5
Poco a poco, durante el invierno, Edge vació el remolque de los objetos que habían pertenecido a Autumn. Dejó que Clover Lee se quedara con el canario y su jaula musical y dio a Domingo Simms la caja de música de Greensleeves y a Lunes Simms-Fitzfarris la fotografía enmarcada y firmada de Madama Saqui —«Vivió en otro tiempo, Lunes, pero era una bailarina de la cuerda floja y famosa, además»—, y les dijo que entre ellas y las demás mujeres se repartieran la ropa y las pequeñas alhajas de Autumn. A partir de entonces Edge vivió solo en el remolque, rechazando cualquier halago de las damas de las primeras filas y las invitaciones de Mullenax a acompañarle en la «cacería del tigre» en la ciudad.
Un día, en el patio trasero, los niños Smodlaka se acercaron bailando a su madre y el niño preguntó en broma:
—Mati, ¿puedes abrir la boca sin enseñar los dientes?
—Ne snam —respondió Gavrila distraída, ocupada con su costura o algo similar—. ¿Por qué haces esta pregunta?
—Nos la hizo un hombre. —Gavrila dejó la costura y miró preocupada a Velja—. Y, Mati, yo puedo hacerlo, y Sava también.
Mira.
El pequeño formó un pequeño círculo con sus labios pálidos. Su hermana gorjeó:
—Entonces el hombre dijo que tenía «la medida justa», rió y nos dio un gulden a cada uno.
—Velja, deja de hacer esta mueca —ordenó Gavrila—. Quien os haya dicho esto, os gastó una broma tonta. El difunto Mayor Mínimo, sin duda.
—No, Mati, él hace tiempo que murió y esto ha ocurrido ahora…
—Pues no me digas quién es, no deseo saberlo. Sólo quiero que os apartéis también de este hombre. Hablo en serio.
Velja, rebelde, murmuró:
—Gospodin Florian dijo que podíamos jugar con cualquiera menos con el Mayor Mínimo. —Y se alejó con su hermana, desairado y dolido.
La pintora Tina Blau iba de su estudio al recinto del circo, y en una semana de trabajo durante los intermedios entre las funciones, plasmó a Meli y su pitón en una tela que dijo que titularía Andrómeda. Sólo se quejó de una cosa a Fitzfarris, que casi no dejó un momento de pasearse en torno a su caballete durante aquellos días:
—No puedo conseguir que Meli sonría alguna vez.
—Últimamente no sonríe nunca —reconoció Fitz—. No sé por qué. Antes lo hacía muy a menudo. Pero, qué diablos, Tina, posando para tu pintura, ¿qué mujer sonreiría cuando está a punto de ser violada por un dragón?
—Oh, creo que yo podría —replicó Tina, mirándole con un destello travieso en sus ojos violetas—. ¿Acaso no sonrío siempre cuando me viola el Hombre Tatuado?
Esta y otras observaciones parecidas fueron oídas por Lunes, que los acechaba sin ser vista desde detrás de carromatos, tiendas y otros escondites. Su cólera podría haber estallado de no ser por los prudentes consejos de su hermana.
—No te enfurezcas —le dijo Domingo—. Sólo lograrías aumentar su atractivo, o el de cualquier otra mujer, y hacerla más deseable en comparación contigo. Nosotros abandonaremos algún día Viena y esa mujer no. Tendrás a John Fitz para ti sola dentro de poco.
Lunes respondió con tristeza:
—¿Y qué? Tú tienes ahora a tu señor Zack para ti sola y ¿de qué te sirve?
—Bueno… primero ha de superar el dolor y olvidarla.
—Puede recordar a una mujer con la cabeza —gruñó Lunes—, pero abajo tiene un ariete que la olvidará muy de prisa. ¡No lo sabré yo!
—¿Por qué te apartas cuando te desabrocho los calzones, muchacho? —preguntó el hombre. Yacían sobre un jergón de lona improvisado dentro de uno de los furgones, aparcado en un remoto rincón del recinto—. Mira, yo también me abro los míos. Sólo descubro nuestros cuerpos diferentes para que podamos compararlos y admirarnos mutuamente. Y ahora me miras con fijeza como si nunca hubieras visto esta parte de un hombre y tú tienes lo mismo.
—No grande ni rojo.
—Porque todo tú eres de un color único, muchacho. Sin embargo, nuestras pieles diferentes no hacen que nuestras partes privadas se comporten de manera distinta. La tuya está creciendo en mi mano. Y mira… la mía también, aun sin tocarla. Somos exactamente iguales en nuestras reacciones, así que ¿a qué viene tu timidez? Toma… ¿no sientes algo placentero?
—Ajá —dijo con una tímida inclinación de cabeza.
—Pues, vamos, haz lo mismo conmigo. Así. Ah-h, sí, es muy placentero. Agradece que te esté enseñando algo tan útil. Puedes hacerlo tú solo, como ves, y estoy seguro de que lo harás con frecuencia a partir de ahora. Pero estoy encantado de saber que soy el primero en coger esta cereza de color tan insólito. Vamos, haz lo mismo que yo. Más fuerte, más de prisa. Así, así… —Y al cabo de un rato—: Ya. ¿No ha sido divinamente agradable?
—¡Siií!
—Pues hasta la próxima vez, puedes disfrutar tú solo de tu nueva proeza. O con otro chico. O… pero no, espero que no lo hagas. Te prevengo sinceramente contra el derroche de tus energías en una mujer, aunque sea tan íntima como una hermana. Te lo explicaré otro día. Ahora vete. Y, recuérdalo, ni una palabra a nadie.
