5

Por suerte para Florian y el resto de la compañía —y la oficina de contabilidad del hotel Evropéiskaya—, el Florilegio registró llenos totales desde su primera función en San Petersburgo. De hecho, las dos o tres primeras funciones fueron simplemente llenos, pero a partir de la cuarta fue preciso cerrar la taquilla todas las tardes y noches por haberse agotado las localidades. Gavrila Smodlaka había reemplazado a la difunta Magpie Maggie Hag en la taquilla del furgón rojo, y siempre que se volvía para decir a Florian, que trabajaba en su mesa detrás de ella, que había vendido todas las entradas de la función que estaba a punto de empezar, parecía casi llorosa, como si hubiera cometido una falta. Pero Florian la miraba con una sonrisa radiante al oír la noticia y gozaba saliendo afuera para anunciar en ruso a los que aún hacían cola que no había más asientos, pero que les vendería gustosamente entradas generales a un precio rebajado o que sería aún más feliz si volvían al día siguiente. Las damas y los caballeros aristocráticos ya habían pasado todos por intimidación a la cabeza de la cola, comprado sus entradas y ocupado sus asientos en la carpa, por lo que el público defraudado se componía de proletarios y campesinos que se tomaban el desengaño encogiéndose estoicamente de hombros y sonriendo como perros apaleados.

—Parece algo inherente a la naturaleza rusa —dijo Florian a Gavrila—. Lo llaman pokornost, una humilde sumisión ante las circunstancias o autoridad superior o incluso una voz de mando.

Entonces se arrepintió de haberlo dicho porque Gavrila respondió con tristeza, más para sus adentros que dirigiéndose a él:

—Debo recordar esta palabra: pokornost. Así es como vivo con Pavlo.

Pese a la calurosa recepción que les dispensaban los amantes del circo de San Petersburgo, muchos miembros de la compañía empezaron a revisar las impresiones favorables que habían tenido al principio de la ciudad… y también de sus lujosos alojamientos. De los grifos que llenaban los lavabos y baños de sus habitaciones brotaba una agua tan llena de hierro que tenía un color marrón rojizo y era casi imposible enjabonarse con ella; dejaba la piel como herrumbrosa y un sabor metálico en la boca cuando se bebía. Los trajes de pista, que confiaron a la lavandería del hotel, y por necesidad muy a menudo, empezaron a parecer raídos. Esto les causó preocupación y se quejaron a las camareras… y a la vieja privrátnitsa sentada ante una mesa en cada pasillo, ostensiblemente para supervisar el funcionamiento debido de los criados del piso, pero que parecía no hacer otra cosa que vigilar con desaprobación las idas y venidas de todos los huéspedes. Las reclamaciones sólo provocaron miradas divertidas, gestos tolerantes y las palabras: «Nishdy nyet… nitchevó…», que significaban más o menos «No hay remedio» y «¿Qué importa?».

Sin embargo, los miembros de la compañía se preocuparon mucho más cuando empezaron a encontrarse mal. Uno tras otro empezaron a sufrir periódicos dolores de estómago y luego ataques de diarrea alternados con estreñimiento. Después sintieron que perdían las fuerzas y notaron un cansancio que restaba vivacidad a sus actuaciones. Algunos, los que hacían los números arriesgados —LeVie, Domingo, Clover Lee, Lunes, Pemjean—, tuvieron que acabar pidiendo a Florian o al coronel Ramrod que los disculparan en la próxima función y a menudo lo hicieron minutos antes de que llegara su turno, por temor de que los dolores o la diarrea los sorprendieran en el trapecio, la grupa del caballo, la cuerda floja o la jaula de un animal salvaje.

Por suerte, en ningún momento tuvieron que retirarse dos artistas a la vez del mismo número, de modo que el director ecuestre pudo prolongar otras actuaciones para compensar el hueco. Entre la gente del circo que trabajaba fuera de la pista, sólo Dai Goesle y Carl Beck resultaron afectados; todos los eslovacos parecían inmunes a «lo que pasaba». Luego, cuando a los enfermos se les ocurrió comparar notas sobre lo que habían comido y bebido últimamente, todos coincidieron en dar la culpa al agua herrumbrosa que habían bebido en el comedor del hotel. Rusia era el primer país que habían visitado donde no se servía en la mesa agua mineral embotellada, y todos habían bebido el agua metálica de los grifos del hotel Europa, despreciando el vodka que se servía, y copiosamente, además. Entonces Florian fue indignado al mostrador de recepción del hotel, exigió la cuenta y declaró que se llevaba a otra parte a toda la compañía.

—¡Es vergonzoso! —exclamó—. ¡Se considera el mejor hotel de la ciudad y sirve a sus huéspedes agua contaminada!

—Gospodín Florian —dijo el primer conserje con innegable sinceridad—, toda el agua de Piter es así, ya sea del grifo, de un pozo o de un manantial. Es una carga que hemos aprendido a soportar. No culpe de ello al Evropéiskaya. Váyase si así lo desea, pero encontrará la misma agua en cualquier otro hotel.

Florian tuvo que creerle, pero replicó con acritud:

—Por lo menos podría habernos aconsejado que no la bebiéramos antes de ponernos enfermos.

