrero, 10:30 a.m. Detective Robert Hunter inicia el interrogatorio de Mike Farloe con respecto al caso 017632. El interrogado ha declinado el derecho a un abogado. —Hunter hablaba a una desfasada grabadora de una de las ocho salas de interrogatorios del edificio del Departamento de Robos y Homicidios.

Frente a Hunter se sentaba un hombre de treinta y cuatro años de edad con mandíbula fuerte y de barbilla pronunciada cubierta con una barba de tres días, y con una mirada tan fría como el hielo. Tenía entradas y el poco pelo oscuro que le quedaba era fino y lo llevaba peinado hacia atrás. Tenía las manos esposadas y colocadas encima de una amplia mesa de metal situada entre Hunter y él, con las palmas hacia abajo.

—¿Está seguro de que no quiere que su abogado esté presente?

—El señor es mi pastor.

—Está bien, sigamos. Se llama Mike Farloe, ¿es correcto?

El hombre levantó la mirada de sus manos esposadas y miró a Hunter a los ojos.

—Sí.

—Y su dirección actual es el número 5 de la calle Sandoval en Santa Fe.

Mike estaba extrañamente calmado para ser alguien que se enfrentaba a un cargo de homicidio múltiple.

—Ahí es donde solía vivir, sí.

—¿Solía vivir?

—Ahora viviré en la cárcel, ¿no es cierto, detective? Al menos durante un tiempo. —Tenía la voz apagada y segura.

—¿Quiere ir a la cárcel?

Silencio.

Hunter era el mejor interrogador del Departamento de Robos y Homicidios. Sus conocimientos en psicología le permitían sacar información de gran valor de los sospechosos. Podía leer el lenguaje corporal y los detalles del sospechoso como si fuera su billetera. El capitán Bolter quería la más mínima información que pudiera sacar de Mike Farloe. Robert Hunter era su arma secreta.

—¿Recuerda dónde se encontraba la noche del 15 de Diciembre del año pasado? —Hunter se refería a la noche anterior a que se encontrara la última víctima del Asesino del Crucifijo.

Mike lo seguía mirando fijamente.

—Sí.

Hunter esperó unos segundos para que recordara la respuesta. Nunca llegó.

—¿Y dónde estaba?

—Estaba trabajando.

—¿Y a qué se dedica?

—Limpio la ciudad.

—¿Es basurero?

—Correcto, pero también trabajo para Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Haciendo qué?

—Limpio la ciudad —repitió con calma—. Libero a esta ciudad de suciedad, de pecadores.

Hunter podía sentir al capitán Bolter moviéndose en la silla del interior de la sala de observación al otro lado del espejo unidireccional que había situado en la pared norte.

Hunter se masajeó la nuca con la mano derecha.

—Está bien, ¿qué me dice del…? —hojeó unas cuantas notas que tenía con él— 22 de Septiembre, ¿recuerda lo que hizo aquella noche?

En el interior de la pequeña sala de observación, Scott parecía perplejo.

—¿El 22 de Septiembre? ¿Qué diablos ocurrió ese día? No encontramos ninguna víctima en esa fecha, ni siquiera cerca de esa fecha. ¿Qué carajo está haciendo Hunter?

Scott tenía las fechas en que había actuado el Asesino del Crucifijo grabadas en la mente y estaba seguro de que Hunter las sabía de memoria, no necesitaba comprobar sus anotaciones.

—Déjalo que haga su trabajo, sabe lo que está haciendo. —La respuesta salió del doctor Martín, un psicólogo de la policía que también estaba observando el interrogatorio.

—Lo mismo. Estaba haciendo exactamente lo mismo —respondió Mike convencido. Su respuesta cogió por sorpresa a todos los que estaban en la sala de observaciones.

—¿Qué? —farfulló Scott—. ¿Hay alguna víctima de la que no sepamos nada?

La respuesta del capitán Bolter fue un simple movimiento de hombros.

