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—Diablos, sí, me encantará tener un enano en el espectáculo —dúo Fitzfarris—. No me importa que su carácter sea odioso. Acabo de perder la mitad de mi número de serpientes y todo el de la Amazona y Fafnir.

—¿Le pasa algo a Meli? —preguntó Florian.

—No, a ella no. A esa pitón suya. Precisamente ahora que estamos en la ciudad más grande de las que hemos conocido, se le ocurre cambiar la piel.

—¿Y esto la incapacita para trabajar?

—Ya lo creo. Huele a mil demonios, Meli dice que es una atención común en las pitones, especialmente las viejas. No volverá a estar presentable hasta dentro de una semana o dos y me alegro de no compartir el remolque de los Vasilakis. Mientras tanto, Meli sólo podrá hacer el número de la medusa con las serpientes pequeñas. De modo que, sí, aceptaré todas las atracciones nuevas que pueda conseguirme.

—Y tú, Hacedor de Terremotos, ¿qué opinas de contratar al turco? —preguntó Florian a Yount—. Sólo has de decir que no y lo rechazaré.

—Bueno, director, mi primer impulso fue decir que no, pero no quiero rechazar algo que pueda mejorar nuestro espectáculo, y creo que un número de dos hombres forzudos lo mejoraría. Los dos podemos fingir una competición en la pista, a ver quién es el más fuerte, incluso hacer un combate de lucha libre. Si es un tipo quisquilloso, podemos turnarnos para ganar.

—¡No, eso no! —exclamó Fitzfarris, animándose. El combate será otro negocio como el juego del ratón. Aceptaré apuestas por el vencedor cada vez que luchéis. Sólo un tonto haría semejante apuesta, claro, pero siempre hay muchos tontos. Cuando haya tomado nota de todas las apuestas, Obie, os haré una señal, a ti y al nuevo forzudo, para que sepáis quién debe ganar.

—Aquí llega nuestro director ecuestre —dijo Florian—. También hemos de pedir su consentimiento.

Pero Florian preguntó primero a Edge sobre la visita al médico y el estado de salud de Autumn.

—La misma historia —mintió Edge—. Ha de seguir tomando esos polvos. No hay perspectivas de su pronta reincorporación al espectáculo, pero la doctora Krauss dice que no debe permanecer tan recluida. Por lo menos podrá ver el espectáculo siempre que lo desee.

—Ah, esto ya es algo. Nos sentiremos felices de tenerla entre nosotros aunque sea sólo como espectadora.

Florian habló entonces a Edge de la visita de la Schmied del Zirkus Ringfedel y la posibilidad de adquirir a dos artistas nuevas para la compañía.

Edge contestó que no tenía objeciones si nadie más se oponía y solamente observó:

—Obie, ahora veo que aún no eres todo un profesional, porque no tienes celos profesionales.

—Lo único que me daría celos —dijo Yount— sería que ese turco conquistara a más mujeres de las sillas que yo.

—En tal caso enviaré un mensajero a Schmied —decidió Florian—, pero no hasta mañana. Quizá así lograré que pase una mala noche. Edge realizó una rápida inspección del campamento, no encontró nada que requiriese su atención y volvió al remolque, donde halló a Magpie Maggie Hag haciendo compañía a Autumn.

—He confiado el veredicto a Maggie —dijo Autumn.

—Entonces, ¿por qué me has prohibido decirlo a Florian o a los demás?

—Porque no hay razón para hacer sufrir a nadie. Ojalá no sufrieras tú. Quizá tampoco es justo para Mag, pero se lo he dicho porque… hacia el fin tú… puedes necesitarla. Entretanto, quiero que pongas buena cara y yo… —Hizo un esfuerzo para bromear—. Como nadie podría decir si mi cara es valiente o no, la mantendré cubierta por el velo.

—No todo lo bello tiene que ser bonito —gruñó la gitana.

—Eres un encanto por decir esto, Mag.

—Yo nunca fui bonita, así que no siento amargura porque no lo soy de vieja. Sólo las mujeres que fueron hermosas se enfadan y agrian cuando su belleza desaparece. Tú tienes más suerte que ellas. Morirás joven y encantadora, no vieja y mezquina.

—Vaya, ¡que me jodan si veo alguna suerte en esto! —exclamó Edge—. Y por mucha filosofía de carpa…

—¡Qué vergüenza, Zachary! —amonestó Autumn—. Debes una disculpa a Mag. Sabes muy bien que nunca ha engañado a ninguno de nosotros. Y cuando vuelvas a pensar con claridad, tendrás que admitir que tú y yo hemos tenido una suerte maravillosa. Nos ha dado más de un año juntos y todo lo sucedido ha sido bueno. En parte porque compartíamos esas experiencias juntos por primera vez, nada ha sido repetitivo ni monótono. Ninguno de los dos se ha cansado o perdido su atractivo. Y ahora… ahora seguiremos disfrutando de las cosas, quizá todavía más, porque sabremos que nos ocurren por última vez.

Edge contuvo su impulso de patearlo y destrozarlo todo y murmuró:

—Sí, está bien. Te pido perdón, madame Hag.

A partir del día del estreno, el Florilegio tuvo tanto éxito de público en Munich como lo había tenido en Rosenheim y lo mismo ocurrió con el espectáculo del intermedio y todas las barracas de la avenida. Florian y Beck tendían a dar gran parte del mérito al órgano de vapor, que tocaba música alegre durante una hora antes del comienzo de cada función. En los amplios espacios abiertos del Englischer Garten podía sonar sin ensordecer ni molestar al populacho local, pero se oía hasta la, Marienplatz, en el centro de la ciudad, donde, como dijo Beck con orgullo, «ser música de Lorelei para los muniqueses».

