CINCUENTA

D

ividieron las tareas. García revisaría los archivos de la investigación que Hunter y Scott iniciaron, retrocediendo hasta tres meses antes del arresto de Mike Farloe. También se encargaría de los vendedores de pelucas y las clínicas de fisioterapia.

Hunter se encargaría de buscar en los hospitales. Sopesó contactar con ellos y pedirles una lista con los pacientes que hubieran sido intervenidos dos meses antes del arresto de Mike Farloe. Una intervención que hubiera requerido un largo periodo de recuperación, especialmente fisioterapéutica. Por su experiencia, sabía que solicitar una petición, por muy urgente que fuera, tardaría semanas. Para acelerar el proceso, decidió ir él mismo a los hospitales del centro de la ciudad y hacer una solicitud en los restantes.

La tarea era laboriosa y lenta. Primero tenían que reducir la búsqueda a operaciones que requirieran un periodo de recuperación largo y luego retroceder casi un año y medio para encontrar los archivos.

A Hunter no le sorprendió que el almacenaje de los archivos en los hospitales casi rozara lo cómico. Una parte estaban archivados en una habitación atestada y sin ventilar. Otra parte estaba almacenada en hojas de cálculo electrónicas sin organizar y otra parte se almacenaba en bases de datos a las que muy poca gente sabía cómo acceder. No distan mucho de cómo se almacenan los datos en el Departamento de Robos y Homicidios, pensó.

Se había puesto a ello a las ocho y media de la mañana. A mediodía, la temperatura era de treinta y seis grados y medio y la mala ventilación de las habitaciones hacía que la tarea de Hunter pareciera una penitencia. Al final de la tarde tenía la camiseta empapada y solo había podido cubrir tres hospitales.

—¿Has ido a nadar? —preguntó García al ver la camiseta de Hunter cuando éste volvió a la oficina.

—Prueba a encerrarte en una sala pequeña, atestada y penosa en el sótano de un hospital unas cuantas horas y me dices si te gusta —se apresuró a responder Hunter con poca gracia.

—Si te quitas la chaqueta, a lo mejor te ayuda. A todo esto, ¿cómo te ha ido?

Hunter le dio a García un sobre marrón.

—Pacientes. La lista de tres hospitales. No es mucho pero es un comienzo.

—¿Y qué es eso? —le preguntó García señalando una caja que Hunter llevaba bajo el brazo izquierdo.

—Ah, son un par de zapatos —dijo con voz impersonal.

—Estamos hechos unos derrochadores, ¿no?

—Ése es el tema. Los vi en el escaparate de una tienda cerca de uno de los hospitales. Van a cerrar en una semana, así que todo está rebajado. Ha sido una ganga.

—¿De veras? ¿Puedo verlos? —preguntó García con curiosidad.

—Claro. —Hunter le dio la caja.

—¡Guau!, son bonitos —dijo García tras sacar de la caja los dos zapatos de cuero negro y mirarlos desde todos los ángulos—. Y solo Dios sabe que necesitabas unos —dijo, señalando los zapatos viejos de Hunter.

—Tengo que amoldarlos al pie. El cuero aún está duro.

—Con lo que estamos andando últimamente no tendrás problemas. —García metió los zapatos en la caja y se la devolvió a Hunter.

—Bueno, ¿cómo te ha ido a ti? —Hunter retomó el tema de la investigación.

—He conseguido ponerme en contacto con Catherine Slater. No lleva peluca.

—Genial. ¿Has tenido suerte con las tiendas de pelucas?

García torció la boca y frunció el ceño, negando con la cabeza.

—Si queremos una lista de los clientes que han pedido una peluca de pelo europeo de cualquier tienda de Los Ángeles, necesitamos una orden.

—¿Una orden?

—No dan a conocer sus clientes. La excusa es siempre la misma… la privacidad del cliente. Sus clientes no verían con buenos ojos el hecho de que todo el mundo sepa que llevan peluca.