Un miércoles, el día de paga para los peones, Edge fue al furgón rojo como de costumbre para ayudar a Florian a comprobar la lista de nombres y contar el dinero. Mientras los hombres iban desfilando por la oficina, se quitaban las gorras, tomaban la paga y daban las gracias con voz ronca y respetuosa o tiraban de los mechones que les caían sobre la frente, Edge murmuró:
—Cada vez que hacemos esto encuentro más nombres nuevos en las listas y caras que no reconozco. Por ejemplo, ¿quiénes son Herman Begega y Bill Jensen? No parecen eslovacos.
—No lo son —contestó Florian—. Un español y un sueco. Uno es un carpintero contratado por Stitches y el otro es el nuevo tuba contrabajo de Bum-bum. Hoy no vendrán a cobrar porque aún les retenemos el salario.
—¿Dónde duerme toda esta gente nueva?
—Dije a Banat que dispusiera del remolque del Mayor Mínimo para alojar a los recién llegados. Nuestro Florilegio se está convirtiendo en una comunidad muy populosa. Sólo querría poder aumentar nuestra compañía de artistas con la misma facilidad que el equipo. Creo que enviaré un anuncio al Era cuando lleguemos a Budapest, solicitando aspirantes.
En el furgón de la tienda el muchacho yacía de bruces sobre la espalda del hombre, pero moviéndose convulsivamente. Cuando dio la última sacudida, gimió extasiado y todo su cuerpo tembló. Entonces suspiró de modo entrecortado y empezó a retirarse, pero el hombre echó atrás la mano para mantenerlo allí.
—Quédate un rato, muchacho. Me gusta la sensación de que se haga pequeña dentro de mí. Y mientras descansas, seguiré instruyéndote. Algunos te dirán que una mujer está mejor equipada para dar esta clase de placer a un hombre. No los creas. Aquí abajo la mujer sólo tiene grandes labios blandos y babosos en el umbral de una cavidad flexible, húmeda y repelente, nada de la tirantez firme, cálida y acogedora que acaba de hacerte gozar tanto. En cuanto al resto de la mujer, ¿qué es? Nada más que tetas de grasa que rezuman leche de ogra. ¿Me estás escuchando?
—A-jaaá… —contestó soñoliento.
—Si estás relajado del todo… corresponder es fair play. Da media vuelta, muchacho. Y continúa relajado… sin oponer resistencia…
Clover Lee y Domingo estaban en el café Griensteidl —del que se habían convertido en buenas clientas— ante sendos cafés, tortas y el Neue Freie Presse, que Domingo había doblado por la página de las columnas «personales».
—¿Algo interesante hoy? —preguntó Clover Lee.
—Bueno, aquí hay uno que dice algo sobre «artístico»… —Domingo lo estudió y luego tradujo en voz alta—: «Hago saber a la encantadora Fräulein D. M. que una vez abrió en mi despacho su artística Aktentasche que siempre la recordaré con adoración».
—Vaya —dijo Clover Lee—. Supongo que la Aktentasche de una mujer es algo… ejem… íntimo.
—No tengo idea. Y no he traído el diccionario.
—De todos modos, sabes que mis iniciales son C. L. C. Si no las ves en ninguna parte, busca algo que pueda aplicarse a mí. Preferiblemente firmado con una corona.
—Hum. «¿Querría la encantadora Fräulein (por lo visto has de ser encantadora) que paseó conmigo a medianoche por la ciudad vacía bajo la nieve suave…?»
—No era yo. Maldita sea. Quizá sea yo quien tenga que poner un anuncio. «¿Querría un Graf rico y encantador…?»
—Esta vez —dijo el hombre— te enseñaré a fumar un cigarro.
—Demasiado joven para fumar —murmuró el chico.
—Oh, no lo encenderemos. —El hombre estaba muy divertido—. Vaya, vaya, nuf, nuf, no nos serviría de nada. No, simplemente aprenderás a metértelo en la boca y chuparlo como es debido. Primero te lo demostraré con ese pequeño cigarro tuyo. Verás, siempre hay que lamer primero el cigarro de punta a punta…
Después de un rato y algunas contorsiones y exclamaciones ahogadas por parte de ambos, Cecil dijo:
—Muy bien aprendido, muchacho, y muy bien puesto en práctica. Ahora traga, igual que he hecho yo. Ves, ésta es otra razón para preferir a un amigo que a una hembra desconocida. Un hombre sólo tiene una cantidad limitada de este precioso jugo para gastar durante toda su vida. De modo que si gozas con estos juegos homosexuales y quieres seguir gozando de ellos, no debes derrochar lo que los hace posibles.
—No —dijo el muchacho con verdadera ansiedad.
—Ya lo has entendido. Una mujer se limitaría a aceptar tu preciado jugo sin darte nada a cambio. Tú y yo, por el contrario, podemos absorbernos el nuestro, por uno u otro orificio, y reponérnoslo así mutuamente sin miedo a que se agote jamás.
Un domingo, algunos miembros de la compañía circense fueron a la catedral de San Esteban —junto con la mitad de la población vienesa, a juzgar por la aglomeración— a oír cantar al famoso Coro de Niños de Viena. Al salir, Florian dijo a Willi Lothar:
—Bueno, ese director de coro Bruckner es también organista del emperador en el Hofburg. ¿Es esto lo más cerca que vamos a estar del palacio?