Aunque el número de la Amazona y Fafhir había sido suspendido temporalmente, el furgón rojo recogía plata, cobre, billetes y algún que otro carolino o maximiliano de oro en tan grandes cantidades que Florian no dejaba de sonreír —su sonrisa se ensanchaba los días en que pagaba el salario a la compañía—, y todo el mundo sabía que se habían pagado con creces la ménagerie y otras adquisiciones recientes. De hecho, Florian animó a incurrir en más gastos durante las semanas de estancia en Munich. Goesle y Beck pusieron ruedas nuevas a los vehículos que las necesitaban y las decoraron todas con paneles «en forma de sol» hechos con la sierra de marquetería y pintados de vivos colores, y también ampliaron y mejoraron la iluminación de carburo de las funciones nocturnas.

Jules Rouleau asediaba continuamente a Carl Beck para que interrumpiera estas prosaicas tareas y elevara al aire su globo. Beck, sin embargo, señalaba con gran sensatez que el circo no necesitaba de momento ningún reclamo, que hinchar ahora el Saratoga requeriría más productos químicos y más tiempo que las veces precedentes —el frío, explicó, enrarecía el aire, por lo que haría falta más hidrógeno para elevar el globo— y que además, como Monsíeur Roulette advertiría fácilmente por sí mismo, el actual invierno muniqués era muy ventoso y por lo tanto muy poco seguro para viajar en globo.

Un día Florian dijo a Beck y Goesle:

—He pasado demasiado tiempo dirigiendo el Florilegio con el sombrero y los bolsillos del chaleco. Incluso los salvoconductos son ya demasiados para que pueda recordarlos todos. Necesito una oficina.

Así pues, Stitches y Bum-bum remodelaron el furgón rojo del museo y supervisaron el trabajo de reconstrucción de los eslovacos. Como el único ocupante permanente del furgón era el Auerhahn, redujeron la parte del museo a una jaula de alambre para el pájaro y convirtieron el extremo de la taquilla en una verdadera oficina sobre ruedas. La taquilla de Magpie Maggie Hag seguía en la parte posterior del furgón, pero ahora tenía a sus espaldas una habitación de buen tamaño con una ventana en cada lado, una mesa escritorio con lámpara de queroseno, una silla para la mesa y otra para cualquier visita de negocios y un archivador para los salvoconductos, los nuevos libros mayores y el creciente papeleo que el Florilegio empezaba a necesitar para su contabilidad y sus operaciones.

Durante todo este tiempo Edge hizo lo que Autumn le había pedido, ocultar su pena y cumplir fielmente con sus numerosas obligaciones. Como siempre era reacio a renunciar a la presencia de Autumn, la convenció para que asistiera al mayor número posible de representaciones y en un lugar donde pudiera observarla… aunque sólo fuese una figura con velo y anónima entre el público. No se reprodujo más la desagradable escena de Pavlo; éste, como había señalado Florian, era un hombre muy mejorado y comedido, o al menos reservaba su mal genio para sus seres queridos. En cualquier caso, ya no tenía prisa para abandonar la pista e incluso había añadido algo a su actuación: ponía a los tres perros cabezas de caballo en miniatura, hechas con cartón, y colas falsas para su entrada en el diminuto carro romano y entonces les hacía hacer ejercicios de dressage equino antes de quitarles el disfraz y empezar el número acostumbrado.

Los otros artistas también introducían, como siempre, refinamientos de sus actuaciones habituales y probaban números nuevos. Barnacle Bill había amaestrado hasta tal punto a los tigres Rajá, Rani y Siva, que al restallido de su látigo saltaban sobre unos pedestales de madera puestos en su jaula. Entonces entraba en el reducido espacio, gritaba «Hoch!» y ellos se sentaban sobre sus cuartos traseros, pateando en el aire.

—No es mucho, pero merece exhibirse —dijo a Edge—. Me ha costado bastante tiempo. Ahora espero enseñarlos a saltar de un pedestal a otro. Verás, cuando se tiene a un gato en un pedestal no hay tanto peligro de que se te eche encima, porque es una posición incómoda para saltar.

—Está bien, Abner. Pon a los tigres en la próxima función —contestó Edge, retrocediendo y pensando que el aliento de Mullenax era tal vez su mejor protección contra un ataque.

Los payasos introdujeron dos novedades en su número. Una consistía en que Alí Babá entraba en la pista montando el caballo enano, Rumpelstilzchen —lo cual siempre provocaba risas—, pero después el animal no hacía otra cosa que esperar con paciencia mientras Fünfünf y Zanni bromeaban acerca de él. La otra novedad era más activa y calculada para complacer a la conocida preferencia de los muniqueses por el humor grosero. Zanni y el pequeño Alí Babá se ponían grandes guantes de púgil y simulaban un combate ridículamente desigual, intercambiando innumerables puñetazos fingidos pero resonantes y concluyendo la lucha desplomándose «inconscientes» los dos a la vez, con la cabeza de uno contra el trasero del otro. Entonces Alí Babá levantaba de repente la cabeza, miraba horrorizado, se tapaba la nariz, agitaba la otra mano como para limpiar el aire y gritaba en alemán al orgulloso árbitro, Fünfünf:

—¡He ganado!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Zanni acaba de exhalar el último suspiro!

(Carcajadas, aplausos y pateos entre los muniqueses).