—¿Que lo sepa todo el mundo? Llevamos una investigación de asesinato, no somos periodistas. ¡No le vamos a vender la lista a la prensa sensacionalista! —dijo Hunter con brusquedad.

—Da igual. Si no conseguimos una orden, no tendremos la lista de los clientes.

Hunter dejó los sobres en la mesa de su despacho, puso la chaqueta en el respaldo de la silla y fue hacia los ventiladores.

—No entiendo a esta gente. Intentamos ayudarlos, intentamos coger a un asesino sádico cuya próxima víctima podría ser un miembro de sus familias o ellos mismos, pero en vez de cooperar, ¿qué conseguimos? Hostilidad y una falta de voluntad del copón. Parecemos los chicos malos. En cuanto decimos que somos polis, es como si les diéramos un puñetazo en el estómago. Nos cierran todas las puertas con el seguro echado —dijo Hunter, volviendo a la mesa—. Hablaré con el capitán Bolter. Conseguiremos la puta orden y la lista tan pronto como… —Hunter detectó cierto aire de dudas en García—. ¿Te preocupa algo?

—Me preocupa el pelo encontrado en el coche de George Slater.

—Sigue —le urgió Hunter.

—No se encontró nada más en el coche, ¿verdad? Ni huellas, ni fibras, solo el pelo de una peluca.

—Y crees que es cosa de nuestro tipo, ¿verdad? —concluyó Hunter—. El asesino limpia el coche entero, como ha hecho en todas las escenas de los crímenes, ¿pero se deja un pelo?

—Nunca antes la había cagado, ¿por qué la iba a cagar ahora?

—Puede que no la haya cagado.

García miró a Hunter con incertidumbre.

—¿Qué estás diciendo? ¿Qué quiere que lo apresemos?

—En absoluto. Puede que esté jugando con nosotros como siempre hace.

García aún parecía tener dudas.

—Sabe que no podemos permitimos pasarlo por alto. Sabe que lo investigaremos, que inspeccionaremos todas las tiendas de pelucas de Los Ángeles, gastando tiempo y recursos.

—¿Entonces, crees que dejó el pelo a propósito?

Hunter asintió.

—Para retrasarnos. Para conseguir tiempo para planear su siguiente asesinato. Se está acercando al acto final —dijo con voz débil.

—¿A qué te refieres con acto final?

—Para el asesino, estos asesinatos tienen un significado —le explicó Hunter—. Como ya había dicho antes, el asesino tiene una agenda, y algo me dice que está a punto de completarla.

—Y crees que si no lo apresamos antes de que concluya con su agenda de psicópata, nunca lo apresaremos. Simplemente, desaparecerá.

Hunter asintió lentamente.

—Apresémoslo entonces —dijo García, señalando el sobre marrón que Hunter había obtenido de los hospitales.

Hunter sonrió.

—Lo primero que tenemos que hacer es eliminar de la lista todos los que tengan menos de veinte o veinticinco años. Luego, intentaremos conseguir una fotografía de los que queden. Puede que consigamos algo.

—Claro, pásame la lista.

—¿Has revisado los archivos de la investigación anterior?

—Aún estoy con ellos.

Hunter se quedó pensativo durante un instante.

—¿Qué pasa? —le preguntó García.

—Hay algo que me preocupa. Puede que el Asesino del Crucifijo le tendiera la trampa a Mike Farloe para cambiar la dirección de nuestras investigaciones. Puede que cometiera un error y tuviera que taparlo.

—¿Un error?

—Quizá. Puede que tenga que ver con la última víctima. La que encontramos antes de arrestar a Mike Farloe. Un joven abogado, lo recuerdo. ¿Tienes el archivo?

—¿Tendría que estar aquí? —García empezó a rebuscar entre los archivos que tenía en la mesa.

El fax de García interrumpió la conversación. Se acercó al despacho y esperó a que la impresión saliera.

¡Vocé tá de sacanagem! —dijo García de pronto mirando el fax que acababa de entrar.

Hunter no entendía portugués, pero sabía que, fuera cual fuera su significado, no era bueno.