—Herr gouverneur, sabe que estoy importunando constantemente a mi pariente más lejano y mi conocido más remoto en los círculos de la corte. Pero, si me permite una sugerencia, creo que ayudaría también a nuestra causa que el Florilegio se ofreciese para dar una función benéfica.
—¿Por qué no? ¿Qué has pensado?
—Ach, hay el Baile de los Posaderos, la Gschnastfest de los Artistas, el Baile de los Barrenderos y muchos otros, pero he pensado en particular en la gala del Irrenanstalt de Brünlfeld.
—¿¡El manicomio!? —exclamó Edge cuando Florian se lo dijo—. Willi ha hablado mucho de una función especial, pero ¿qué hemos conseguido? Primero mendigos y ahora chiflados. ¿No se le ha ocurrido pensar, director, que tal vez vayamos hacia abajo en vez de hacia arriba?
—Se trata de una de las tradiciones más queridas de Viena —explicó Florian—. El martes de carnaval se celebra todos los años una gala en el Irrenanstalt. Se permite incluso participar a los pacientes, ejem, más pacíficos, con disfraces hechos por ellos mismos. No es tanto una ocasión para que se diviertan ellos, claro, como para que se rían los espectadores (que incluyen a miembros de la realeza y la nobleza, además de otras personas ilustres) al contemplar la diversión de los pobres locos. No perjudicaría en nada a nuestros planes que esas personas vieran también cómo nos divertimos nosotros.
—Muy bien. Supongo que todos estaremos de acuerdo si usted lo está. ¿Desmontamos y volvemos a montar en los terrenos del manicomio?
—No, no. Hay una sala cubierta muy espaciosa entre el edificio del manicomio y el hospital adyacente. Ese día suspenderemos la función aquí y llevaremos al Irrenanstalt sólo aquello que podamos exhibir con el mejor efecto. Los artistas, el bordillo de la pista, la banda, todos los accesorios que no requieran una instalación complicada, Brutus, Maximus, el caballo enano. Nada más. No nos arriesgaremos a asustar a los pacientes con el órgano de vapor o los números que hacen más alboroto.
Ocurrieron otras cosas el martes de carnaval, antes de aquella función extraordinaria.
—Ah, ahora me engañas, muchacho —dijo Cecil, pero de buen humor, cuando entró en el furgón de la tienda al anochecer—. No me has esperado. Pero cuánto te envidio esa habilidad de poder doblarte para fumar tu propio cigarrillo negro. No, no, no te desdobles. Continúa dándote gusto. Puedo esperar, y la vista es inefablemente estimulante.
Cuando Quincy hubo terminado, tragado y recobrado el aliento, murmuró:
—Prefiero hacerlo con usted.
—Muy bien. Aprovechémonos ambos de tu elasticidad. A ver si puedes hacer esto. Insértate como siempre, pero cabeza abajo, y luego dóblate para alcanzar con la cabeza… así. Da unas buenas chupadas a mi cigarro mientras el tuyo goza ahí dentro. ¿Puedes hacerlo? —Después de varias pruebas, el muchacho logró hacer aquella contorsión y empezó a trabajar con entusiasmo dentro y sobre el hombre, que gemía de placer—. Así está bien. ¡Oh, sí, muy bien!
La puerta del furgón se abrió de repente y una silueta oscura se perfiló contra la penumbra exterior.
—¡Joder! —exclamó Cecil, y empujó con fuerza a Quincy, que continuaba trabajando, ajeno a la interrupción.
—De modo que estabas aquí cuando desaparecías —dijo la intrusa con perplejidad.
—¡Daphne! —exclamó Cecil, horrorizado.
—Estamos todos a punto de salir hacia el manicomio y… —Ahora pudo ver los dos cuerpos desnudos en el interior del oscuro furgón; al comprender qué hacían, exclamó con voz hueca—: Oh, Dios mío…
—¡Quítate de encima, muchacho, y lárgate!
Cecil empujó a Quincy con tanta brusquedad que la separación produjo dos ruidos claros, como de dos botellas al ser descorchadas. Quincy dijo en voz baja: «¡Vaya!», defraudado y aturdido. Pero Cecil ya se vestía a toda prisa y Daphne había desaparecido del umbral.
—La gente de los palcos con colgaduras son los nobles y notables —explicó Florian—. Los de los asientos corrientes son los locos.
No hablaba del todo en broma porque no se advertía otra gran distinción entre los pacientes del manicomio y los visitantes, salvo que los disfraces de los primeros eran quizá de una confección menos cuidada y las telas menos ricas, pero no más excéntricos ni estrafalarios. En ambos sectores del público figuraban numerosos e identificables Napoleones Bonaparte y Pallas Ateneas, ángeles alados, demonios cornudos, varías representaciones de Dios y de Jesús, santa Brígida y santa Ana, y toda clase de grotescas fantasías de pesadilla. Florian había dicho que los locos a quienes se permitía salir del manicomio para asistir a la fiesta eran los casos menos graves, pero aun así, una multitud de guardas uniformados y enfermeras vestidas de blanco estaban dispersos por la sala, discretos pero vigilantes.
En esta ocasión el circo había prescindido de varios números, algunos —como los de los caballos— porque no cabían o hacían demasiado ruido en un local cerrado y otros por cortés sugerencia de los médicos residentes de la institución. Por ejemplo, Spyros Vasilakis desfiló en la cabalgata inicial pero después se quedó sentado entre bastidores. Los médicos dijeron que la vista del Griego Glotón tragando espadas y comiendo fuego podría inspirar ideas malsanas en los pacientes. Al parecer no veían nada malsano en las ideas que los espectadores podían concebir al mirar a Meli Vasilakis y sus serpientes durante los provocativos abrazos medusianos y violación de la doncella o al presenciar el número de tiro del coronel Ramrod. Sin embargo Edge redujo por propia iniciativa la cantidad de pólvora de sus armas a fin de que produjeran menos ruido y omitió totalmente el disparo de una bala a los dientes de su ayudante Domingo.