Incluso Autumn contribuía a la creciente variedad y calidad de las actuaciones circenses ayudando a Jörg Pfeifer en la instrucción funámbula de Lunes Simms. En los intervalos entre las funciones de tarde y noche Autumn se dirigía a la pista, donde ensayaban numerosos artistas y los eslovacos barrían la basura y enderezaban las graderías y las sillas para la función siguiente. Si alguna persona se extrañaba de que Autumn fuera siempre vestida de calle y cubierta con un velo tupido, su cortesía circense le impedía preguntar la razón e incluso referirse a la rareza.

Pfeifer ya tenía a Lunes trabajando muy arriba bajo la cúpula de la tienda y la chica estaba bien acostumbrada a la altura. Iba disfrazada de deshollinador, con leotardos negros, la cara tiznada y el cabello escondido bajo el sombrero de copa más viejo de Florian. En vez de pértiga llevaba un largo cepillo de chimeneas. Pfeifer, de pie en la plataforma de descanso, le gritaba las instrucciones —en general exhortaciones como «¡Más cola! ¡Saca la cola hacia afuera!»— porque su número, aunque requería precisión artística, era totalmente un número cómico, todo movimientos angulosos, tirones, sacudidas y tropiezos fingidos. Autumn no podía subir a la plataforma ni pretender inmiscuirse entre maestro y alumna, de modo que cuando quería hacer una sugerencia, llamaba a Pfeifer para que él la enviara por el aire a Lunes:

—Herr Pfeifer, ¿quiere pedir a miss Simms que haga una pausa después del deslizamiento del cangrejo y permanezca unos cuatro segundos perfectamente inmóvil antes de empezar el paso vacilante?

Pfeifer lo repitió y Lunes se detuvo, haciendo oscilar un poco el largo cepillo para mantener el equilibrio.

—Ahora, mientras está quieta —prosiguió Autumn—, ¿quiere decirle, Herr Pfeifer, que pasee la mirada en torno a la carpa, hacia todo el público?

Lunes obedeció con cuidado, aunque perpleja por la orden. Luego, al no haber más instrucciones, ejecutó el paso vacilante, las cabriolas y el resto de su actuación. Autumn explicó, cuando ella y Pfeifer hubieron bajado por la escalera de cuerda:

—Durante el momento de la pausa ¿has observado, Lunes, que todos los presentes te miraban? Herr Florian, el coronel Ramrod, incluso los eslovacos han dejado de trabajar para mirarte. No a Zanni y Alí Babá, que ensayan allí, ni a Barnacle Bill, que está en la jaula de los tigres. Te miraban a ti.

—Sí, lo he visto. ¿Por qué me ha hecho fijar?

—Acabas de aprender un truco sutil del arte dramático. Cuando todas las demás personas de una pista llena o de un escenario atestado están en febril movimiento, lo que cautiva la atención del público es la figura solitaria que mantiene una inmovilidad perfecta. Recuerda que siempre que lo desees puedes atraer así a un auditorio, mejor incluso que con un foco dirigido hacia ti.

Pfeifer asintió para confirmarlo.

—Esto puede marcar la diferencia entre un simple ejecutante y una auténtica estrella.

—Oh, yo no puedo ser eso —dijo Lunes—. Nadie sino miss Autumn puede ser estrella de la cuerda.

Autumn se inclinó, besó a Lunes en la mejilla a través del velo y dijo:

—Procura que me olviden.

Un día, cuando ya hacía tres semanas que el Florilegio actuaba en el Englischer Garten, dos remolques muy usados y deteriorados por la intemperie torcieron hacia el circo desde la avenida del parque. Unos minutos después Banat llevó a sus propietarios al furgón de la oficina, donde Florian discutía rutas futuras con Willi Lothar, y anunció a los recién llegados con la formalidad de un portero en un baile de gala:

—¡Shadid Sarkioglu, el Turco Terrible! ¡Samuel Reindorf, el Wimper!

—¡Ah, caballeros, bien venidos, bien venidos! —saludó Florian con efusión—. Hacen una pareja impresionante.

Era cierto porque al ser el turco tan alto y corpulento como el Hacedor de Terremotos, el Wimper parecía un insecto a su lado. Pero ellos dijeron, en voz alta y al mismo tiempo:

—¡Efendi, no somos una pareja! Hemos tomado el mismo camino, nada más.

—¡No me apareje con este enorme y apestoso Turco Terrible!

—Bueno, por lo menos los dos hablan inglés —dijo Florian—, lo cual es una agradable sorpresa.

—Tuve que aprender muchas lenguas —dijo Sarkioglu, torciendo su inmenso bigote negro—. Nadie habla türkçe fuera de Türkiye.

—Y yo aprendí muchas lenguas en mi infancia, gracias a mis muchos tutores —declaró Reindorf, acariciando su minúsculo bigote castaño—. Porque soy un estudioso por naturaleza.

—Un estudioso algo mayor de lo que me prometieron —dijo Florian, observándole—. Debí imaginar que Schmied también me mentiría acerca de esto. Dijo cien centímetros y estimo que debe medir ciento siete. Además, su bigote es falso. De no ser por sus cabellos ralos, podría pasar por un mocoso presumido del Kindergarten.

—¿Hay algo más que le disguste de mí? —preguntó entre dientes el enano.

—Sí —contestó Lothar—. Su nombre profesional. Carece de gracia, Herr Florian. No divierte ni tiene gancho.

—Estás en lo cierto, Willi. —Florian reflexionó y luego dijo—: Creo que en vez de Wimper le llamaremos… sí, el Pequeño Mayor Mínimo. Se entiende en la mayoría de lenguas.