Al oír esto, el primer conserje pareció genuinamente confundido. Abrió los brazos y dijo:

—Gospodín Florian, le pregunto, de hombre a hombre: ¿quién podía suponer que una persona razonable bebería vodá teniendo vodka a su alcance? ¿Por qué cree que las dos palabras son tan similares? Vodá es sólo agua; vodka es el agua buena. También hay vino, cerveza, coñac… incluso el chai carece de impurezas porque ha hervido. —Se apoyó en el mostrador y murmuró en tono confidencial porque tenía que decir una palabra vulgar—: ¿Me ha dicho que su gente sufre dristlíva?

Como esta palabra significaba literalmente «mierda líquida», Florian contestó:

—Ejem… ah… diarrea… sí.

Oj, esto es fácil de curar —dijo el primer conserje—. Haré que nuestro médico residente prepare una poción curativa. Pronto se encontrarán todos bien. Sólo dígales que, si han de beber agua, la hiervan primero o beban solamente agua embotellada.

—Bien… gracias, gospodín commissionnaire. Y perdone mi arrebato de genio. No nos marcharemos, pero será mejor que me dé la cuenta para saldarla hasta el día de hoy.

Una mirada a la cuenta casi provocó en Florian un ataque instantáneo de dristlíva allí mismo, ante el mostrador de recepción. Sin embargo, el Florilegio volvía a ser más que solvente, así que pudo sacarse la bolsa del bolsillo de la levita y contar la abrumadora suma en imperiales de oro, rublos de plata y copecs de cobre. Después, como ya no tenía que hacer ninguna ostentación de riqueza, repartió propinas razonables entre el personal del hotel. Los camareros, camareras y otros no parecieron decepcionados, sino más bien aliviados de que su huésped hubiese recobrado por fin el sentido común y continuaron sirviendo con buen humor a la compañía.

La poción del médico residente —o más probablemente la abstención de beber agua del grifo por parte de sus enfermos— devolvió con rapidez la salud a todos los miembros de la compañía menos a uno. De nuevo actuaron con energía y demostraron un interés y un placer renovados por todo cuanto los rodeaba. Muchos de ellos descubrieron con especial satisfacción que San Petersburgo contenía nutridas comunidades de otros extranjeros, a los que conocieron y visitaron a menudo y con quienes podían conversar en sus lenguas nativas.

Cada una de estas nacionalidades —inglesa, francesa, holandesa y alemana— solía reunirse en un enclave diferente de la ciudad, separadas entre sí y también de los rusos. Solamente los alemanes y holandeses se habían integrado hasta el punto de ser rusos en todos los aspectos menos de hecho y en el de conservar el idioma propio como «segunda lengua» y en su tendencia a vivir agrupados. Hablaban ruso en todas partes menos en sus casas, amueblaban éstas al estilo ruso, con ostentación pero descuidadamente, observaban las costumbres y las fiestas rusas y en muchos casos se casaban con rusos. La razón estribaba en que eran los extranjeros que llevaban más tiempo residiendo en la ciudad pues eran descendientes de la novena o décima generación de armadores de barcos importados de Hamburgo y Amsterdam por Pedro el Grande para que le ayudaran a construir la primera marina y flota mercante de Rusia. Estos alemanes y holandeses formaban la colonia extranjera más numerosa y eran unos diez mil en total.

Los mil ochocientos franceses y mil quinientos ingleses residentes eran en su mayoría miembros de los diversos contingentes diplomáticos de sus respectivos países o directores, agentes o representantes de empresas extranjeras con sucursales en San Petersburgo. Todas las familias inglesas habían aprendido el francés —más fácil de aprender que el ruso— a fin de poder comunicarse con sus homólogos locales, y los franceses se negaban altivamente a hablar o a reconocer otra lengua que no fuese la suya. Así, pues, Daphne, Dai y la mayoría de americanos y otros miembros de habla inglesa del Florilegio fueron acogidos cálidamente en los hogares ingleses; y Pemjean, LeVie, Rouleau y Domingo Simms eran frecuentes invitados de las familias francesas; y Carl Beck, Jörg Pfeifer, Willi Lothar y también Domingo entablaron amistad con los alemanes. El políglota Florian, como es natural, estaba a sus anchas con todos y cada uno de estos extranjeros.

—Es una lástima que el capitán Hotspur ya no esté con nosotros —dijo—. A Ignatz le habría encantado conocer a los holandeses locales. Y tengo entendido que existe incluso una comunidad gitana en una de las islas más alejadas. A la vieja Mag le habría gustado conocer a sus miembros.

Clover Lee solía acompañar a sus colegas en las visitas a familias inglesas y francesas, pero, como siempre, le interesaba más conocer a la aristocracia local. Como dijo a Florian:

—Una de cada tres residencias de esta ciudad es el palacio de un duque, príncipe o conde. Y me imagino que esos hombres de nuestro público que me devoran a través de los monóculos ocultos en los puños de sus bastones también deben de ser nobles. Tenga, Florian —le alargó un periódico de Piter— mire a ver si hay algún anuncio romántico al que pueda contestar.

Florian recorrió las columnas de densa escritura cirílica y denegó con la cabeza.

—No a menos que quieras un empleo de niñera o institutriz. Es extraño… casi todos especifican institutrices inglesas o escocesas. Y, Dios santo, qué lista más larga de curanderos ofreciéndose a curar, ejem, ciertas dolencias. «Doctor Vasiliev, especialista en la scabies grossa…» «El doctor Aksakov cura enfermedades íntimas…» «Doctor Chernyshvesky, discreta entrada lateral al consultorio del pasaje…» «Doctor Trediakovsky para los que sufren la enfermedad del coronel…» ¡Por todos los santos, la enfermedad del coronel!