Para compensar los cortes del programa, Florian informó a los empleados del manicomio que en el intermedio sus pacientes podrían bajar a la pista y dar vueltas a ella montados sobre el elefante o el caballo enano y les confió la elección de los candidatos más idóneos. Resultó que el mismo número de visitantes solicitaron este privilegio concedido en un principio a los pacientes, y un hombre disfrazado de Luis XIV, con peluca y muchos frunces, después de dar la vuelta a la sala primero a lomos de Brutus y después en la grupa de Rumpelstilzchen, entabló con Florian y Willi una conversación muy animada y gesticulante.
—Vaya por Dios, esta pequeña idea mía ha resultado muy provechosa —dijo Florian a Edge—. ¿Has visto al Luis Catorce que hablaba con nosotros? Estaba tan excitado por su participación en nuestro circo que ha prometido conseguirnos una invitación a palacio. Y puede hacerlo porque es el conde Wilczek, un favorito de Francisco José.
—¿Está seguro? —preguntó Edge con escepticismo—. No he advertido si procedía de los palcos de lujo o de los asientos vigilados.
—Oh, sí, era él —terció Willi—, y estoy avergonzado. Después de todos mis esfuerzos, al final serán el elefante y el pony los responsables de nuestra admisión en la Erste Gesellschaft.
El espectáculo debía continuar con el número de Cecil y Daphne en su velocípedo —Florian había decidido eliminar el de patinaje por demasiado ruidoso—, así que la banda empezó a tocar la bourrée de los Reales fuegos de artificio y Florian anunció a «¡los Wheeling Wheelers!» y el director ecuestre silbó para que entraran en la pista. El velocípedo apareció, pedaleado por Cecil, pero sin Daphne sobre sus hombros.
—¿Qué diablos pasa? —dijo Edge, enfadado.
—Él y su mujer han tenido una battaglia —confió Nella Cornella, que estaba a su lado—, de modo que ahora él trabajará solo.
—¿Se han peleado? ¿Cuándo?
—Justo antes de que todos abandonáramos el recinto del circo. Yo pasaba por delante de su remolque y oí gritar a Daphne: «Nunca más me meterás eso dentro. No después de donde ha estado. No me volverás a tocar jamás. Y ahora sal de aquí». Y él salió scompigliatamente, a toda prisa y desgreñado. Y solo.
—Me pregunto por qué habrá ocurrido —dijo Edge—. Bueno, veo que por lo menos ha encontrado un sustituto provisional, aunque no tan atractivo como su esposa.
Alí Babá había entrado corriendo con su disfraz de cómico negro, y Cecil, mientras daba vueltas a la sala entre la pista y la primera fila de palcos, alargó una mano para izar al chico sobre sus hombros. Incluso sin práctica, Alí Babá realizó un buen trabajo imitando las posturas de Daphne, sus faroles y sus despatarradas cabeza abajo. Como en esta ocasión el tanque en llamas no podía culminar el acto, Cecil se concentró en hacer filigranas con el velocípedo: giros intrincados, pedaleo hacia atrás, levantar la máquina sobre su pequeña rueda trasera. Y uno de estos repentinos encabritamientos hizo perder el equilibrio a Alí Babá, que cayó de su percha, intentó retorcerse en el aire para aterrizar bien, pero sólo consiguió dar media vuelta y caer de cabeza contra el duro pavimento de madera, con un fuerte golpe porque el suelo de la sala no estaba cubierto de paja o serrín. Los pacientes empezaron inmediatamente a reír y golpearse las rodillas con los puños, entusiasmados.
Cecil detuvo el velocípedo y lo dejó a un lado para desmontar y volver corriendo. Los otros dos miembros de la compañía que se encontraban más cerca de la escena también corrieron; eran Florian y Mullenax, quien acababa de ordenar a los eslovacos que sacaran a la sala la jaula de Maximus. Sin embargo, Alí Babá se levantó de un salto, ágilmente y sin ayuda. Y levantó los brazos en forma de V. Cecil hizo lo propio, cogiendo una mano del muchacho y fingiendo que la caída había sido la conclusión prevista del número. Entonces la mitad del público compuesta por los visitantes se unió a las risas y aplausos de los pacientes.
—¿Estás bien, Alí Babá? —preguntó Florian.
—Sí zeñó. Muy bien.
—Joder, sólo se ha caído de cabeza —dijo con voz gangosa el borracho Mullenax—. Todos los negros tienen la cabeza dura como una bala, ¿no es verdad, chico? —Y despeinó los rizos lanudos de Alí Babá.
—Supongo que sí, zeñó.
Florian preguntó a Cecil con voz glacial:
—¿Por qué esta sustitución sin ensayo ni previo aviso, señor Wheeler?
Cecil intentó quitarle importancia y rió.
—He tenido un pequeño altercado con mi media naranja, director. Nuf, nuf, nuf. Así que ella ha hecho novillos y Alí Babá se ha ofrecido gentilmente.
En el mismo tono glacial, Florian respondió:
—Hablaré con ella cuando volvamos al circo.