—¿Sólo un mayor? Scheisse! Tom Pulgar es un general.

—Confórmese, Mínimo. Si el grado estuviera en proporción con la estatura, ni siquiera sería cabo.

—Ahora les diré lo que me disgusta a —silbó Mínimo—. Este circo se llama Confederado y esto significa rebeldes, nicht wahr? Pues bien, en este momento yo sería un rico terrateniente en mi país natal —se abstuvo de mencionar el país— de no haber sido por la insurrección del sesenta y tres, que invirtió el orden natural de la sociedad y me obligó a exiliarme. Por lo tanto, ¡no me gustan los rebeldes!

—No es un esclavo de plantación, sólo un empleado. —Florian abrió su nuevo fichero. Aquí está su contrato. ¿Quiere cogerlo y marcharse?

—No —respondió el enano en tono sombrío—. Necesito el sueldo. Estoy a su merced. Pero no espere que me guste.

—Jefe de personal Banat —dijo Florian—, enseña a nuestros nuevos colegas dónde aparcar sus remolques en el patio trasero. En cuanto se hayan instalado, preséntalos a nuestro director ecuestre. Entonces ven a buscarme. Shadid, Mínimo, querré verlos actuar.

Cuando se hubieron ido, Florian murmuró:

—Maldita sea, el enano es digno sucesor del último que tuvimos. O su reencarnación.

—El tipo grande parece decente —dijo Willi—. Los hombres corpulentos suelen serlo.

—Lo parece, sí, pero los Fedel no le hubieran dejado marchar si no tuviera algún defecto. Tendremos que esperar para saber cuál es.

—¡Cojones! —exclamó Yount en la carpa cuando Edge le llamó para presentarle a su colega—. Echa una mirada a sus pesas, balas de cañón y trampolín… ¡todo está niquelado! —También observó al turco, más alto que él gracias únicamente a su abundancia de ensortijados cabellos negros; el turco le devolvió la mirada con tranquilos ojos castaños y esbozó una sonrisa—. Diablos, Zack, será mejor que le preguntes si se dignará hacer de hombre forzudo conmigo.

—Pregúntaselo tú, Obie. Habla inglés tambien como tú.

—¡No! ¿De verdad?

—De verdad —dijo Shadid—. Me han dicho que tiene la idea de que compitamos en pruebas de fuerza. ¿Hablamos de ello?

Caminaron hacia el otro lado de la pista, conversando como viejos amigos. Edge se volvió hacia el otro recién llegado y preguntó afablemente:

—Y ahora dígame, ¿qué clase de número hace usted, Herr Reindorf?

—Es un insulto tener que pasar por una prueba y desde luego no lo haré dos veces. Florian ha dicho que deseaba verme actuar.

—Como guste —contestó Edge, ya sin afabilidad—. Banat ha ido a buscarlo. Puedo esperar.

Miró a Yount, que hacía rodar hasta la pista sus pesas de fabricación casera y sus balas de cañón de Stonewell, todas ellas semejantes a artefactos de la Edad de Piedra en comparación con el reluciente equipo del turco. A los dos hombres forzudos se sumó en aquel momento el pequeño Quincy Simms.

—¿Quién es ése? —preguntó el enano, mirando con asombro.

—El joven Alí Babá —respondió Edge—. Contorsionista, acróbata y aprendiz de payaso. Hace una escena cómica en el número del Hacedor de Terremotos. Intenta levantar una de esas pesas terriblemente pesadas y…

—Ese no es Alí Babá —dijo con desprecio el enano—, es un negro. —Se volvió y dirigió a Edge una mirada maliciosa—. Creía que los rebeldes habían linchado a todos sus negros.

—¿De veras, Mayor Mínimo? —preguntó Florian, que llegaba seguido de Fitzfarris—. Le presento a sir John, director de nuestras piezas pedagógicas. ¿Qué va usted a enseñarnos?

—¿Aquí en la pista? Nada. Soy un danseur. Tengo que juntar los talones y pisar fuerte. No puedo hacerlo sobre serrín y casca.

—Muy bien, pues cruzaremos la avenida hasta el anexo, en cuyo escenario actuará usted. ¿Qué baila exactamente, Mayor?

—Cualquier danza, cualquier baile de exhibición que pueda hacerse en solitario. Jiga, danza inglesa, flamenco, mazurca. Después de mi solo, hago una seña a la mujer más gorda que veo entre el público. Bailamos juntos y hago que parezca torpe, gorda, patosa, estúpida y vulgar.

—Sí, me imagino que puede. Sir John, el acordeonista será su acompañante, además del de Meli Banat, ve a buscarlo y dile que se presente en el anexo para un primer ensayo.

—Mayor —dijo Fitz—, su número parece muy cómico, pero…

—¿Cómico? ¡Yo hago arte!

—Oh, sí, claro, pero creo que podría mejorarlo un poco. ¿Y si después de haber ridiculizado a la espectadora hiciera algo realmente artístico con una bailarina profesional? Quizá una de nuestras bonitas muchachas del cuerpo de baile.

Mínimo frunció el entrecejo, gruñó para sus adentros y por fin dijo:

—No me gusta mucho abrazar a una muchacha bonita.

—¿No? —replicó Florian—. ¿Acaso preferiría a un bailarín?

Scheisse, ¡no! —exclamó con fiereza Mínimo—. No soy un maldito Schwule. Ustedes los jefes son tan duros de cabeza como de cuerpo. Lo que quiero decir es que yo haría un mal papel comparado con una chica bonita de tamaño normal que sepa bailar. Y esto no me gustaría.