—Todos se refieren a la sífilis, ¿verdad? —preguntó con franqueza Clover Lee—. ¿Acaso es una plaga aquí? Nunca hemos visto estos anuncios en ninguna parte.

—Dudo de que las… hum… enfermedades íntimas estén más extendidas aquí —dijo Florian—. Sólo ocurre que los rusos son un poco menos hipócritas a la hora de mencionarlas. Y está claro que confían más en los charlatanes. De todos modos, Clover Lee, siento decepcionarte, pero ningún noble o miembro de la realeza solicita consorte.

—¡Maldita sea! ¿Cuándo va a dejar que Zachary presente esa carta suya para obtener una invitación a la corte?

—Ya he discutido este punto con él, pero aún no hemos decidido nada. Si en efecto la carta significa una función especial, yo preferiría esperar a que la corte abandone la ciudad para trasladarse a uno de los palacios de verano del zar. Por otro lado, ahora es la temporada de todos los bailes, galas y recepciones de la corte.

—Entonces deje que Zachary presente en seguida la carta —instó ella—. Preferiría tratar a los ricos que hacer piruetas a caballo delante de ellos.

—Ya veremos, ya veremos. De momento hay que esperar a que toda la compañía se haya recuperado de nuestra reciente indisposición.

La única que seguía indispuesta era Lunes Simms. Aún faltaba a alguna función, alegando retortijones, y cuando subía a la cuerda floja se limitaba a ejecutar con apatía el número del deshollinador. Edge le preguntó por qué no consultaba a otro médico en vez de fiarse del facultativo del hotel, pero al oír esto Lunes le miró con recelo y contestó que no, que pronto estaría bien. Sin embargo, cuando al cabo de unos días no parecía mejorar, Edge habló con Florian y llamaron a Pemjean al despacho.

—El director ecuestre y yo estamos preocupados por tu joven dama, monsieur le Démon —dijo Florian—. La ha instado a visitar a un médico. ¿Sabes por qué se niega?

Pemjean fijó la vista en un punto del espacio, se retorció las manos, movió los pies como un niño sorprendido en una travesura y al final murmuró:

Oui, monsieur le gouverneur, sé por qué. Un médico sólo haría que confirmar su estado, y ella teme que usted lo desaprobaría… y quizá la despediría del cirque. Entretanto, soy yo quien visita a un médico.

Edge le miró con perplejidad.

—¿Qué diablos significa esto? ¿Lunes se halla en un estado, pero eres tú quien va al médico?

Pemjean murmuró, casi inaudiblemente:

Il y a une polichinelle dans le tiroir.

—¿Hay un títere en el cajón? —repitió Edge, sin comprender. Pero Florian exclamó:

—¿Mademoiselle Cinderella está embarazada? Cómo, no puede tener más de dieciséis o diecisiete años.

Néanmoins… —murmuró Pemjean, compungido y avergonzado—. Le aseguro que he intentado convencerla de que es demasiado joven, de que sería mejor si… no me interpreten mal, messieurs, me considero un buen católico, pero en este caso…

Florian dijo, con acento un poco frío:

—Recomiendas lo que creo que se llama aborto terapéutico.

Eh bien, el doctor Aksakov está de acuerdo. Habla francés y le he hecho comprender la situación. Puede administrar ciertos fármacos o, si es necesario, emplear ciertos instrumentos.

—¿De modo que es por esto que tú, no ella, has consultado a este doctor… Aksakov? El nombre me resulta familiar.

—¿Por qué tanta historia? —dijo Edge—. Pese a su juventud, Lunes debería ser capaz de dar a luz sin problemas.

Mais oui. He oído decir que las hembras de su raza se reproducen como conejos desde la más temprana pubertad.

—Entonces ¿qué pasa? —preguntó Florian—. ¿Eres contrario a la paternidad? ¿O a cualquier vínculo que te ate? ¿O sólo a las molestias que representa? Debo decir que yo personalmente no estoy entusiasmado ante la perspectiva de que mi artista del alambre esté inactiva durante varios meses. Aun así, si Lunes quiere el niño…

Monsieurs, al abogar por un avortement, no estoy pensando en ella, ni en mí mismo, ni en el cirque. Tengo miedo por el niño. —Pemjean dejó de mover los pies, levantó los hombros, miró a Florian a los ojos y dijo—: He visitado al doctor Aksakov, y consultado a otros médicos dondequiera que nos deteníamos, mucho antes de saber que Lunes estaba enceinte. Quizá recuerden que cuando nos conocimos en aquel hospice d’aliénés de Viena, les dije que visitaba la clínica. Y es que padezco un caso muy persistente de le mal napolitaine. La chaude-pisse. La chtouille.

—La blenorragia —resumió Edge.

—Ahora recuerdo dónde vi el nombre de su doctor Aksakov —dijo Florian.

—Nunca se lo he confesado a Lunes —prosiguió Pemjean— porque una mujer puede tener la gonorrhée y no ser consciente de ello. Pero temo que si tiene el niño, éste puede nacer ciego o con otro defecto grave. El médico está de acuerdo en que es lo más probable y cree que lo mejor es provocar… un aborto.