La banda empezó a tocar Bollocky Bill y Mullenax se sacó del bolsillo una petaca de hojalata y la apuró. Edge, que se había unido al grupo, dijo:
—No tengamos más sorpresas, Abner. ¿Estás demasiado borracho para continuar?
Mullenax dejó de tambalearse, se cuadró, parpadeó con su ojo nublado y declaró con gran precisión:
—No, señor, coronel. Estoy cargado con la cantidad exacta.
Ahora los peones ya habían sacado al centro de la pista el furgón de la jaula, de modo que Edge sólo vaciló un momento y le indicó que saliera; Florian se le adelantó con el megáfono para hacer la presentación.
Edge se mantuvo vigilante y no se quitó el silbato de la boca, dispuesto a terminar el número en cualquier momento. Sin embargo, fue bastante bien, aunque Barnacle Bill dirigió al león —platz y hoch y krank y schan’machen y varios hoch más— apoyado tranquilamente contra los barrotes de la jaula y blandiendo sin fuerza el látigo. Entonces los eslovacos le llevaron el aro de madera embadurnado de petróleo y se lo alargaron por entre los barrotes. Maximus retrocedió hasta el fondo de la jaula y se agazapó para prepararse a saltar. El reducido tamaño de la jaula siempre requería que en este punto Barnacle Bill se hincara de rodillas mientras sostenía el aro con unas tenacillas de mango largo y un peón lo encendía desde fuera y huía corriendo del calor.
Pero esta vez, cuando el aro se encendió, Barnacle Bill no dio ninguna orden. En lugar de esto, cayó hacia adelante desde su posición arrodillada, rodó hasta quedarse boca arriba, estirado sobre el suelo de la jaula, y se durmió. El aro se deslizó entre los barrotes, llameando alegremente, dio varios saltos y rodó por la pista.
—¡Maldición! ¡Coged eso! —gritó Edge. Y en seguida—: ¡Traed palos! ¡No dejéis avanzar al gato!
Los pacientes de entre el público volvieron a aplaudir con brío, ya fuera a los improvisados fuegos artificiales o a la despreocupada exhibición de valor de Barnacle Bill. Pero todos los eslovacos habían corrido instintivamente para detener el aro antes de que saltara el bordillo de la pista y tal vez rebotara en dirección a los espectadores, por lo que no había ningún peón cerca de la jaula para impedir que Maximus se moviera. Y en este momento empezó a moverse, amenazador y todavía agazapado, hacia su amo inconsciente, relamiéndose como si saborease por anticipado el imprevisto y apetitoso manjar.
El propio Edge se aproximó corriendo, desenrollando su látigo al son de la Marcha nupcial de la banda. Para entonces, sin embargo, el león ya tenía entre sus patas al dormido Barnacle Bill y le miraba fijamente, como si meditara sobre dónde morder primero. El animal lanzó una mirada de soslayo a Edge, frunció un labio y profirió un lento rugido de aviso. Edge se abstuvo por lo tanto de emplear el látigo, temiendo enfurecer a Maximus e incitarlo a un súbito ataque en lugar de ahuyentarlo. El león volvió a mirar a su amo, bajó el hocico para olerlo y entonces hizo algo contrario a todo lo que Edge había oído decir sobre la ferocidad de un gran felino que tiene a su merced a un ser humano indefenso. Maximus empezó a lamer, entre triste y compasivo, el rostro del hombre inconsciente.
Edge oyó gritar a alguien detrás de él: «¡Dios mío! ¡Un loco anda suelto!», pero no se volvió sino que continuó mirando con asombro y aprensión las caricias que el león dispensaba a Barnacle Bill. Se oyeron pasos rápidos, muchos pasos sobre un pavimento de madera y un rumor de gritos, pero Edge permaneció donde estaba, preparado para blandir su látigo. La rasposidad de la áspera lengua del león despertó a Mullenax, que abrió su único ojo y, por suerte, quedó tan paralizado por lo que vio que no se le ocurrió siquiera echar a correr. Miró con horror las grandes fauces del felino y sus grandes colmillos y lengua y Edge empezó a murmurar, tanto a él como al animal:
—Quieto… platz, vamos, platz…
Entonces se produjo un repentino movimiento en la jaula que no provenía ni de Mullenax ni de Maximus. La puerta se abrió y cerró velozmente y apareció otra persona en su interior, un demonio completamente rojo, con cuernos y cola terminada en una flecha, una careta y, en una mano, un tridente largo y diabólico. Maximus levantó su enorme cabeza, miró al recién llegado y volvió a rugir. Edge rugió a su vez:
—¡Fuera de aquí, maníaco! Raus! ¡Está protegiendo a su amo!
Pero el intruso hizo caso omiso de ambos, tocó impasible con las puntas de su tridente el gran pecho de Maximus y le dijo con voz tranquila:
—Zurück… zurück, Kätzchen…
Y después de considerar un momento la sugerencia, el león empezó a retroceder, obediente.
«Vaya —pensó Edge— este hombre puede ser un loco que anda suelto, pero por lo menos conoce las órdenes en alemán». Ahora también se puso en movimiento, rodeó la parte trasera del furgón y, cuando el demonio rojo pasó por encima de Mullenax, haciendo retroceder aún más al león, murmuró:
—Abner, arrástrate hasta aquí, no demasiado de prisa.
Mullenax se arrastró como una serpiente y Edge abrió la puerta lo suficiente para que se deslizara de cabeza desde el umbral hasta el suelo, donde se quedó temblando y respirando muy hondo. Florian se acercó y le dijo, con más piedad que ira:
—Espero que estés avergonzado de ti mismo. El grande y valeroso domador de leones tiene que ser rescatado por un loco.