—Comprendo —dijo Florian—. Bueno, vamos a verle bailar y luego ya lo discutiremos. Director ecuestre, ¿te importa que nos llevemos al Mayor unos minutos?

—En absoluto —contestó rotundamente Edge, que pasó la media hora siguiente observando a los dos hombres forzudos probar sus equipos respectivos y hablar sobre la alternación de sus demostraciones de fuerza y haciendo él también alguna sugerencia.

Cuando Florian volvió a la carpa, solo, Edge le dijo:

—Los hombres fuertes han establecido una rutina. Me gusta; a ver qué pensará usted. Obie, con sus instrumentos oxidados y viejos, será el bruto de las cavernas y Shadid, con sus brillantes aparatos, será un dandy moderno. Obie se golpeará el pecho y actuará como un salvaje, lleno de energía viril. Y Shadid, esto me ha sorprendido, no se opone a representar el papel de un tipo afectado y tímido, casi afeminado. Cuando Obie ya haya hecho pasar a Rayo por la tabla colocada sobre su pecho, el turco se acostará bajo la tabla para hacer lo mismo… pero llamará al pequeño Rumpelstilzchen para que pase ágilmente por encima de él.

—Esto es arte europeo —aprobó Florian— en comparación con el horror del hombre americano a parecer poco varonil. Creo que harán una buena pareja.

—Como es natural, al cabo de un rato Shadid resulta ser tan fuerte como el hombre de las cavernas. Rayo también camina por encima de su pecho y ambos hombres levantan las pesas y todo lo demás. Y terminarán con la victoria de uno de ellos sobre el otro. Uno levanta todos los pesos que puede y entonces el otro le levanta a él, con toda su carga. El vencedor será el que Fitz designe por señas.

—Muy bien, muy bien.

—¿Qué hay del Pequeño Gusano Mínimo? ¿Cómo es su número? —Florian se echó a reír.

—Es enormemente gracioso sin querer serlo y sin sospechar que lo es. Cuando adopta una postura de flamenco, y hace aquella mueca atormentada que todos los bailarines de flamenco parecen considerar esencial, y luego empieza a pisar con sus minúsculos pies y hacer chasquear sus diminutos dedos, es divertido incluso para un gato viejo como yo.

—¿Y la pareja femenina?

—Por fin accedió a bailar con ella cuando sir John sugirió a una chica del mismo tamaño de Mínimo. Nuestra Hija de la Noche, Sava Smodlaka. Ella está muy contenta de tener algo que hacer en el espectáculo complementario en vez de permanecer inactiva. Sir John está ensayando con ellos.

—Eso también suena bien. Si todos podemos abstenernos de pisotear a este pequeño gusano, diría que aprovecharemos al máximo los desechos del Ringfedel.

—Mínimo no será una mayor provocación al asesinato que Tim Trimm. Pero me pregunto por qué los Fedel dejaron marchar al turco. ¿No has descubierto nada aborrecible en él?

—Todavía no. Trabaja bien y parece muy complaciente. No he apreciado en él ningún lado malo.

El lado negativo de Shadid Sarkioglu no se puso de manifiesto hasta que fue a pasear por el patio trasero, entre los remolques y carromatos, presentándose amablemente a todos los artistas y ayudantes que encontraba. Y sólo mostró este lado malo a los Vasilakis. Meli lavaba la ropa y Spyros la escurría y colgaba a secar. Ambos llevaban batas viejas porque todos sus trajes estaban en el barreño. Shadid se acercó con una sonrisa que curvaba su monstruoso bigote además de sus labios y alargó una mano grande y peluda mientras decía su nombre.

Spyros dijo: «Kalispéra», se secó en la bata la mano mojada y la tendió para estrechar la del recién llegado.

Pero la sonrisa de Shadid se desvaneció, retiró con fuerza la mano y su rostro se oscureció casi tanto como sus pelos y bigote.

Helleni? —exclamó.

—Sí, nosotros grik —dijo Spyros, con la mano todavía tendida.

—¡Enemigos! ¡Exterminadores! —Como Spyros había hablado en una especie de inglés, Shadid empleó la misma lengua—. Sabed que soy un turco musulmán de Morea. Un turco a quien vosotros, revolucionarios infieles, no asesinasteis.

Ai, Kristos —gimió Meli.

Spyros explicó, conciliador:

—No, no. Es verdad, Turquía y Hellas, antiguas enemigas, pero nosotros no, amigo.

—¿Amigo? ¿Cómo te atreves, chiti? —Los ojos de Shadid enrojecieron y se agrandaron. Sacó una mano, agarró a Spyros por la pechera de la bata y lo levantó del suelo—. Un hombre heleno es sólo una cosa… ¡el enemigo a quien debe destruir el jihad! —Lanzó a Spyros contra el lado de su remolque, donde cayó al suelo, sin aliento. Meli estaba acurrucada junto al barreño cuando el furibundo turco dirigió hacia ella sus ojos inyectados en sangre—. La mujer helena es también sólo una cosa… ¡propiedad del vencedor del jihad, si el vencedor es misericordioso! —Se volvió de nuevo y apuntó con un dedo a Spyros, que se agarraba a la rueda del remolque para levantarse—. ¡Tú! ¡Quieto! ¡En presencia de un turco no debes estar nunca derecho! ¡Recuérdalo! —Y se alejó a grandes zancadas.

Cuando lo perdieron de vista, Meli ayudó a Spyros a levantarse y le dijo con urgencia en griego:

—Hemos de correr a contarlo a Kyvernitis Florian y exigir su protección.