Hunter había estado observando las reacciones de Mike Farloe, intentando entender su forma de pensar, intentando leer alguna señal que lo delatara. Los libros sobre comportamiento psicológico habían servido a Hunter para monitorizar el movimiento de los ojos de Mike; hacia arriba y a la izquierda significaba que estaba accediendo a la corteza cerebral primaria, intentando crear una imagen en la mente que antes no existía, una clara señal de que mentía. Hacia arriba y a la derecha significaba que buscaba en imágenes visuales que recordaba, por lo tanto, probablemente decía la verdad. No hubo ningún movimiento en absoluto, sus ojos seguían fijos como los de un muerto.

—¿Qué hay de los objetos que encontramos en su coche, puede hablarme de ellos? ¿Cómo los consiguió? —le preguntó Hunter, refiriéndose al pasaporte, el carnet de conducir y la tarjeta de la seguridad social que habían encontrado en una bolsa de papel escondida en la rueda de repuesto en el compartimento de su Oldsmobil Custum Cruiser. Cada uno de los objetos pertenecía a una víctima diferente. En el maletero, la policía también encontró trapos manchados de sangre. La sangre coincidía con el ADN de tres de las víctimas.

—De los pecadores.

—¿Los pecadores?

—Sí… no se haga el tonto, detective, sabe a lo que me refiero.

—Puede que no. ¿Por qué no me lo explica?

—Sabe, se suponía que el mundo no tendría que ser así. —El primer matiz de sentimiento alguno empezaba a aparecer por fin en Mike, la rabia—. Cada segundo de cada día se comete un nuevo pecado. Cada segundo de cada día faltamos al respeto y hacemos caso omiso a las leyes que nos han sido dadas por el poder divino. El mundo no puede seguir de este modo, faltando el respeto a Nuestro Señor, menospreciando su mensaje. Alguien tiene que castigarlos.

—¿Y ese alguien eras tú?

Silencio.

—Para mí, las víctimas eran personas normales y corrientes, no pecadores.

—Eso es porque tiene los putos ojos pegados con pegamento, detective. La obscenidad de la ciudad lo tiene tan cegado que ya no puede ver lo correcto. Nadie puede. Una prostituta que vendía su cuerpo por dinero y propagaba enfermedades por toda la ciudad. —Hunter sabía que hablaba de la segunda víctima—. Un abogado cuyo único propósito en la vida era defender a camellos de mierda para así poder pagarse su estilo de vida a lo playboy. Una persona sin moral. —Se refería a la quinta víctima—. Una derrochadora que llegó a lo más alto manteniendo relaciones sexuales; todo miembro le servía con tal de subir un peldaño. —La sexta víctima—. Tenían que pagar. Tenían que aprender que uno no puede alejarse de las leyes del Señor por las buenas. Tenían que aprender la lección.

—¿Y eso es lo que hacías?

—Sí… servía a Nuestro Señor. —La rabia había desaparecido. Su voz era tan serena como la sonrisa de un bebé.

—Psicópata. —El comentario salió de Scott desde el interior de la sala de observaciones.

Hunter se sirvió un vaso de agua fría de la botella de aluminio que había en la mesa.

—¿Quieres agua?

—No, gracias, detective.

—¿Quieres algo… café, un cigarro?

Su respuesta fue un simple gesto de negación con la cabeza.

Hunter seguía sin poder leer a Farloe. No había variaciones en el tono de su voz, ningún movimiento repentino, ningún cambio de expresión facial. Sus ojos seguían fríos como el hielo, desprovistos de sentimiento alguno. Tenía las manos quietas. No había aumento de transpiración en manos o frente. Hunter necesitaba más tiempo.

—¿Cree en Dios, detective? —le preguntó Mike con calma—. ¿Reza para arrepentirse de sus pecados?

—Creo en Dios. En lo que no creo es en el asesinato —le respondió Hunter con el mismo tono de voz.

Mike Farloe miraba a Hunter como si se hubieran intercambiado los papeles, como si fuera él quien intentara interpretar su reacción. Hunter estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando Farloe habló primero.

—Detective, ¿por qué no cortamos con esta mierda y vamos directo al grano? Pregúnteme lo que ha venido a preguntarme. Pregunte y recibirá una respuesta.

—¿Y de qué se trata? ¿Qué he venido a preguntarle?

—Quiere saber si cometí esos asesinatos. Quiere saber si soy yo al que llaman el Asesino del Crucifijo.