También se había aproximado un grupo de guardianes del manicomio, uno de los cuales llevaba preparada una resistente camisa de fuerza con muchas correas y hebillas. El hombre de la jaula dijo ahora a Maximus: «Platz!», y el felino se sentó, bostezando como si le aburriera todo aquel insólito comportamiento humano. El hombre retrocedió despacio y Edge abrió una rendija para dejarle salir. La banda interrumpió inmediatamente las repeticiones de la Marcha nupcial y empezó a tocar la música para el número de los perros. Los Smodlaka y sus terriers entraron corriendo en la pista y se reanudó el espectáculo.
Los guardianes del manicomio avanzaron hacia el demonio rojo con tanta cautela como si fuera Maximus el que había abandonado la jaula. Pero el hombre levantó los brazos y se quitó la careta y los guardianes se quedaron con la boca abierta. Uno de ellos rió con alivio y dijo a Florian:
—Es ist nicht ein Kranke von uns.
—Non —dijo el demonio, riendo a su vez—. No soy un loco, messieurs. Jean-François Pemjean, a su servicio. —Era un hombre guapo, de tez morena y ojos alegres que hacían juego con su disfraz—. Estaba de visita en el hospital médico por una molestia sin importancia cuando me han hablado de esta gala, así que he cogido este disfraz de un armario para poder asistir.
—Fortuitement —dijo Florian—. Merci, monsieur Pemjean, merci infiniment. Dígame, ¿es usted sólo un caballero por naturaleza o un domador de leones profesional?
—Oui, c’est de mon resort. Como es natural, conozco el viejo dicho circense de que los franceses somos demasiado temperamentales para semejante trabajo; nos falta la imperturbabilidad teutónica. —Dirigió una mirada de reproche a Barnacle Bill, a quien unos eslovacos ayudaban a salir de la pista mientras otros se llevaban el furgón de la jaula—. Sin embargo, es lo que soy. Pemjean L’Intrépide, miembro hasta hace poco del Circo Donnert de Praga y anteriormente del Cirque d’Eté de París y actualmente dispuesto a regresar a él.
—Quizá, Monsieur L’Intrépide —dijo Florian—, me hará usted otro favor concediéndome unas palabras en privado.
Los dos se fueron juntos y el espectáculo continuó sin más interrupciones o incidentes, incluyendo también el número de Mademoiselle Cinderella en la cuerda y de Maurice y Mademoiselle Butterfly en el trapecio, porque unas horas antes Beck y Goesle habían logrado colgar la instalación necesaria de las vigas y columnas de la sala.
Después de la cabalgata final los eslovacos acudieron en tropel a desmontar el equipamiento y los últimos accesorios y limpiar a fondo el suelo. Cuando Beck y sus músicos abandonaron el estrado, los guardianes del sanatorio condujeron allí a muchos de los pacientes, todos ellos idiotas inofensivos y sonrientes y todos provistos de instrumentos musicales. Sin embargo, no se trataba de idiots savants; cuando se hubieron instalado y levantaron sus trompetas, violines e instrumentos de viento, la música no procedió de ellos sino de otra parte. Curioso, Edge fue a mirar la banda más de cerca y descubrió que los instrumentos estaban hechos de cartón y la música provenía de una orquesta voluntaria, quizá una de los Strauss, ya que tocaba En el pequeño bosque de buñuelos de jalea de papá Johann escondida tras la cortina de una alcoba. Entonces el público bajó de los palcos y butacas y salió en parejas a bailar, mezclándose de tal modo que los invitados y los pacientes se distinguían menos que nunca unos de otros.
Fitzfarris, que contemplaba la escena, comentó a Florian:
—¿No es posible que después de una de estas francachelas algunos condes y duques sean llevados a las celdas acolchadas y quizá algunos chalados ocupen sus puestos en los hogares de los poderosos?
—Podría ser. Y también podría ser que semejante intercambio no se descubriese nunca, ni aquí ni fuera de aquí. Por favor, sir John, haz correr la voz de que nuestros artistas pueden quedarse a bailar, comer y beber, si lo desean. Ya van adecuadamente vestidos. Espero que ninguno acabe en una celda acolchada.
Florian ordenó sólo a Abner Mullenax que le acompañase al circo, aunque Edge y otros artistas también regresaron por propia voluntad —Cecil Wheeler y Alí Babá entre ellos—, así como el fortuitamente conocido Jean-François Pemjean, ahora en traje de calle. Cuando Florian y Edge llevaron a Mullenax al furgón de la oficina y le sentaron, ya se había serenado bastante.
—Barnacle Bill —le interpeló Florian—, esta noche podrías haberte matado con facilidad. Y aún peor, si te hubieras comportado igual aquí en la carpa, con su suelo de serrín, casca y paja, podrías haber prendido fuego y quemado todo el Florilegio y matado a innumerables personas inocentes.
—Sí, señor —asintió Mullenax—, supongo que tiene razón.
—¿Qué piensas que debería hacer contigo?
—Bueno, no tiene que despedirme, director. Ya he decidido abandonar el oficio. Esta noche he tenido un susto de muerte. Después de ver los colmillos de ese león y oler su aliento, no podría volver a entrar jamás en la jaula de un animal salvaje. Jamás. —Se estremeció.
—Por suerte, tenemos un hombre dispuesto a ocupar tu lugar. Pero no creo que desees abandonarnos aquí en el corazón de Europa.