Spyros meneó la cabeza, respiró hondo y respondió con voz ronca:

—No… no. —Y al cabo de un momento—: No lo ha visto nadie. No debemos fomentar la disensión.

¿Nosotros?

—Si el Kyvernitis ha contratado al turco, debe de necesitar al turco. Quizá más que a nosotros. Recuerda, esposa, que sólo nos contrató porque estábamos sin trabajo. ¿Le exigiremos ahora que escoja entre el turco y nosotros? No podemos permitirnos perder este empleo.

—¿Qué haremos, entonces?

—Debemos procurar por todos los medios que el turco no nos vea. Si no lo provocamos con nuestra presencia —suspiró— quizá no haya problemas.

—Quizá —dijo Meli, suspirando a su vez.

—Quizá… —osó murmurar Edge a Autumn cuando se acostaron aquella noche—, quizá la doctora Krauss se equivocó. Hablando como un profano, yo diría que la última media hora ha demostrado que estás tan sana como podría esperar estarlo cualquier mujer.

Autumn se rió.

—Un profano, sí, es lo que eres. —Y añadió con seriedad—: Bueno, estoy verdaderamente muy agradecida por conservar intacta esa función.

El remolque tenía las cortinas corridas y estaba oscuro, como siempre cuando se acostaban, para no poder verse mutuamente, y cuando hacían el amor, Edge observaba una regla tácita: no le acariciaba la cara ni el cabello. En todo lo demás prescindían de toda restricción o inhibición. Lo que Edge podía tocar de Autumn era tan perfecto, delicioso y excitante como siempre había sido su cuerpo y ella respondía con la misma pasión y felicidad de antes. Dijo ahora:

—Quizá el pensamiento de que podría ser la última vez aumenta nuestro deseo de una dicha mayor para ambos.

—Pero si la doctora se hubiese equivocado… piénsalo… podríamos continuar siendo felices para siempre. Ya sabes que una mujer médico es una rareza. Probablemente le costó mucho estudiar la carrera y tal vez no la terminó. Así que quizá cometió un error.

—Quizá —dijo Autumn con un suspiro.

A la mañana siguiente, y muy temprano, el remolque de los Vasilakis fue sacudido con la misma violencia como si lo empujara uno de los elefantes. Meli se incorporó con un pequeño grito y Spyros, que dormía en el lado exterior de la litera, se cayó al suelo. Profiriendo una maldición, asustado y confuso, se tambaleó por el suelo inclinado, abrió la puerta de par en par y asomó la cabeza con los cabellos en desorden.

El turco soltó la esquina del remolque que había estado zarandeando y dijo:

—Eh, griego. Debo ir a la ciudad a comprar unas cosas que necesito.

—¿Qué? —Spyros se restregó los ojos—. Pues ve. ¿Por qué nos despiertas para decírnoslo?

—No tengo dinero. Aún no he cobrado el sueldo. Dame dinero.

—¿Qué? No somos ricos, amigo. Pídelo a…

—Un amigo —dijo Shadid en tono amenazador— no se lo negaría a un amigo.

Su boca y su bigote sonreían y empezó a sacudir de nuevo el remolque.

—Por el amor de Dios, Spyros —susurró Meli desde su litera—, dáselo.

El remolque continuó moviéndose de un lado a otro y Spyros tuvo dificultades para abrir un baúl, encontrar la bolsa y extraer dos carolinos de oro de su exiguo contenido.

—Toma —dijo, aferrándose a la vacilante puerta—. Es todo lo que podemos darte.

Shadid soltó el remolque y cogió las monedas.

—Ya aprenderás, griego, cuánto puedes darme. —Y se alejó.

Una mañana Florian reunió a los artistas del espectáculo complementario: Fitzfarris, Spyros y sus espadas, Meli y su pitón ya recuperada, los dos Hijos de la Noche y el Pequeño Mayor Mínimo —todos menos la Princesa Egipcia y el Auerhahn que ponía huevos—, y los llevó a la ciudad para que los fotografiaran en el estudio Zimmer y así pudieran vender a los patanes bonitas cartes-de-visite. Mientras posaban, Florian fue a una imprenta y encargó carteles nuevos y nuevas páginas para insertar en los programas, a fin de incluir los muchos números y atracciones que habían sido añadidos al Florilegio.

Domingo, Lunes y Clover Lee obtuvieron por fin autorización de Florian para salir sin carabina con sus admiradores, siempre que fueran en grupo. Y como ninguno de los jóvenes resultó ser de linaje real o noble, Clover Lee se aseguró de que no ocurriera nada comprometedor en dichas salidas. De todos modos, los galanes sólo llevaron a las muchachas a diversiones castas como piezas teatrales, óperas y ballet en los grandes teatros de Munich. Y allí los jóvenes sufrían un perceptible desengaño porque las muchachas no hacían caso de ellos y sólo estaban atentas a las representaciones, murmurando continuamente entre sí observaciones como ésta: «Fíjate en ese pequeño ademán de la bailarina… yo podría hacerlo en mitad de la cuerda, cuando me apoyo en una sola mano», o: «¿Has visto a la heroína ir hasta el fondo del escenario antes de lanzar esa mirada al héroe? Un truco muy efectivo, tengo que recordarlo».

Una noche, durante la cena, Florian anunció a los artistas presentes:

—En este país todo el mes de diciembre e incluso parte de enero está dedicado a festividades religiosas. Hoy, por ejemplo, es la fiesta de Santa Bárbara y pasado mañana será la de San Nicolás. Sugiero que todos nosotros celebremos las Navidades con anticipación porque durante los doce últimos días navideños tradicionales tendremos el circo más lleno que nunca.

