4

La primera vez que Florian encontró a Kostchei en el circo al día siguiente, le reprendió como había hecho con Brunilda por negarse a ir al Grand Hôtel como los otros miembros del circo.

—Maldita sea, Kostchei, o Shadid, tienes los mismos derechos que todos los demás artistas, y si el hotel te hace sentir incómodo de algún modo, los amenazaré con retirar a todos…

Ni mudí, gospodín —interrumpió Kostchei con toda la espontaneidad que le permitía su voz ahogada—. No es para proteger mi sensibilidad, sino sencillamente porque no deseo repugnar a toda esa gente elegante del…

Pero alguien le interrumpió. Él y Florian hablaban en ruso y no habían advertido la presencia de nadie a su alrededor. De repente Olga apareció sobre ellos, mirando fijamente a Kostchei y empujando a un lado a Florian, sin violencia pero con firmeza.

—¿Timoféi? —preguntó sin aliento, esperanzada y al mismo tiempo incrédula.

Oj, t’fu própast… —gruñó el hombre, apartando su horrible cara.

Es tu voz, aunque cambiada. ¡Eres Timoféi! —exclamó la giganta, sin dejar de mirarle. El hombre mutilado no dijo nada, pero dirigió una mirada suplicante a Florian. Éste no pudo ayudarle porque también estaba paralizado, con los ojos fijos—. No lo niegas —añadió la mujer, y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas—. Eres Timoféi Somov.

Niet —dijo él por fin, con la voz más ahogada que nunca—, era Timoféi Somov. Ahora soy Kostchei Byesmyértni, pues me mataron muchas veces y no me morí.

—Timoféi… Timoféi… —sollozó ella—. ¿Cómo te lo hiciste…? Por esto no has hablado nunca delante de mí. No fue un accidente con los osos, ¿verdad? ¿Quién te hizo esto?

—Yo me lo hice.

—¿Qué? Pero ¿cómo? ¿Qué ocurrió? —Se secó las lágrimas de las mejillas pero otras siguieron resbalando—. Yo sólo sabía que te habías ido… Esperé…

—Me fui para hacerme rico —respondió él con desesperación—. Y sólo conseguí esto.

Ella parpadeó:

—¿Para hacerte rico?

—Para ser digno de ti. Porque eras la princesa Raisa Vasiliyevich Yusupova y yo sólo era Timoféi Somov.

—Oh, querido mío —dijo ella en voz baja, abrazando su cuerpo contraído—. ¿Nunca lo adivinaste? ¿No lo sabes ahora? ¿Por qué crees que elegí el nombre de Somova?

Florian se alejó de puntillas sin hacer ruido.

Los otros artistas, aunque practicaban y ensayaban asiduamente todos los días hasta que se ponía el sol, aprovecharon sus noches libres para gozar de algunas de las diversiones disponibles en París. Aplazaron la simple admiración de monumentos y lugares turísticos y fueron a teatros, ballets y cabarets cuyas funciones nocturnas coincidirían con las del Florilegio cuando éste abriera sus puertas. Como no faltaba mucho tiempo para el día de la inauguración, asistían a dos o tres espectáculos todas las noches.

Varios artistas —y también algunos eslovacos— salieron juntos un par de veces para lo que Fitzfarris llamó «una juerga masculina». Su primera correría fue al café de un pasaje llamado el Alcázar para ver a «les deshabillées» hacer números con títulos como «El baño de Mimí» y «Fifí en su toilette». Si los hombres habían esperado ver bellas mujeres desnudas, quedaron defraudados. Las soubrettes eran bonitas, sin duda, pero el «desnudo» —por ejemplo, en el número llamado «Lulú se va a dormir»— consistía en que Lulú aparecía en el escenario totalmente vestida y luego se ponía un camisón de grandes dimensiones y opacidad y, acompañada por una música sugestiva, se iba quitando con aire provocativo las prendas que llevaba debajo, sin enseñar más carne que la de manos y cara.