Florian se atusó la rala barba blanca, meditó un minuto y luego dijo:

—Y yo también, aunque a regañadientes, ahora que conozco todas las circunstancias. Pero hay que decir la verdad a la chica sobre la necesidad de una acción tan drástica. —Pemjean dio un respingo, pero no protestó—. Y para que todos sepamos que ella comprende perfectamente la situación, se lo dirás en nuestra presencia.

Florian llamó a Banat y le envió a buscar a Lunes.

Ella acudió, un poco temerosa, pero no tanto como lo estaba Pemjean. Florian empezó, con voz suave:

—No hay necesidad de que sigas fingiéndote enferma, querida. Monsieur le Démon nos ha confesado que estás… ejem… esperando un niño. —Las mejillas morenas de Lunes se tiñeron de rosa por una mezcla de orgullo, timidez y confusión—. No obstante, ahora Monsieur le Démon tiene algo que confesarte a ti.

Con la voz entrecortada por el temor, tratando de evitar palabra francesas y encontrar las inglesas más sencillas, Pemjean hizo su abyecta confesión. Lunes sólo pareció confusa. Era evidente que no haba oído hablar nunca de gonorrea, ni siquiera de sus numerosos nombres en argot. Edge no dijo nada, pero pensó que la verdad sobre el despido de la compañía del Turco Terrible y el subsiguiente tratamiento por parte de Magpie Maggie Hag de la dolencia de Meli Vasilakis debió de guardarse muy en secreto si Lunes no había oído ningún chisme al respecto entre las mujeres. También era obvio que Lunes había ignorado siempre que la unión sexual pudiese tener otras consecuencias además del embarazo común y corriente, así que Florian se sumó a la explicación, usando palabras todavía más sencillas. Y entonces, cuando por fin lo comprendió —o por lo menos lo que ahora se exigía de ella—, Lunes explotó en invectivas contra los tres hombres, pero dirigiendo la peor andanada contra Pemjean. Llorando, temblando y hablando en pura jerga negra, como si jamás hubiese recibido la menor educación desde que abandonara Virginia, le gritó:

—¡Tú enfermo y saber que estar enfermo y joder conmigo sin importarte un bledo que yo ponerme enferma y ahora el niño también estar enfermo y ha de morirse! ¿Saber qué, francés? Eres un verdadero demonio, como dise siempre ese tipo del número de los perros. ¿Y saber otra cosa? ¡Eres un verdadero hijo de puta! Me arrepiento de haber jodío alguna vez contigo. John Fítz no haber hecho jamás algo tan ruin. No importarme que este bebé tenga que morirse porque yo no querer nada de ti. Y desirte otra cosa. Ese remolque en el que viajabas sigue siendo mío. ¡Ahorita mismo voy a botar todas tus cosas a la nieve y no volverás a entrar ni tampoco en mi habitasión del hotel! ¡Fuera de mi vista! ¡Espero que te quedes en la nieve hasta que se te caiga congelado ese maldito colgajo enfermo!

Y salió, haciendo tambalear el furgón rojo y dejando a los hombres casi sordos por el portazo. Los tres permanecieron en silencio un minuto. Entonces Florian carraspeó y dijo:

—Tres cosas más. Monsieur le Démon. Primera y principal, no confiaré a esa chica a ningún charlatán que se anuncie para conseguir clientela. Olvida lo de llevarla a tu doctor Aksakov. Pediré a que haga discretas averiguaciones y yo mismo la acompañaré cuando acuda al… tratamiento. Segunda, tanto si te reconcilias con Mademoiselle Cinderella como si buscas a una sustituta entre esta compañía, insisto (de hecho, te recomendaría que eligieras a una espectadora de las sillas) en que tomes precauciones profilácticas cuando te acuestes con ella. Seguramente conoces el empleo que hacen los franceses del baudruche como funda.

Oui —asintió Pemjean, compungido. Entonces, con un asomo de cierto humor, añadió—: Procedo de un pueblo de pescadores de la Picardie donde todos los hombres usaban pieles de anguila. Pero en nuestro pueblo nacían más bastardos que en cualquier otro de la costa. Nuestros hombres siempre se olvidaban de coser los agujeros de los ojos. —Soltó una risa forzada, pero nadie le imitó—. Excusez, monsieur. Ha dicho tres cosas.

—Sí. La tercera es ésta: hasta que hagas las paces con Mademoiselle Cinderella, si algún día las haces, te aconsejo que no andes nunca por debajo de su cuerda cuando ella esté arriba. También podrías poner a un eslovaco a vigilar a tus animales por si ella les clava erizos bajo la cola para enloquecerlos. Y cuando trabajes con ellos en la pista, procura saber dónde está ella.

Ma foi! —exclamó Pemjean, aturdido, y salió precipitadamente del furgón.

—Creo que yo también iré a dar un paseo —dijo Edge poniéndose el gran abrigo de tejón—. Me conviene un poco de aire puro.

Florian, que se había vuelto hacia sus libros de contabilidad, observó distraídamente:

—Está nevando. Ha estado nevando toda la tarde y no barrerán las calles hasta mañana. No te hundas en un banco de nieve si no quieres congelarte el colgajo.

