TREINTA Y OCHO
E
ra otro día caluroso en Los Ángeles, con la temperatura alcanzando los 32 grados centígrados. Gente sacando al perro, paseando, haciendo footing o simplemente pasando el rato llenaban de vida las calles.
Hunter salió del apartamento de Isabella a la hora de comer, después de desayunar por fin. Todavía seguía un poco conmocionada, pero la tranquilizó diciéndole que estaría bien.
—¡Jesús! Como ése sea nuestro tipo, podría haber sido una víctima —comentó García después de que Hunter le contara las noticias.
—Lo sé, y esta tarde mandaré al dibujante de la policía a su apartamento, cuando hayamos hablado con el tal Peterson de Tale & Josh. Por cierto, ¿tienes su dirección? —preguntó Hunter.
—Sí, calle Vía Linda, en Malibú —contestó García, comprobando la nota que había pegado en la pantalla del ordenador.
—¿Malibú? ¡Guau! —Hunter arqueó las cejas.
García asintió.
—Supongo que algunos abogados viven la vida padre.
—Creo que sí. ¿Qué hay de las chicas de Rey-T? ¿Alguna noticia?
Desde que hablaron con Rey-T el viernes, Hunter había tratado de convencer al capitán Bolter para que le pusiera vigilancia las veinticuatro horas del día.
—Sí, nuestro hombre siguió anoche a una de ellas cuando salió del club —dijo García sonriendo y sacándose un papel del bolsillo.
—Genial, podemos dejarnos caer por su casa después de ir a la de Peterson. Vámonos, tú conduces.
Malibú es un tramo espectacular de treinta y dos kilómetros de costa en el noroeste de Los Ángeles. Es un refugio para gente como Barbara Streisand, Tom Hanks, Dustin Hoffman, Robert Redford y docenas de estrellas ricas y famosas de Hollywood.
La mayor parte del trayecto hacia la casa de Peterson se hizo en silencio. Hunter dividía sus pensamientos entre la gran noche que había pasado con Isabella y el asombroso avance al que podría llevar la investigación. ¿Realmente había estado cara a cara con el asesino? ¿Se habría asustado al ver los tatuajes de las muñecas?
Hunter sabía que el asesino no dejaba nada al azar, pero había una pequeña posibilidad de que su encuentro con Isabella hubiera sido por accidente. Hunter sintió que su suerte estaba cambiando.
—Ésta es la calle dijo García girando hacia Vía Linda.
—Número cuatro, esa de ahí es su casa —dijo Hunter, señalando con el dedo una casa con la fachada pintada de azul pálido y con tres coches aparcados en la entrada; uno de ellos era una furgoneta nueva Chevy Explorer.
Para los estándares de Malibú, la casa de Peterson no era muy espectacular, pero para los estándares de Hunter y García era simplemente inmensa. La casa en sí era una moderna construcción de tres plantas y el generoso jardín que había frente a ella estaba cortado a la perfección. Una entrada adoquinada en curva llevaba de la calle hasta una enorme puerta principal con un rellano decorado con flores arregladas que producían una explosión de colores. Quienquiera que cuidara la casa era un perfeccionista.
A Hunter le encantaba el elemento sorpresa. Prevenirlos daba a la gente la oportunidad de preparar sus mentiras, de organizarlas en sus cabezas. Si podía salirse con la suya, prefería no dar una cita para las entrevistas, tan solo presentarse allí. Un poli de homicidios con una bolsa llena de preguntas tendía a poner nerviosos a los ciudadanos.
En la puerta de entrada encontraron una cabeza de león con una aldaba saliéndole de la boca.
—Excéntrico —comentó García llamando tres veces—. Apuesto a que tienen una piscina en el patio.
—Esto es Malibú, novato, todas las casas de por aquí vienen con piscina, tanto si la quieres como si no.
A los pocos segundos, la puerta se abrió y apareció una niña rubia de ojos marrones con no más de diez años. No era quien esperaban.
—¡Hola! ¿Está tu papá en casa? —dijo García con sonrisa amplia e inclinándose a la altura de la niña.
Retrocedió un paso y durante un breve momento estudió a los dos hombres que tenía delante de ella.
—¿Puedo preguntar a quién debo anunciar?
La elocuencia de la niña pequeña dejó atónito a García.
—Por supuesto que puedes —contestó, procurando igualar su fastuosidad—. Soy el detective García y mi compañero es el detective Hunter —dijo señalando a Hunter.
—¿Puedo ver su identificación, por favor? —preguntó con mirada escéptica.