—No, señor. Si pudiera conservarme como una especie de eslovaco, podría hacer acopio de valor para limpiar las jaulas, dar de comer a los animales y cosas así. Págueme lo suficiente para mantenerme lubricado y no le pediré nada más y se lo agradeceré.
—Muy bien. Concedido. Ahora vete y duerme un poco. De paso, llama al remolque de los Wheeler y pide a la señora Wheeler que venga aquí.
—Es triste —dijo Edge cuando Mullenax se hubo ido arrastrando los pies— ver a un hombre derrumbarse de este modo.
—Yo lo he visto demasiadas veces —respondió Florian con un suspiro—. Algunos lo hacen igual que él. Otros no se desmoronan hasta después de haber perdido el valor. Pero, basándome en los muchos que he conocido, debo predecir, por desgracia, que Barnacle Bill seguirá desintegrándose. En alguna etapa del viaje estará borracho y comatoso cuando la compañía se traslade de una plaza a otra. Una vez o dos quizá pueda recuperarse y consiga alcanzarnos, pero llegará un día en que no podrá y nunca más volveremos a verle.
Florian llamó a Pemjean, que charlaba fuera con Cecil Wheeler, y le dijo:
—El infortunado dompteur a quien usted ha reemplazado esta noche le cede su lugar por propia voluntad y de manera permanente. Sin embargo, continuará disponible, al menos por un tiempo, para ayudarle en el cuidado de los animales. Como ya le dije, también tenemos tres tigres de Bengala y dos osos sirios cuyo adiestramiento no está todavía muy avanzado.
Pemjean respondió con confianza:
—Los adiestraré con la máxima rapidez.
—Bien. Ahora, sobre la cuestión de su personaje en el programa. Me ha gustado bastante el efecto de ese demonio rojo en la jaula.
—Aussi moi-même —dijo Pemjean, sonriendo—. Que yo sepa, ningún otro dompteur ha trabajado con animales empleando un tridente en lugar de un látigo. Por lo tanto, como ya había robado el disfraz, me he tomado la libertad de apropiarme de él y llevarlo conmigo.
—Aplaudo su previsión. Sólo haremos un cambio en él… nuestra modista acortará la cola del demonio. Podría resultar un estorbo en la jaula. Y le presentaremos como… déjeme pensar… ¡Sí! Le Démon Débonnaire!
—Excellentissime! —exclamó Pemjean.
Edge, que estudiaba la lista de la compañía, dijo:
—Hay una litera vacía en el remolque de Notkin y Spenz desde que Nella se ha trasladado.
—Hablaré con ellos —decidió Florian—. Así pues, monsieur, podrá instalarse y viajar con nuestros Hanswurst y Kesperle hasta que pueda pagarse una vivienda mejor en el circo y durante los viajes. Traiga sus efectos cuando lo desee. Y bien venido al Florilegio. Esperamos que sea feliz en nuestra compañía.
—Merci, monsieur Florian. Cuanto más veo más me gusta —dijo Pemjean, porque Daphne Wheeler acababa de llamar y abrir la puerta y el domador hizo a la bonita mujer rubia la reverencia profunda y ampulosa de un maestro de baile antes de marcharse.
Ella no le sonrió ni habló y se quedó retorciéndose las manos y cerrando los puños.
—Siéntese, señora Wheeler —dijo Florian, sin demasiada severidad—. Esta noche ha faltado a una representación importante sin ningún aviso previo. Un… altercado con su marido, según me han dicho. No suelo inmiscuirme en asuntos domésticos, pero cuando afectan a toda la empresa, me gusta saber…
—¿Por qué no se lo pregunta a él? Está acechando fuera, temeroso de que le delate.
—Otra cosa que no suelo hacer es denigrar a una persona en presencia de su pareja, pero le diré francamente que desconfío de los hombres que ríen a través de la nariz. La invito a ser igualmente franca conmigo. Adelante. Acúsele.
Daphne volvió a retorcerse las manos y después soltó abruptamente una breve pero gráfica descripción de lo que había visto en el furgón de la tienda.
—Maldición —gruñó Edge—. Pensaba que habíamos acabado con esto cuando nos libramos del Mayor Gusano.
—Es realmente penoso —dijo Florian, frunciendo el ceño—. Ejem… señora Wheeler, ¿es ésta la primera… desilusión que ha sufrido?
—No —respondió ella, afligida—. Hay muchos atletas jóvenes en torno a la arena del gimnasio. Pero es la primera vez que se ha envilecido con un… con un cubo de alquitrán. —Hizo una mueca de asco—. Es la última gota.
Todavía con el ceño fruncido, Florian observó:
—Naturalmente, mi primer impulso es echar a su marido del circo a latigazos, señora Wheeler, pero esto significa despedirla también a usted, una víctima inocente de este desafuero. Además, si despido a un pederasta, ¿debo en justicia echar también a la calle al chico? Es un dilema.
—Oh, diablos, Florian —terció Edge—. Quincy no tiene malicia, ni apostura, para haber seducido a nadie. Él también es una víctima.
—Y no se preocupe por mí, señor Florian —dijo Daphne con tristeza—. En la ceremonia de la boda, Ceece y yo juramos amarnos hasta la muerte. Yo he dejado de amarle, así que uno o los dos tenemos que morir.
—No hay para tanto —reprendió Florian—. Estamos en el siglo diecinueve, no en la época bíblica. Existen comodidades modernas como el divorcio en vez del homicidio o el suicidio.
—Supongo que sí. Ya le he echado de nuestro remolque, porque no es nuestro, es mío. Forma parte de la dote que aporté al matrimonio. —Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas.