Era después de la función nocturna, alrededor de medianoche, por lo que ya estaban apagadas las teas que flanqueaban la entrada al recinto del circo. Sin embargo, los treinta centímetros de nieve blanda brillaban con su propio pálido resplandor e iluminaban el camino. Caminando pesadamente, Edge vio, tras la cortina de grandes copos de nieve que caían inclinados por el viento, otra figura con abrigo de piel que había salido antes que él del recinto. Era un abrigo de martas de bosque, así que debía de ser una mujer, y andaba más despacio que él, entorpecida por los grandes chanclos de goma. Edge no tardó en alcanzarla y reconoció en ella a Domingo Simms. Cuando ésta vio quién estaba a su lado, le dirigió una sonrisa de bienvenida.

—¿Vas a una de tus visitas sociales a la comunidad extranjera? —preguntó él.

—No, sólo he salido a pasear —respondió ella—. Lo hago a menudo cuando quiero estar sola. Por lo menos cuando las noches son cálidas como la de hoy. No podemos estar muy por debajo del punto de congelación.

—¿No crees que podría ser peligroso? ¿Una muchacha bonita sola en la oscuridad de las calles?

—Nunca es oscuro del todo en la ciudad. Los peterburgueses se acuestan tarde, así que hay muchas luces. Y no creo que las calles estén demasiado llenas de ladrones y asesinos. De día he visto incluso al zar y la zarina paseando a pie por el Nevskiy Prospekt. Pasean como personas corrientes, sin escolta ni séquito, sólo con uno o dos de sus hijos y algunos servidores para que les lleven las compras que hacen por el camino.

—¿No me tomas el pelo? ¿Qué aspecto tienen unas personas tan encumbradas?

—Bueno, son encumbradas de estatura, desde luego. No gordas, pero altas. Nunca había visto una familia tan gigantesca. Todos son más altos y tienen los hombros más anchos que tú. Y el príncipt heredero, el joven Alexander, debe de medir un metro noventa.

—No es extraño que no necesiten escolta —dijo Edge.

—¿Y te has fijado —preguntó ella— en esos zapatos con suelas muy gruesas y tacones altos que llevan muchos hombres? Debe de ser porque la familia real es tan alta. Los hombres bajos deben de considerar su baja estatura como una desgracia.

—Sí —asintió Edge, divertido—. Pero esto no los hace parecer mas altos. Tienen aspecto de hombres bajos andando con zancos.

Ya habían salido del jardín de Táuride, y se encontraban en la calle Kirochnava, que iba de este a oeste. Él dijo:

—Sólo he salido a ver la ciudad de noche. Si deseas estar sola, podemos separarnos aquí.

—No, paseemos juntos. Si quieres. —Y añadió, un poco en broma—. Nunca me siento más sola que cuando estoy contigo. Así ambos se dirigieron al oeste, hacia el centro urbano, pero se quedaron en las calles interiores, sin acercarse a la gélida orilla del río. Incluso allí, entre los edificios, el viento constante del sudoeste los azotaba y blanqueaba de nieve la parte delantera de sus abrigos oscuros. El viento también impedía que se congelasen las aguas del canal, incluso a esta hora en que pocos barcos las surcaban, lanzándolas por encima de los bordes de piedra, y salpicando la nieve de las aceras con trozos de hielo que Edge y Domingo pisaban con un chasquido. Asimismo el viento hacía oscilar los postes de las farolas, de modo que las lámparas de gas se inclinaban, chirriaban y crujían, tocando en las calles silenciosas un concierto no discordante que todos los visitantes de San Petersburgo recordaban siempre más como el tema musical de las noches invernales de la ciudad. Mientras Domingo y Edge seguían andando en línea recta por la nieve ya blanda, ya crujiente, sus sombras los acompañaban como niños traviesos. Las farolas oscilantes apiñaban sus sombras muy cerca de sus pies o las alargaban y lanzaban hacia adelante, hacia atrás y hacia los lados en un baile continuo y vivaz.

Las calles y avenidas estaban vacías de gente y tráfico de vehículos, exceptuando al raro transeúnte solitario que no había salido, como Domingo y Edge, para disfrutar de la noche nevada y su aire tonificante como el vino blanco, sino que caminaba apresurado con la cabeza baja hacia algún refugio. Sin embargo, como había dicho Domingo, los peterburgueses no se acostaban temprano, así que, incluso donde las farolas estaban distanciadas entre sí, brillaban muchas luces en las ventanas de las residencias. Y había además otras luces. La altísima aguja del Almirantazgo era siempre visible delante de ellos porque de noche estaba iluminada por focos oxhídricos situados en el tejado del edificio. Su capa de oro refulgía y podían ver incluso la corona y el barco de la veleta dorada de la punta. La luz dorada de la aguja era reflejada por el hielo del Nevá hacia las nubes bajas, pintándolas de un tono naranja pálido, y ellas la reflejaban a su vez hacía abajo, y el manto de nieve de la ciudad la volvía a reflejar hacia arriba… de modo que todo el centro de Piter estaba bañado aquella noche por un resplandor apacible, feliz, romántico, casi mágicamente dorado.

Edge no pudo por menos que notar que aquella luz hacía aún más radiante la tez morena de Domingo y que centelleaba en los cristales de nieve aprisionados en sus largas pestañas. Entonces vio que también destellaba en un broche sujeto a la solapa de su abrigo y le dijo en broma:

—Uno de tus ricachones te ha regalado una joya.