García no pudo evitar reír.
—Claro. —Ambos detectives sacaron sus placas y observaron con asombro que la niña pequeña comprobaba sus credenciales.
—¿Hay algún tipo de problema, detective?
—No, pero necesitamos hablar con tu papi si no te importa.
—No llamo a mi padre, «papi». «Papi» es para niños pequeños. Por favor, esperen aquí —dijo de forma seca, y cerró la puerta frente a ellos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó García volviéndose hacia Hunter. Éste se encogió de hombros—. ¿Cuántos años tiene? ¿Alrededor de diez? ¿Puedes imaginarte cómo será cuando tenga quince?
—No tiene la culpa —dijo Hunter inclinando la cabeza—. Probablemente, sus padres la han obligado a que se comporte como una niña mayor, sin dejar que salga a jugar, sin permitirle que tenga muchos amigos, empujándola a convertirse en una estudiante ejemplar. Sin saber que le están haciendo más daño que bien.
Oyeron que se acercaban pasos más pesados. Por fin un adulto. La puerta se abrió y en esta ocasión el hombre alto y delgado con quien habían hablado en Tale & Josh apareció ante ellos.
—Señor Peterson, hablamos el viernes. Detectives García y Hunter —dijo García primero.
—Sí, por supuesto que lo recuerdo. ¿Qué es todo esto, caballeros? Les dije todo lo que sé.
—Es una visita de seguimiento —dijo Hunter esta vez—. Solo queremos atar algunos cabos sueltos.
—¿Y quieren hacerlo en mi casa? —preguntó Peterson con tono irritado.
—Si solo pudiéramos robarle diez minutos de su tiempo…
—Es domingo, caballeros —lo interrumpió—. Me gustaría pasar el domingo con mi familia… sin interrupciones. Si quieren atar cabos sueltos, mi secretaria les concertara una cita con mucho gusto. Ahora, si me disculpan. —Hizo ademán de cerrar la puerta, pero Hunter puso la mano para que no se cerrara.
—Señor Peterson —dijo Hunter antes de que Peterson tuviera oportunidad de expresar su descontento—. A su compañero, su amigo, lo asesinó un maníaco total que no respeta nada. No fue un asesinato por venganza, y estoy totalmente seguro de que tampoco fue una casualidad. No sabemos quién será el siguiente, pero de lo que sí estamos seguros es de que, si no lo detenemos, habrá otra víctima. —Hunter hizo una pausa y miró a Peterson fijamente a los ojos—. Me encantaría tener el domingo libre, pasarlo con mi familia, y seguramente también al detective García.
García levantó una ceja mirando a Hunter.
—Pero estamos intentando salvar vidas. Diez minutos, es todo lo que le pedimos.
Peterson apretó los labios aún con aspecto de estar enfadado.
—Está bien, hablemos aquí fuera, no dentro. —Hizo un movimiento con la cabeza hacia la entrada donde estaba aparcado el coche de García—. Cariño, vuelvo en diez minutos —gritó hacia el interior de la casa antes de cerrar la puerta al salir.
Al llegar al coche de García, Hunter echó una miradita atrás, hacia la casa. La niña pequeña los miraba desde una ventana de la segunda planta con ojos tristes.
—Tiene una gran hija —comentó Hunter.
—Sí, es adorable —respondió Peterson sin interés.
—Hace buen día. ¿No le gusta jugar en la piscina?
—Tiene deberes que hacer —dijo con firmeza.
Hunter continuó.
—¿Es nuevo el Chevy? —señaló al vehículo.
—Tiene un par de meses.
—¿Cuánto consume?
—Detective, no ha venido hasta aquí para hablar de mi hija o de mi coche, así que ¿por qué no va directo al grano?
Hunter asintió.
—Necesitamos averiguar algo más sobre las noches de los martes de George. Sabemos que no jugaba al póquer. Si tiene más información, necesitamos saberla.
Peterson sacó un cigarrillo del paquete que tenía en el bolsillo y se lo llevó a la boca dejándolo colgar.
—¿Les importa? —preguntó encendiéndolo.
Hunter y García se encogieron de hombros a la vez.
—Bueno… —Peterson hizo una pausa.
—¿Sí? —le presionó Hunter.
—Puede que tuviera una aventura amorosa.
Hunter examinó a Peterson en silencio durante unos segundos.
—¿Con alguien de su oficina?
—No, no. Sin duda, no.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—No hay mujeres en nuestro bufete. Todas las secretarias y asistentas son mujeres mayores.