Así pues, los miembros de la compañía hicieron visitas aún más frecuentes a la ciudad, simplemente como turistas. Pasearon por las calles, contemplaron los tentadores escaparates y compraron cosas. Admiraron los adornos de los edificios públicos, banderas, cintas, velas y antorchas, los múltiples belenes y cuadros de niños disfrazados en escenas navideñas, los cantantes de villancicos en las esquinas y los trompetistas en las torres de las iglesias, acompañando a las campanas.

Durante todo el mes, el «profesor» del Florilegio tocó en el órgano de vapor un popurri de antiguos villancicos alemanes e himnos y lo hizo muy bien, aunque tal vez fue la primera vez en la historia que Noche de paz se oyó en siete kilómetros a la redonda. El 13 de diciembre, fiesta de Santa Lucía, el circo sólo ofreció la función de tarde porque Florian sabía que toda la población de Munich estaría en la calle aquella noche para ver, a los niños hacer el Lichterzug, así que la gente del circo también fue a verlos a la ciudad. Los niños, ataviados con sus mejores galas, llevaban en sus altos palos linternas de velas hechas con papel en forma de estrellas, cunas, copos de nieve o casas pequeñas. Cantando villancicos con voces tímidas pero dulces, recorrieron el centro de la ciudad hasta llegar al puente Maximiliano, donde desfilaron para lanzar una tras otra sus linternas encendidas al río Isar. Algunos adornos de papel se disolvieron y hundieron al instante, pero toda una flotilla sobrevivió y flotó río abajo, balanceándose y girando o navegando tranquilamente, como motas brillantes en la oscuridad.

La víspera de Navidad el circo no ofreció ninguna función porque aquel día todas las familias bávaras se quedaban en sus casas, adornaban el árbol navideño, cantaban villancicos, intercambiaban regalos y comían opíparamente. Florian reservó para aquella tarde dos espléndidos comedores del restaurante Eberlsbräu en la Torre Karls —uno para los artistas y otro para los ayudantes— y los invitó a un verdadero banquete. Edge y Autumn asistieron a la fiesta, pero se sentaron un poco aparte de los demás para que Autumn pudiera subirse el velo cada vez que tomaba un bocado o bebía un sorbo de vino.

A partir del día de Navidad y durante los doce días siguientes el Florilegio, tal como prometiera Florian, se llenó a rebosar e incluso la gente que no consiguió entradas permaneció en el recinto circense para derrochar dinero en las barracas y en el juego del ratón de Fitzfarris. Aquellos días, que serían los últimos del circo en Munich, Florian introdujo un cambio en el programa. Pfeifer y Autumn habían declarado que Lunes Simms ya estaba preparada para debutar en la cuerda floja, por lo que Florian decidió darle el codiciado número final del espectáculo. Como Pfeifer la había entrenado, no podía quejarse de que el número del espejo Lupino quedase relegado al penúltimo lugar, y Zanni tampoco protestó.

La única que podría haber sentido cierto resentimiento y envidia de su hermana era Domingo Simms, porque Florian eliminó su antiguo número del ascenso inclinado por considerarlo un «anticlímax» después del nuevo solo de Lunes. Como Domingo aún era una figura menor en el trapecio, ahora no tenía ningún número, excepto su función de acróbata de relleno. Sin embargo, no dejaba traslucir en su rostro ningún sentimiento poco fraternal mientras contemplaba al pequeño y andrajoso deshollinador hacer sus payasadas en la cuerda —al son de la apropiada música de La Cenicienta de Strauss— y oía al público aplaudir, vitorear y patear como no lo había hecho después de ninguna otra actuación.

Lunes, en la plataforma, se quitó el viejo sombrero de copa, dejando suelta su brillante cabellera, y saludó una y otra vez con una sonrisa radiante que destacaba en la cara sucia de hollín. Sólo los ojos más penetrantes habrían podido ver desde la pista que también se frotaba enérgicamente los muslos uno contra otro, extasiada por el doble efecto de las ruidosas aclamaciones y la fricción femoral.

Paprika, que estaba junto a Domingo, observó divertida:

—Ya está otra vez con el wichsen. —Domingo calló y siguió aplaudiendo con tanta fuerza como la multitud y los otros artistas—. No te preocupes, kedvesem —añadió Paprika—. Eclipsarás a tu hermana cuando estés preparada para participar de lleno en el trapecio.

—Si alguna vez tengo la oportunidad —gruñó Domingo.

—La tendrás cuando yo decida que estás lista para exhibir todas tus facultades. Lista para… cualquier cosa. —Domingo se volvió entonces y la miró larga y fijamente. Paprika correspondió con la misma mirada y preguntó, en tono muy profesional—: ¿Quizá después de la próxima elevación del globo?

Domingo la estudió un rato más y al final dijo:

—Quizá.

Cuando Lunes bajó de la plataforma, ruborizada y con ojos brillantes, Florian y Edge la esperaban para felicitarla por su magnífico debut y Edge le dio un inmenso ramo de flores.

—¡Ooh! —exclamó ella—. ¿De un pez gordo de las sillas?

—No —contestó Edge—, de alguien que realmente conoce y aprecia el buen funambulismo.

Lunes abrió el sobrecito clavado a los tallos, sacó la tarjeta y, cuando la hubo leído, sus ojos brillaron todavía más porque ahora estaban llenos de lágrimas. Dio la tarjeta a Florian, se puso de puntillas para besar a Edge en la mejilla y le dijo:

—Pásaselo de mi parte.