Ella miró el broche y contestó:

—Me lo he comprado yo. Estos broches de fantasía están muy de moda aquí entre la gente pobre que no puede comprarse oro y joyas. —Lo desprendió y lo alargó a Edge. Sólo era acero, pero cortado en afiladas aristas y pulido hasta darle un brillo casi de plata de ley—. Se llaman diamantes Tula —añadió—. El nombre es humorístico y desdeñoso al mismo tiempo. Tula es una ciudad de fábricas de acero situada al sur de Moscú. La Sheffield de Rusia, supongo.

Edge la observó con admiración mientras le devolvía el broche.

—Dondequiera que te encuentres, pareces enterarte de todo respecto al lugar. Siempre estás aprendiendo, ¿verdad?

—Sí —respondió ella sin falsa modestia—. Me gusta sobre todo enterarme de las cosas poco conocidas de los lugares que visito. Ha sido una gran ayuda hablar con tantos residentes extranjeros. Por ejemplo —adoptó la voz autoritaria de una guía turística—, aquí tenemos la Escuela de Cantantes de la Corte y entramos en la grande y vacía plaza del Palacio, que tiene cuatrocientos metros de longitud y anchura.

—Dios mío, crucémosla corriendo —dijo Edge—. Creo que todo el viento se ha concentrado aquí. Casi no queda nieve sobre los adoquines.

Domingo no le hizo caso y continuó en tono pedante:

—Cualquier guía puede decirte que esa columna solitaria que hay en medio de la plaza vacía es la Columna de Alejandro, erigida para conmemorar la derrota de Napoleón, que está hecha de granito rojo finlandés, que es el monolito más alto del mundo construido por el hombre y que…

—Lo creo, lo creo. Vamos, niña, anda más de prisa.

—No me llames niña. —Luego dijo, pero ya no en tono de guía—. Todo esto puedes leerlo en un libro, pero yo puedo decirte algo muy gracioso sobre la Columna de Alejandro. —Rió—. Las ancianas tímidas no permiten a sus cocheros que se acerquen a ella. Están seguras de que una cosa tan alta y tan expuesta al viento se caerá algún día.

—Esto también lo creo —jadeó Edge, haciéndola correr ahora sí través de la ventosa plaza y conduciéndola bajo las altas arcadas del edificio del Estado Mayor hacia una calle lateral más protegida—. ¡Uf! Vaya, para ser una hija de los trópicos, pareces inmune al tiempo frío.

—¿Trópicos? Sabes tan bien como yo que Virginia puede ser igual de frío, ventoso y nevado en pleno invierno.

—Quería decir… —dijo él, pero se detuvo.

Había estado a punto de nombrar a África y Domingo lo sabía y sus ojos despidieron reflejos acerados como los de su diamante de Tula.

Así continuaron andando un rato, todavía de lado pero a cierta distancia el uno del otro. Domingo guardaba un silencio colérico malhumorado. Edge callaba, avergonzado y arrepentido, buscando en su mente un tema inocuo que pudiese abordar, y por fin pregunto:

—¿Cómo es que Lunes y tú sois tan diferentes?

—No lo somos —contestó ella, de mal talante—. Somos idénticas, las mismas medidas de pecho, cintura y cadera, la misma estatura, el mismo peso, incluso la misma piel clara.

—¡Oh, maldita sea, basta ya, Domingo! ¿Quieres que finja que eres blanca como una anglosajona? ¿Cuál de nosotros sería más tonto y ridículo, tú por quererlo o yo por fingirlo? ¿No preferirías gustarme por ser tal como eres?

Ella contestó con humildad:

—Mientras… te guste, no me importa el motivo.

—Bueno, pues cuando te he hablado de Lunes lo he hecho admirando lo que eres y lo que has conseguido ser. Me refiero a que hablas el inglés mejor que cualquier maestra de escuela y has trabajado con el mismo ahínco en otras lenguas y en todas las clases de educación. Y te… interesas por las cosas. A Lunes sólo le interesa Lunes.

Mientras pensaba en esto, Domingo se acercó un poco más a él.

—No sé en qué consiste la diferencia. Las tres hermanas nacimos dentro de la misma hora, pero yo salí primero. A veces me he preguntado si esta secuencia significa algo, incluso en familias en que los hijos se llevan años, y si el primogénito recibe más vigor, talento e intelecto mientras los demás los heredan en menor cantidad. Desde luego tal pareció ser el caso con nosotros los Simms. Lunes nació después de mí y no desea esforzarse, sólo esperar, como la otra Cenicienta, a que llegue el Hada Oportunidad y reconozca su gran valor y la haga rica o famosa o lo que esté esperando. Y la pobre Martes, la última en nacer… bueno, ya la recuerdas. No tenía nada de jugo, era casi invisible.

—Una secuencia. Es interesante tu teoría —observó Edge—. Pero según ella tú serías un mero accidente afortunado de la naturaleza y no tendrías ningún mérito por lo que has conseguido.

Domingo no hizo ningún comentario. Se había detenido para mirar a su alrededor y ahora se echó a reír.

—¿Sabes dónde estamos, Zachary? —Era un barrio donde todos los canales parecían encontrarse y comunicarse y las islas que había entre ellos tenían todas unos enormes y oscuros almacenes alternados con hileras de casas muy poco rusas, con aleros inclinados y curvados. Las calles eran tan estrechas que el viento era sólo un rumor sobre los tejados y allí abajo caía una nieve vertical y suave—. Esto es Nóvaya Gollándaya.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es eso?