—¿Y lo es?

Por primera vez, Farloe desvió la mirada de Hunter. Su mirada descansaba en el espejo unidireccional de la pared norte. Sabía lo que pasaba al otro lado. La expectación en la sala de observación aumentó hasta entrar en erupción. El capitán Bolter podría jurar que Farloe lo miraba directamente a él.

—No fui yo quien eligió ese nombre, fueron los medios de comunicación. —Sus ojos habían vuelto sobre Hunter—. Pero sí, liberé sus almas de sus vidas pecaminosas.

—¡Que me cuelguen! Tenemos una confesión. —El capitán Bolter apenas podía ocultar la emoción.

—¡Vaya si la tenemos! Y Hunter solo ha necesitado diez minutos para sacársela. Ése es mi chico —dijo Scott con una sonrisa.

—Si eres el Asesino del Crucifijo, entonces tú elegiste el nombre —prosiguió Hunter—. Marcabas a tus víctimas. Tú elegiste la marca.

—Necesitaban arrepentirse. El símbolo de Nuestro Señor liberó sus almas.

—Pero no eres Dios. No tienes el poder para liberar a nadie. No matarás, ¿no es ese uno de los mandamientos? ¿Matar a esas personas no te convierte en un pecador?

—No hay pecado cuando se realiza en el nombre del divino. Estaba haciendo el trabajo de Dios.

—¿Por qué? ¿Acaso Dios te llamó diciendo que estaba enfermo y que no podía ir a trabajar? ¿Por qué te iba a pedir Dios que mataras en su nombre? ¿No se supone que Dios es un ser misericordioso?

Farloe dejó que una sonrisa bendijera su boca por primera vez, enseñando las manchas amarillas de nicotina en los dientes. Había un aire diabólico en él. Algo diferente, algo casi inhumano.

—Estos tipos me dan náuseas. Deberíamos detener el interrogatorio, ya ha confesado, lo hizo él, fin de la historia —dijo Scott claramente irritado.

—Aún no, dale unos minutos más —respondió el doctor Martín.

—Como quieras… yo me voy, ya he tenido suficiente. —Scott abrió la puerta y salió al estrecho pasillo de la tercera planta del edificio del Departamento de Robos y Homicidios.

Hunter cogió un trozo de papel, escribió algo en él y se lo pasó a Farloe deslizándolo sobre la mesa.

—¿Sabes lo que es?

Los ojos de Farloe recorrieron el papel. Se quedó mirándolo unos cinco minutos. Por el movimiento de sus ojos y por su imperceptible ceño, Hunter supo que Farloe no tenía ni idea de lo que significaba la figura que había en el papel. Hunter no obtuvo respuesta.

—Está bien, déjame que te lo pregunte…

—No, no más preguntas —lo interrumpió Farloe—. Sabe lo que he hecho, detective. Ha visto mi obra. Ha oído lo que quería oír. No hay necesidad de más preguntas. He dicho lo que tenía que decir. —Farloe cerró los ojos, juntó las manos y empezó a rezar.

* * *

—Sí, es verdad. Nunca creí que fuera el asesino —respondió finalmente a la pregunta de García, regresando de sus recuerdos.

A pesar de ser las seis de la mañana pasadas, el día era caluroso. Hunter apretó el botón de la puerta del acompañante y la ventanilla empezó a bajar lentamente. El paisaje había cambiado de las lujosas casas de Santa Clarita al del ruidoso tráfico de la autopista de San Diego.

—¿Quieres que encienda el aire acondicionado? —le preguntó García toqueteando los controles del tablero.

El coche de Hunter era un viejo Bruick y no tenía ninguno de los lujosos artilugios de los coches modernos. Sin aire acondicionado, sin techo solar, sin elevalunas o espejos eléctricos, pero era un Bruick, puro músculo americano, como a Hunter le gustaba llamarlo.

—No. Lo prefiero así, aire natural contaminado de Los Ángeles, es insuperable.

—¿Por qué pensabas entonces que habían apresado al tipo equivocado? Tenían todas las pruebas que encontraron en su coche, además de la confesión del tipo. ¿Qué más necesitaban? —preguntó García, volviendo al tema del Asesino del Crucifijo.