Los juerguistas visitaron a continuación el café chantant Eldorado, que estaba en la otra margen, en Saint-Germain, donde una mujer llamada Thérèse cantaba canciones que, según había oído decir Fitzfarris, «hacían ruborizar incluso al sexo fuerte». Cantó, en efecto, Batifolez, mesdemoiselles! y los treinta seis obscenos versos de De la gargouille y una canción que había sido popular durante mucho tiempo e inocente al principio, C’est dans le nez que ça me chatouille, pero en la cual Thérèse había introducido nuevas interpretaciones. Ninguno de los miembros del circo dominaba lo bastante el francés para apreciar todas las maneras en que, según Thérèse, podían hacerle cosquillas «dans le nez», así que los escandalizó menos el número que el auditorio. Exceptuando a algunos camareros y a un fornido guardaespaldas apostado en la puerta, los miembros del circo eran los únicos hombres en el café El dorado. Todos los otros clientes eran mujeres, y mujeres vestidas con bastante severidad, aunque no parecían solteronas, pues casi todas fumaban y algunas fumaban cigarros.

Fitzfarris y compañía visitaron seguidamente el Bal Mabille, que anunciaba la indecente danza chahut importada de Argelia, más conocida ahora en el argot parisiense por «cantan». La música era muy ruidosa y los bailarines, de ambos sexos, saltaban con loco abandono y como si no tuvieran huesos y las danzarinas levantaban las piernas a una altura increíble pero, desmintiendo los rumores, llevaban pantalones fruncidos bajo las faldas.

Cuando los hombres salieron del Mabille, incluso los hermanos Jászi y los eslovacos convinieron con Fitzfarris en que todos los tableaux vivants ideados por éste para su anexo eran mucho más provocativos que todo lo que habían visto en París. Para mitigar su desengaño, entraron en un bar alegremente anunciado por el letrero como «AU RENDEZ-VOUS DES SPORTIFS», que resultó ser un antro de ínfima categoría, con sólo tazas de hojalata para beber y además encadenadas al mostrador de zinc para evitar que las robasen. Allí los hombres probaron ese otro traidor legado de Argelia, el ajenjo. De nuevo estuvieron de acuerdo: era como beber regaliz para la tos, aunque varios de ellos necesitaron ayuda para andar el resto del camino hasta el circo.

Las mujeres de la compañía asistieron a diversiones más refinadas: a escuchar a las dos mayores divas de la época —Adelina Patti en La Traviata y Christine Nilsson en Mefistófeles— y a ver a una joven actriz nueva pero muy aclamada, Sarah Bernhardt, en su interpretación de un trovador en la obra teatral de más éxito de la temporada, Le Passant.

Las mujeres descubrieron también muy pronto los Magasins du Printemps, de muchos pisos, modelo evidente de los almacenes Nagyáruhaz Párizsi que las había entusiasmado en Pest, porque el Printemps era un conjunto todavía más vasto de departamentos de tiendas bajo un solo techo. Se trataba del edificio comercial más espléndido de todo París; incluso el exterior era una fantasía de cúpulas, estatuas, cerámica esmaltada y dorados. Fue Clover Lee quien descubrió, no lejos del Printemps, los diversos passages de la ciudad. Antes de Haussmann éstos eran simples callejuelas angostas y servían casi exclusivamente de recipientes para cubos de basura, desperdicios y borrachos dormidos. En la actualidad estaban pavimentados con elegancia, cubiertos por bóvedas de cristal, iluminados por faroles de gas y flanqueados del principio al fin de elegantes joyerías, librerías de ediciones raras, galerías de arte, guanterías, modistos y tiendas similares.

Mientras tanto, Florian, Edge y Fitzfarris consiguieron zafarse de sus obligaciones en el recinto del circo para visitar los otros circos de París… y cerciorarse de que no representaban una competencia preocupante, ya que sus programas consistían principalmente en números ecuestres y de animales bastante mansos. Fitz informó de que el espectáculo de «Robin Hood» del Cirque d’Hiver era sólo una especie de mediocre imitación del Salvaje Oeste, con jinetes vestidos de verde como Merrie Men y agitando arcos largos mientras cabalgaban.

—Un público escaso, además —añadió—. Y todos de medio pelo, en los asientos más baratos, que por cierto eran sólo pequeños taburetes. Me alegro de no tener nada parecido. Cuando al público le disgusta un número, suelen lanzar los taburetes a la pista.