—Nueva Holanda. La comunidad holandesa. Estamos más abajo del puente Nicolás. Pronto llegaremos al golfo.

—Entonces, será mejor que volvamos hacia el este —dijo Edge y enfilaron una calle en más o menos dicha dirección—. Tus amigos extranjeros te han enseñado muy bien su ciudad.

Da, sámiy poléznyi —contestó ella alegremente—. Lo cual significa «sí, muy útil». También me enseñan frases útiles en ruso. Incluso sé decir «ya lyublyú tebyá». —Como Edge no preguntó el significado, ella añadió con melancolía—: Pero no tengo a nadie a quien decirlo.

—Dime… —empezó Edge y titubeó.

—¿Sí? —le animó en seguida Domingo.

—¿Os hacéis muchas confidencias fraternales Lunes y tú?

Este barrio era más oscuro, al estar tan lejos de la dorada radiación del Almirantazgo, y no había faroles. Andaban por el centro de la calle desierta, orientándose por la pálida luminosidad de la propia nieve. Por esto Edge no vio la mirada de exasperación que le dirigió Domingo, quien suspiró y dijo:

—Antes sí, pero ahora casi nunca. Nos hemos apartado un poco. ¿Por qué? ¿Hay algo que deberíamos contarnos?

—No… no… ha sido una idea.

De modo que Lunes ni siquiera le había hablado de su embarazo, pensó Edge con cierto alivio. Era probable, pues, que no revelara el triste resultado del mismo.

Domingo continuó:

—Se abre una brecha cada vez más ancha entre las mujeres solteras y casadas, incluso aunque sean hermanas. Claro que Lunes no está lo que se dice casada, pero ahora lo está prácticamente con dos hombres a la vez. Y yo aún soy una solterona.

—Oh, por Dios, ¿a tu edad? Una solterona es una vieja reseca que lleva cofia y se sienta a hilar junto a la chimenea con una rueca. —Una perspectiva muy tentadora.

—Quizá aquí en Piter, donde puedes tratar a toda clase de gente, encontrarás al marido perfecto. Tal vez uno de esos prósperos directores ingleses con paraguas plegables.

En esta ocasión Edge vio la mirada de ella porque se habían detenido en un puente corto y arqueado que cruzaba un canal estrecho y al otro lado había una taberna cuyas ventanas muy iluminadas proyectaban alegres rayos de luz sobre la nieve hasta donde estaban Edge y Domingo, y también oyeron música de balalaika sel canto de fuertes voces masculinas.

—¿Sabes dónde estamos ahora? —preguntó Domingo.

—No tengo la menor idea.

—¿Puedes leer el letrero clavado sobre la puerta de la taberna? Edge aguzó la vista y respondió:

—No hay nada escrito. Sólo algo pintado que parecen unos labios rojos.

—Un acertijo, sí. El tabernero se llama Kissman y su taberna es muy frecuentada por los muchachos de la Escuela de Cadetes de la Armada. Está allí —señaló—. En parte por el nombre del propietario y el nombre de la taberna, y en parte porque los cadetes pasean por aquí con sus novias, este pequeño puente se llama Potselúy Mostík, puente de los Besos. —Hubo un largo silencio, hasta que ella añadió tímidamente—: ¿No deberíamos ayudar al puente a merece, su nombre?

Edge se apoyó en la barandilla y miró hacia el canal. Allí el agua al abrigo del viento, estaba cubierta con una delgada capa de hielo que sin duda se espesaba por minutos. «Más o menos como yo» pensó Edge. Entonces, de repente, por debajo del puente de los Besos se deslizó un barco cargado de nabos y remolachas, gobernado por un mujik solitario, y el hielo crujió y se partió a su paso.

Edge se volvió hacia Domingo, se inclinó y le rozó apenas los labios. Pero Domingo le echó rápidamente los brazos al cuello, se puso de puntillas, lo atrajo hacia sí y lo besó con ardor. Su falta de experiencia era conmovedora, pero sus labios suaves y el beso dulce, persistente y delicioso hicieron que Edge se preguntara por qué había resistido tanto tiempo. Sin embargo, en seguida se le ocurrieron muchas otras cosas. No apartó a Domingo cuando ésta acabó por fin de besarle y retrocedió un poco para decir sin aliento: «Ya lyublyú tebyá», pero le preguntó casi bruscamente:

—¿Significa esto lo que me imagino?

—Son las tres famosas palabritas. No son tan pequeñas en ruso, ¿verdad? Ya lyublyú tebyá.

—No son pequeñas en ninguna lengua, Domingo. De un modo o de otro, pueden alcanzar un gran tamaño, así que no me las digas. Te aprecio, sí. Siento un gran afecto por ti, pero podría ser tu padre, y tú, a pesar de tus modales, aspecto y conversación de adulta, eres todavía demasiado joven para saber lo que quieres.

—Zachary, ¿te he besado como si no supiera lo que significa? —Sus ojos eran grandes y brillaban de felicidad a la luz de la taberna de Kissman—. Durante un momento tú me has devuelto el beso como si también significara algo para ti.