Hunter inclinó la cabeza hacia la ventana abierta y dejó que el aire le acariciara el pelo.

—¿Sabías que no encontramos ninguna prueba en ninguno de los escenarios de los siete crímenes?

—Había oído rumores, pero pensaba que era por vuestra gente, que intentaba ocultar sus cartas.

—Es verdad, Scott y yo peinamos cada milímetro de los escenarios de los crímenes como así lo hizo el equipo forense. Jamás encontramos nada, ni una huella, ni un pelo, ni una fibra… nada. La escena del crimen era como un vacío forense. —Hunter hizo una pausa mientras el viento golpeaba su cara nuevamente—. En dos años, el asesino no cometió ningún error, nunca se olvidó de nada… el asesino era como un fantasma. No teníamos nada, ninguna pista, ninguna dirección, y no teníamos ni idea de quién podría ser el asesino. Luego, de improviso, ¿le apresan con toda esa mierda en el coche? No me cuadraba. ¿Cómo diablos puede alguien pasar de ser probablemente el más cuidadoso de los criminales en toda la historia a ser el más descuidado?

—¿Cómo lo apresaron?

—Una llamada anónima justo unas semanas después de que se encontrara la séptima víctima. Alguien vio un coche sospechoso con lo que parecían ser manchas de sangre en la parte exterior del maletero. El que llamó se las arregló para apuntar la matricula, y pillaron el coche en las afueras de Los Ángeles.

—¿El de Mike Farloe?

—Exacto, y el maletero fue como un regalo de Navidad para la investigación.

García frunció el ceño. Empezaba a seguir la línea de pensamiento de Hunter.

—Sí, pero se han cogido a varios asesinos importantes de esa manera, por una violación de las normas de tráfico o por alguna infracción menor. Puede que fuera cuidadoso en la escena del crimen pero descuidado en casa.

—Eso no me lo trago —respondió Hunter con un movimiento de cabeza—. Además, me llamó «detective» durante todo el interrogatorio.

—¿Y qué hay de malo en ello?

—El Asesino del Crucifijo solía llamarme al móvil para darme la localización de una nueva víctima, así es cómo las encontrábamos. Yo era el único que tenía algún contacto con él.

—¿Por qué tú?

—Nunca lo averigüé, pero cada vez que me llamaba siempre utilizaba mi nombre de pila, siempre me llamaba «Robert», nunca «detective». —Hunter hizo una pausa. Estaba a punto de soltar una bomba atómica encima de García—. Pero el momento crucial fue cuando le pregunté por la marca del crucifijo en las manos de las víctimas. En cierto modo, lo aceptó, dijo que el símbolo de Nuestro Señor podía liberarlas o algo así.

—Sí, así que tenemos a un psicópata religioso, ¿adónde quieres llegar?

—Le enseñé un dibujo del símbolo que utilizaba el Asesino del Crucifijo y estoy seguro de que no lo reconoció.

—¿No reconoció el crucifijo? —García arqueó las dos cejas.

—El Asesino del Crucifijo nunca marcó la mano izquierda de sus víctimas con un crucifijo. Eso fue una historia que dimos a los medios de comunicación para evitar imitadores, gente que quisiera llamar la atención.

García aguantó la respiración ante la expectación y sintió un incómodo escalofrío en la espalda.

—Lo que el Asesino del Crucifijo hacía era grabar un extraño símbolo, algo así como un doble crucifijo, uno hacia arriba y otro hacia abajo, en la nuca de las víctimas. —Hunter se señaló el cuello con su propio dedo—. Ésa era su auténtica marca.

Las palabras de Hunter cogieron a García del todo por sorpresa. Su mente volvió al escenario en la vieja casa de madera. El cuerpo de la mujer. Su rostro despellejado. La marca en el cuello. El símbolo del Asesino del Crucifijo.

—¿Qué? Te estás burlando de mí. —García apartó la mirada de la carretera por un instante.

—¡Mira a la carretera! —Hunter se dio cuenta de que estaban a punto de saltarse un semáforo en rojo. García volvió de nuevo a la carretera y frenó en seco, proyectando a Hunter como si fuera un torpedo. El cinturón lo sujetó e hizo que volviera de nuevo contra el asiento, moviendo la cabeza con violencia y golpeando el reposacabezas.