—Por lo menos tiene un techo sobre su cabeza y transporte.
—¿Transporte adónde? —preguntó ella, llorando más copiosamente—. No tengo adónde ir. Quizá sería mejor que me prostituyera para uno de los chulos del Wurstelprater.
—No hay para tanto —repitió Florian—. ¿De quién es el atrezo del número? ¿El velocípedo, los patines, el tanque y el pavimento de madera?
—Los compramos juntos —contestó ella, sollozando.
—Entonces, divídanlos —decidió Florian—. Si usted se queda su par de patines y la madera, podría montar un solo de patinaje, ¿no?
Daphne respiró fuerte por la nariz, dejó de llorar y respondió que creía que sí.
—Y si más adelante nos procuramos otro par de patines —continuó Floran—, quizá uno de los payasos podría ser su pareja. Muy bien, madame, su marido debe marcharse pero usted se puede quedar, si así lo desea.
—¡Oh, claro que lo deseo! —exclamó ella, agradecida.
—Coronel Ramrod, ¿quieres ver si ese degenerado sigue merodeando por ahí fuera? Llévale al remolque de la señora Wheeler, vigílale mientras recoge sus pertenencias, sólo las suyas, y cuida de que se vaya esta misma noche. Retendré aquí a salvo a la dama hasta que se haya ido.
Cecil se hallaba ahora a cierta distancia del furgón, pero no dejaba de mirarlo con ansiedad mientras hablaba de nuevo con Pemjean. Al acercarse, Edge oyó a Cecil decir al recién llegado:
—… ésa lo hace con la punta de una escoba. Nuf, nuf. Sí, de veras, es una mujer fácil, amigo. Une sacrée baiseuse, como dirían ustedes los gabachos. Voy a contarle una de sus habilidades favoritas… —Bajó la voz hasta que fue un murmullo confidencial y Pemjean abrió mucho los ojos. Pero cuando Edge se detuvo y permaneció mirándolos fijamente, Cecil se interrumpió para preguntar—: ¿Me necesitan, querido amigo Zachary?
—Nadie le necesita en absoluto —replicó Edge—. Vamos al remolque, saque sus cosas y lárguese de este lugar.
—¡Cómo! ¿No es usted un poco brusco, ami…?
—Puedo serlo mucho más. Con una estaca, si no se da prisa. Me sorprende que no se haya largado ya. Tenía que saber que su esposa nos diría la jodida verdad sobre usted. ¡Vamos, muévase!
Pemjean, estupefacto, exclamó:
—Sacré bleu! ¿Esa mujer es su esposa?
Pero los otros dos hombres ya se alejaban, Cecil con los hombros hundidos y Edge caminando detrás de él como un guardián. Edge volvió solo y dijo a Florian y Daphne:
—Ya se ha marchado, señora Wheeler. El remolque es suyo otra vez. Sólo se ha llevado la ropa, los disfraces y su atrezo personal… lo que le ha cabido en cestos en el velocípedo.
—¿No le ha hecho usted daño?
—No, señora. No ha necesitado una disuasión violenta y yo no quería tocarlo si no era imprescindible.
—¿Ha dicho algo? ¿Un mensaje de despedida?
—Bueno… ha dicho que dejaba el tanque de agua y fuego. No sabía cómo llevarlo. Además, según sus palabras, espera que se ahogue usted en él.
—Oh —murmuró Daphne.
—Buenas noches, dulce príncipe —musitó Florian y, cuando Daphne ya había salido—: Ahora… sobre Quincy Simms. Estoy de acuerdo en que no tenía idea de que hacía algo malo, pero puede haberse aficionado a la práctica y no nos interesa que importune a alguien más en su ignorancia. Sugiero que hables con él en privado y, en un tono muy paternal, le expliques las realidades de la vida.
—No me lo encargue a mí, director. Ningún padre me las explicó jamás y no he tenido hijos a quienes revelarlas.
—Yo tampoco. Ejem. Que yo sepa, los únicos padres que tenemos en el espectáculo son Pavlo Smodlaka y Abner Mullenax, y vacilaría en confiar a cualquiera de los dos un muchacho muy joven y confuso.
—Ya sé quién —dijo Edge—. El caballero John Fitzfarris. Es un hombre de mundo y una vez pronunció una conferencia sobre el vicio solitario. Por lo menos sabrá explicarlo en un altisonante lenguaje médico.
Así pues, al día siguiente y sin demasiadas reticencias, Fitzfarris aceptó el encargo de educar a Quincy en los modales de un hombre varonil. Después fue a informar a Florian:
—Bueno, he llevado al chico a una arboleda solitaria y tranquila y le he sermoneado en plan de profesor y él ha dicho «Sí, zeñó» cada dos minutos. Luego me ha dicho que sólo había jugado con Wheeler porque éste le había asegurado que de lo contrario sus jugos se secarían. Creo que le he tranquilizado a este respecto y que ha entendido todo lo demás y que he vuelto a encaminarle por el sendero de la virtud. Pero, es curioso, después de repetirle hasta la saciedad lo que debería saber un joven, le he preguntado si quería saber algo más y ha dicho «sí», y a mi pregunta de «¿qué?», ha contestado: «Mas’ Fitz, ¿oye ese canto? Todo el día he oído cantar».
—¿Y qué?
—Le he dicho que era un lugar apartado y que no cantaba nadie. Ni siquiera un pájaro, estando tan poco avanzada la primavera. ¿Y si la mala experiencia del chico con ese maricón de Wheeler le ha trastocado un poco?