Entonces, cargada con las flores, salió bailando para ocupar su lugar en la gran cabalgata que se formaba alrededor de la pista.

Florian leyó la tarjeta en voz alta: «A mademoiselle Lunes. Haz que me olviden. No me olvides». Firmado: «Autumn». Y se volvió para que Edge no viera sus propios ojos humedecidos.

El día noveno o décimo de Navidad regresó de su avanzada el Chefpublizist Willi para informar de que había reservado terrenos en cada comunidad mediana en dirección nordeste, hasta Regensburg, y contratado a un equipo para que empezase a fijar carteles en Freising, la primera plaza de la ruta. Así que ahora Carl Beck, aunque seguía manteniendo que sería improbable elevar el globo antes de la primavera, accedió por fin a los ruegos de Rouleau de comprar en Munich todas las limaduras de hierro, el ácido y otros productos necesarios para el generador que seguramente no podrían encontrar en ciudades de menor tamaño.

La campiña estaba cubierta de nieve cuando la caravana del circo salió de Munich, pero los eficientes y meticulosos bávaros habían despejado todas las carreteras principales. Los artistas y ayudantes que debían conducir los vehículos iban envueltos en abrigos y mantas y todas las prendas calientes de que habían podido echar mano. Los que no tenían que viajar a la intemperie permanecían dentro de sus remolques la mayor parte del camino y mantenían encendidas las estufas, de modo que la caravana dejaba tras de sí flotando en el aire frío y azulado una estela de humo aún más azul. El camello hizo todo el viaje descalzo, sin quejarse, como habría hecho en su tierra natal. También los tres chinos despreciaron el calzado, como siempre, aunque tuvieran que pisar el suelo helado en alguna ocasión. Por su parte, Hannibal y el cuidador eslovaco del elefante se habían provisto de botas forradas de piel de cordero que ataron y sujetaron con hebillas a los grandes pies de los paquidermos. Un miembro de la compañía que no tenía que exponerse al viento y al frío era Autumn Auburn, pero insistió en viajar sentada en el pescante con Edge. Y era evidente que le gustaba ocupar aquel sitio, como si incluso un monótono desierto de nieve fuera digno de verse cuando probablemente se veía por última vez.

Como es natural, el paisaje no estaba totalmente vacío. Con frecuencia destacaba contra la nieve una familia de ciervos o se erguía en los campos blancos una iglesia multicolor con cúpulas en forma de bulbo o una gran abadía o las ruinas recortadas de un viejo castillo. Las ciudades donde se detuvo el circo, ya sólo para pernoctar, ya para montar la carpa y dar representaciones, eran medievales y pintorescas: casas con frontones y fachadas entramadas o de piedra y tejados inclinados con muchas ventanas de gablete. Las ciudades más pequeñas elegidas por Willi sólo servían para una estancia de una semana, pero Freising los obsequió con dos semanas muy provechosas y Landshut con tres. Sin embargo, Beck no consideró a ninguna de ellas digna del esfuerzo de elevar el Saratoga ni Rouleau lo sugirió siquiera.

Durante el resto de aquel invierno el Florilegio no sufrió ningún percance, infortunio o problema manifiesto, aunque ocurrieron algunos que pasaron inadvertidos. Shadid Sarkioglu continuó molestando a los griegos; disfrutaba en particular despertándolos temprano y de modo desagradable, haciendo tambalear su remolque y, cuando Spyros abría la puerta, exigiendo dinero.

—Pero ahora ya cobras tu sueldo —protestó Spyros cuando esto sucedió en Freising.

—Todo gastado y tengo que invitar a una hermosa dama de las sillas. Dame dinero.

Spyros obedeció y continuó obedeciendo. Su reiterada sumisión, sin embargo, no disminuía en absoluto la malicia y hostilidad del turco. Por la calle o en el recinto del circo, siempre que Shadid y los Vasilakis se encontraban, el primero gruñía —o, al cabo de un tiempo, bastaba con que los mirase con furia— para que Spyros y Meli se apresurasen a sentarse en algún sitio o arrodillarse o fingir que se ajustaban un zapato hasta que él había pasado. El turco se las arreglaba siempre para que todo esto ocurriera cuando no había ningún miembro de la compañía a la vista y los griegos se abstenían de mencionar esta persecución a Florian o a cualquier otro.

Otra circunstancia peculiar llegó en cambio a oídos del director ecuestre, Edge, quien, sin embargo, la descartó por trivial. El portero Aleksandr Banat acudió a él a quejarse —por lo que Edge pudo entender de su chapurreo en varios idiomas— de que el circo era robado por una epidemia de espectadores furtivos: niños que se escabullían sin comprar entradas.

—Esto es impropio de la escrupulosa honradez bávara —observó Edge—. Incluso sus hijos pequeños sorprenden por su honestidad.

—Casi en cada ciudad, en cada solar, después de cada función, lo veo, lo persigo pero nunca lo cazo.

—Los, querrás decir. Y sólo en las funciones de tarde, ¿eh?

Después de la función de tarde, Pana Edge. Siempre niño pequeño.

—Niños pequeños, Banat. En plural. Pero ¿después de la función? ¿Quieres decir que entran a hurtadillas, se ocultan en alguna parte y esperan la función nocturna?

Esto era demasiado para la comprensión de Banat, que se limitó a encogerse de hombros y repetir:

—Siempre viene niño pequeño. Lo veo, lo persigo y lo pierdo de vista.

—Bueno, en general son niños, casi nunca niñas. Cógelos si puedes, jefe, pero no te azotaremos si no lo haces.

Banat volvió a encogerse de hombros con impotencia y se alejó murmurando.