—Mierda, has hecho que me vuelva el dolor de cabeza, gracias —dijo Hunter frotándose las sienes con ambas manos.

Lo último en lo que pensaba García era en el dolor de cabeza de su compañero. Las palabras de Hunter seguían resonando en sus oídos.

—¿Qué decías? ¿Qué alguien ha averiguado lo de la auténtica firma del Asesino del Crucifijo y la está utilizando?

—Lo dudo. Únicamente lo sabían unas cuantas personas. Unos pocos de la división y el doctor Winston. Mantuvimos bien sellada toda información acerca del asesino. El símbolo que hemos visto hoy era idéntico.

—Maldición, ¿estás sugiriendo que ha regresado de entre los muertos o algo así?

—Lo que intento decir es que, como siempre había sospechado, Mike Farloe no era el Asesino del Crucifijo. El asesino aún anda suelto.

—Pero confesó. ¿Por qué iba hacerlo sabiendo que le pondrían la letal? —preguntó García casi gritando.

—Puede que quisiese la fama, no estoy seguro. Mira, no me cabe duda de que Mike Farloe estaba mal de la puta cabeza, era un psicópata religioso, pero no era el que nosotros buscábamos.

—Pero, entonces, ¿cómo fueron a parar todas las pruebas a su coche?

—No estoy seguro, probablemente le tendieron una trampa.

—¿Una trampa? Pero el único que pudo haberle tendido una trampa fue el propio Asesino del Crucifijo.

—Exactamente.

—¿Y por qué ahora? ¿Por qué iba a volver ahora?

—Es lo que intento averiguar —respondió Hunter.

García se quedó sentado inmóvil mirando a Hunter. Necesitaba tiempo para poder asimilarlo todo. Eso explicaría la reacción de Hunter al ver el símbolo grabado en la nuca de la mujer. ¿Sería verdad que no habían atrapado al Asesino del Crucifijo? ¿Seguía suelto? ¿Habría el Estado mandado a un inocente a la muerte? Los asesinatos habían cesado desde la condena de Mike Farloe, lo que indicaba que él era el Asesino del Crucifijo. Hasta Hunter había empezado a creerlo.

Se quedaron sentados en silencio. Hunter podía sentir cómo García intentaba procesar toda la nueva información, cómo intentaba entender por qué alguien confesaría un crimen que no había cometido.

—Si es verdad, supongo que pronto lo averiguaremos —dijo Hunter.

—¿Tú crees? ¿Cómo lo averiguaremos?

—Bueno, para empezar, si se trata del mismo asesino, el equipo forense no encontrará nada, será otra escena del crimen impoluta… Está en verde.

—¿Qué?

—El semáforo, está en verde.

—García metió la marcha y pisó el acelerador. Ninguno dijo una palabra hasta que llegaron a Santa Mónica.

El Hideout estaba justo donde terminaba la playa de West Channel Road. La playa de Santa Mónica está literalmente frente a la carretera, convirtiendo al Hideout en uno de los lugares nocturnos más populares al oeste de la región. García solo había ido una vez. Unas cortinas separaban la zona del bar con temática náutica de la sala principal, decorada con imágenes de Santa Mónica en la década de los 20. La segunda planta era una buhardilla que daba a un patio trasero llenos de sillas de mesa. Era un lugar muy popular hasta los topes de gente joven. Definitivamente, no era el tipo de bar en el que García se imaginaba a Robert Hunter.

El coche de Hunter estaba aparcado solo a unos cuantos metros de la entrada del bar. García se detuvo justo detrás de él.

—Me gustaría echar otro vistazo a la casa cuando el equipo forense haya terminado, ¿qué me dices? —le preguntó Hunter sacando las llaves del bolsillo.

—García se sentía incapaz de mirar a Hunter.

—¡Ey, novato! ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —respondió por fin García—. Sí, es una buena idea.

Hunter Salió del reluciente Honda y abrió la puerta de su viejo y destartalado Buick. Mientras arrancaba el motor, solo pensaba en una cosa.

Éste no tendría que ser su primer caso.