—Calla. No se repetirá. Esta misma noche he visto cómo se pueden torcer las cosas para una chica que se precipita en ser mujer. Guárdate esas palabras, Domingo, y espera. Un día encontrarás a un pretendiente de edad más parecida a la tuya, más apropiado para ti en todos los aspectos, y entonces lo sabrás de verdad. Espera.

—Está bien —respondió ella, con calma—. Esperaré. —Ahora estaba de espaldas a la taberna, por lo que Edge no podía ver que sus ojos castaños seguían brillando, incluso sin la luz artificial—. Esperaré lo que haga falta.

—Estupendo. Este es el sentido común que admiro en ti.

Continuaron andando y Edge, para reparar su brusquedad, cogió de la mano a Domingo. Llevaba un guante de piel, así que Domingo la retiró al momento, se quitó el guante y volvió a poner la mano cálida en la de Edge. Caminaron así, cogidos de la mano, sin hablar pero compartiendo un silencio de compañerismo. Cruzaron otro canal y llegaron a otra espaciosa plaza y en ésta había mucha gente, pese a la hora avanzada, que agitaba antorchas y desplegaba una gran actividad.

—El mercado —dijo Domingo.

Casi todos eran campesinos, al parecer recién llegados del campo, toscamente vestidos con los informes abrigos largos y las informes botas de fieltro. Montaban tenderetes y puestos y los llenaban de balas de heno y cueros, cestas de hortalizas invernales y bandejas de pescado seco, ahumado y salado. Uno de los mujiks era el hombre de los nabos y remolachas que Edge había visto antes. Moviéndose vigilantes entre la multitud, había también numerosos gorodovóis uniformados que hacían girar sus porras con ostentación.

—Será mejor que nos alejemos pronto de aquí —dijo Domingo—. No es un buen lugar para entretenerse. Dicen que es el punto de reunión de los peores delincuentes: rufianes, ladrones y quizá incluso navajeros.

—Yo también he oído hablar de este lugar —contestó Edge—. En los tiempos anteriores a la liberación de los siervos por el zar era igual que los mercados de esclavos de nuestro Dixie. Aquí se podría vender un ternero por un par de rublos, pero un siervo corpulento llegaría a valer mil… más o menos el precio de un buen jornalero en nuestra patria.

—Me pregunto qué valdría una mulata joven —dijo Domingo. Era la primera vez que Edge la oía mencionar su color sin amargura en la voz. Volvió la cabeza para sonreírle—: ¿Habrías pujado por mí, Zachary?

—Lo dudo. —El rostro de ella se ensombreció—. Oh, no lo he dicho en este sentido. Verás, mi familia era pobre también. Nunca poseímos un esclavo. Poca gente lo poseía en las partes montañosas de Virginia. Y el resultado fue que nuestros muchachos del Blue Ridge lucharon en esa maldita guerra y murieron luchando por las familias ricas de las llanuras que tenían plantaciones y esclavos.

—Como los Furfew —murmuró Domingo—. ¿Sabes? Es extraño, pero apenas recuerdo haber sido esclava. Y me alegro de que tú no murieras, Zachary.

Ya habían pasado el mercado y caminaban por la ancha calle Sadóvaya, donde aún encontraron más gente paseando a aquella hora. Una veintena o más de mujeres —la mayoría jóvenes y bastante bonitas, aunque quizá con un exceso de colorete, vestidas con abrigos baratos de piel de lobo pero faldas multicolores debajo de ellos— empuñaban grandes escobas de ramas y barrían la nieve del adoquinado, vigiladas por media docena de aburridos gorodovóis.

—¡Dios mío! —exclamó Domingo—, no sabía que San Petersburgo tuviera unas barrenderas tan atractivas.

—No son barrenderas por vocación —explicó Edge—. Ahorran a la ciudad el coste de dichos empleados. Ya las he visto otras veces, a éstas u otras parecidas, durante mis paseos. Son… bueno, mujeres de la noche, si sabes lo que esto significa.

—Claro que lo sé. Pero las prostitutas no suelen hacer esto.

—Bueno, debe de haberlas detenido la policía por… ejem… abordar a hombres por la calle o incluso por pasear solas y dar la impresión de querer hacerlo. Recuérdalo, Domingo, cuando salgas a dar un paseo. Las encierran en la comisaría, luego las sacan al amanecer para barrer las calles como castigo y las sueltan.

—Pobres mujeres —dijo Domingo.

Edge comprendió de repente lo que acababa de decir.

¿Amanecer? Si están barriendo, casi debe de haber amanecido! —También se dio cuenta de que el aire estaba impregnado de un olor dulzón que se infiltraba por todo San Petersburgo a primera hora de la mañana: el aroma del pan caliente, recién cocido—. Dios mío, Domingo, hemos estado paseando y hablando toda la noche. ¿Cómo ha pasado el tiempo?

—Para mí, del mejor modo que podía pasar.

—Toda la noche, cuando podíamos estar en la cama.

—Bueno, no —dijo ella, con una expresión inescrutable—. Esto aún habría sido mejor.

—Pronto, pronto, niña. Sé que debes estar muy cansada y soñolienta. Ya estamos cerca del hotel. Si no desayunas, puedes dormir hasta la hora de comer. Te pido perdón por haberte mantenido levantada hasta estas horas. Supongo… supongo que gozaba demasiado de la noche para darme cuenta. Pero lo siento.

—No lo sientas, Zachary. Hagamos lo que hagamos, no quiero que te arrepientas nunca de ello.