Las cosas no eran mejores en los otros lugares. Según contó Florian, la atracción principal del Cirque de l’Impératrice eran unos monos vestidos de amazona que hacían una quadrille a caballo y, en el Cirque du Prince Impérial, ocho caballos montados por monos disfrazados de jockeys. Edge dijo al volver del Cirque de l’Empereur que su número estelar y último consistía en una vieja cabra de corral haciendo acrobacias.

—Acrobacias bastante buenas —admitió—, pero si el emperador va a verlo algún día, será mejor que el dueño cambie el nombre de su establecimiento.

—Bueno —resumió Florian—, por lo visto somos el único circo auténtico de la ciudad en este momento. Por lo menos mientras el gran funámbulo Blondin o el todavía mayor trapecista Léotard no terminen sus giras por el extranjero y regresen a París. Si lo hacen, ofreceré más dinero que cualquier otro propietario de circo por sus servicios. Entretanto, caballeros, haremos un magnífico negocio. Desde que llegamos Gavrila está vendiendo entradas en el furgón rojo y las localidades de nuestras cuatro primeras funciones ya están agotadas.

De vez en cuando un miembro de la compañía protagonizaba una pequeña aventura durante sus visitas turísticas. El cimbalista de la banda, Gombocz Elemér, paseaba una noche después de una ardua jornada de ensayos por los alrededores de Notre-Dame, donde siempre pululaban los cantantes callejeros, organilleros, andadores sobre zancos y vendedores de comida, bebida, madonas de yeso, rosarios de cuentas de vidrio y cromos de la Ultima Cena. Un ciego tocaba un xilófono y lo hacía tan mal que su gorra puesta del revés sobre el arroyo sólo contenía las monedas de reclamo que había echado él mismo. Elemér pensó un momento y luego se colocó detrás del xilófono, cogió los macillos de las manos del hombre —provocando una débil protesta— y empezó a tocar tan frenéticamente fuerte y de forma tan melodiosa como tocaba siempre su címbalo.

Los transeúntes se detuvieron uno tras otro y miraron con curiosidad, sonriendo al ver al agitado Elemér y al hombre perplejo y aturdido con el letrero de «AVEUGLE» sobre el pecho. Mientras Elemér tocaba una versión muy alegre del Ave María, las monedas empezaron a caer en la gorra con casi tanta rapidez como los arpegios. Se congregó una multitud considerable mientras continuaba con algunos trozos de misas de Bach y Liszt, tocándolas a un ritmo más exuberante que reverente. Cuando la vieja gorra ya rebosaba de monedas, se interrumpió —bajo los aplausos y vítores de la multitud— y entregó la gorra y las macillas al ciego. La cara del mendigo expresó una gran alegría cuando sopesó sus ganancias. Entonces alargó la mano para detener a su benefactor y Elemér se paró para escuchar sus palabras de gratitud, pero todo lo que el ciego gimoteó fue:

M’sieu, ¿no me da nada por el préstamo de mi xilófono?

Aquella misma noche, Florian acompañó a Daphne y Clover Lee al estreno de un nuevo ballet. Se pusieron sus mejores galas y tomaron un fiacre para ir a la ópera de la rue le Peletier, en cuya fachada proclamaban todos los carteles: «¡Estreno de “COPPELIA” o La filie des yeux en émail!» Poco después de que se alzara el telón, en el escenario de una pintoresca plaza de pueblo, la bella y joven heroína Swanilda salió bailando por la puerta de una de las casas. Mientras giraba en un gracioso vals lento, Florian y Clover Lee se inclinaron hacia adelante, miraron y dijeron:

—¿No es…? ¿No la hemos visto antes?

—Sí, en efecto. Pero ¿dónde?

Daphne, perpleja, paseaba la mirada entre ellos y la bailarina.

—¡Roma! —exclamó Clover Lee.

—¡Sí! —asintió Florian—. Era la pequeña protegida del maestro de ballet que te dio lecciones.

—El maestro Ricci. Pero la chica tenía un nombre largo como mi brazo.

—Giuseppina Bozzacchi —dijo Daphne, consultando su programa.

—Eso es —contestó Clover Lee y añadió, con cierta envidia—: Y ahora mírala. Debutando como prima ballerina en el estreno de un nuevo ballet. En París.