—¿Y? A muchos hombres les gustan las mujeres mayores —dijo Hunter.
—Sigue siendo muy arriesgado, podría haberle costado el trabajo. George no era estúpido —contestó Peterson, negando con la cabeza.
—¿Y por qué ha dicho que cree que podría tener una aventura? —preguntó Hunter.
—Por casualidad, lo oí hablar varias veces por teléfono. —Peterson se aseguró de enfatizar lo de «por casualidad».
—¿Y qué oyó?
—Conversaciones amorosas. «Te echo de menos», «te veré esta noche», cosas de ese tipo.
—Podría estar hablando con su mujer —sugirió García.
—Lo dudo —contestó Peterson rápidamente, torciendo los labios hacia la izquierda y expulsando una fina nube de humo.
—¿Por qué lo duda? —preguntó Hunter.
—Lo había oído hablar con su mujer antes. No le hablaba así, ya sabe, tan dulce y todo eso, como hacen los recién casados. Era otra, estoy seguro. —Hizo una pausa para dar otra calada—. Casi todas las llamadas secretas eran los martes.
—¿Está seguro?
—Sí, lo estoy. Por eso, cuando vinieron al bufete haciendo preguntas sobre las partidas de póquer de los martes por la noche de George, imaginé que tenía que ser una mentira que le contaba a su mujer. No quería ser el único chivato, así que mantuve la boca cerrada. Su mujer ya tenía bastante… pobre mujer.
—¿La conoció alguna vez?
—Sí, una vez. Era muy buena mujer… agradable. Soy un hombre de familia, detective, yo también creo en Dios y no apruebo la infidelidad, pero George no se merecía lo que le pasó, aunque engañara a su mujer.
—¿Qué me dice del juego? ¿Sabe si solía jugar?
—¡No! —contestó Peterson sorprendido.
—¿Alguna vez lo oyó decir algo sobre ir a las carreras de galgos?
Nueva negación con la cabeza.
—¿Jugar por Internet?
—Si jugaba, lo mantuvo bien en secreto ante cualquiera de la oficina. Los socios mayoritarios no lo aprobarían.
—¿Amigos fuera del bufete? Tenía que conocer a otra gente. ¿Ha conocido a algunos de ellos, en una fiesta o algo?
—No, no puedo decir que haya conocido a ninguno. Su esposa fue a la única a quien llevó a alguno de los actos sociales del bufete.
—¿Y sus clientes?
—Por lo que yo sé, relaciones estrictamente profesionales. No se entremezclaba.
Hunter empezó a sentir que era como pedirle peras al olmo.
—¿Hay algo más que pueda contarnos, algo extraño que haya notado?
—Aparte de las llamadas cariñosas… no. Como les he dicho, era un hombre tranquilo, muy suyo.
—¿Había alguien en el bufete cercano a él, un colega?
—No que yo sepa. George nunca salía. Nunca vino a tomar un trago con ninguno de nosotros. Hacía lo que tenía que hacer en la oficina y eso era todo.
—¿Se quedaba hasta tarde?
—Todos lo hacemos cuando los casos lo exigen, pero no por diversión.
—Entonces, ¿el único motivo por el que cree que tenía una aventura es porque, por casualidad, lo oyó hablar cariñosamente por teléfono?
Peterson asintió y expulsó otra fina nube de humo a su derecha.
Hunter se rascó la barbilla, preguntándose si tenía algún sentido seguir con la entrevista.
—Gracias por su ayuda. Si se le ocurre algo más, por favor, háganoslo saber —le dio una tarjeta.
Peterson le dio una última calada al cigarro y lo tiró al suelo. Asintió hacia los dos detectives y empezó a caminar de regreso a su casa.
—Señor Peterson —lo llamó Hunter.
—¿Sí? —respondió irritado.
—Hace un gran día. ¿Por qué no pasa unas horas fuera con su hija? Podrían jugar a algo. Llévela a comprar un helado o unos donuts. Disfruten del día juntos.
La niña pequeña seguía mirándolos desde la ventana del segundo piso.
—Ya se lo he dicho, tiene deberes que hacer.
—Es domingo. ¿No cree que se merece un descanso?
—¿Está intentado decirme cómo educar a mi hija, detective?
—En absoluto. Es solo una sugerencia para que no la pierda. Para que no crezca odiando a sus padres como hacen muchos niños hoy en día. —Hunter se despidió de la niña con la mano, quién respondió con una tímida sonrisa—. Como ha dicho, es adorable. —Volvió a dirigir su atención hacia Peterson—. No lo dé por sentado.