—Lástima que no hayamos reconocido su nombre en los carteles —dijo Florian—. Le habríamos traído flores. Bueno, podemos ser su claque aunque, si no me equivoco, por lo que he visto de su danza, no necesitará que nadie anime a aplaudir al público. Y después podemos ir al camerino a felicitarla. Si se acuerda de nosotros…

—Pues claro que los recuerdo —dijo en francés la radiante Giuseppina cuando por fin lograron abrirse camino entre el gentío que iba a felicitarla—. Ustedes dos son probablemente las únicas personas de París que me vieron bailar un Capullo de verano.

—Entonces sólo eras una de tantas —dijo Florian, besándole la mano—, y ahora eres lo que vaticinó el signor Ricci, la prima di tutto, con una estrella en la puerta de tu camerino. Y con todo París a tus pies, a juzgar por la reacción del público. ¡Cielos, esas docenas de llamadas a escena y esas toneladas de flores lanzadas al escenario! Y todo esto a… ¿qué tierna edad?

Oh, là, monsieur! El año próximo cumpliré diecisiete años.

Hélàs, une ancienne! —exclamó Florian con burlona consternación—. No obstante, deseo y espero que, como la Taglioni, seguirás siendo première danseuse a los cuarenta y cinco años.

Para ser todavía una niña, Giuseppina tenía la percepción de una mujer. Clover Lee, por lo menos dos años mayor que ella, miraba las cestas y los ramos de flores que llenaban el camerino con una expresión nostálgica, como si la fama ya le hubiera pasado de largo.

—Robé algo de usted, mademoiselle —confesó la muchacha, ante el asombro de Clover Lee—. ¿Recuerda que el maestro Ricci me mandó asistir a esas funciones de circo? Pues bien, me fijé en especial en un fouetté que hizo de pie sobre el caballo. Tenía que hacerlo con el máximo cuidado para levantar siempre la pierna en la misma dirección que el trote del animal.

—Ejem… oui

—¿Y no me ha visto hacer el mismo movimiento esta noche, cuando Swanilda finge ser la muñeca mecánica que se despierta a la vida? Cuando el fabricante de juguetes hace bailar a Copelia, imito aquel movimiento concentrado de usted para expresar su precisión de relojería.

—Bueno… —dijo Clover Lee, alegre de nuevo—. Celebro que te sirva. Yo he añadido a mi propio número varios bailes populares a caballo. ¿Y puedo robar algunos de esos pasos cómicos que haces en el bolero español y el baile escocés de Copelia?

Mais certainement —dijo la muchacha, sonriendo—. Pour vos beaux yeux en émail de saphir.

Sin embargo, al día siguiente Clover Lee encontró una nueva razón para sentir envidia. Era la víspera del estreno del Florilegio y Edge sólo le permitió una breve sesión de práctica, de modo que Burbujas y ella misma tuvieron mucho tiempo para descansar. Clover Lee se bañó, se cambió de ropa y salió de paseo. Y mientras recorría los departamentos del Printemps y se entretenía en las arcadas del passage des Princes, oyó a la gente elogiar con frecuencia a «l’étonnante petite Giuseppina». Quizá esto contribuyó a su arrebato de aquella tarde, cuando el servicio habitualmente impecable del Grand Hôtel tuvo un fallo.

—¡Mira esto! —gimió, dirigiéndose a la modista Ioan—. Mis mejores y más nuevos leotardos y tutú. Eran rojos como el rubí cuando la camarera se los llevó para lavarlos ¡y ahora, mira, son de color rosa pálido!

Pierde. Estropeados —convino Ioan, meneando la cabeza—. No hay tiempo de hacer un traje nuevo para la función de mañana.

—Y yo quería llamar la atención general —sollozó Clover Lee y volvió a gritar—: ¡Rosas! Tan llamativos como el gorrito de un bebé.

—Un grave error. Quizá la lavandera ha usado eau de javelle.

—¡Diablos, tiene que haber usado lejía! No sólo se han descolorido sino encogido y se han vuelto transparentes. Los leotardos ya no me caben; no hay sitio ni para un sostén o un cache-sexe. Enseñaré todas las curvas, protuberancias y rendijas de mi cuerpo. Estoy segura de que ni siquiera ese tono rosa me hará parecer una niña de pecho.

—Pues alégrate de tener los pezones rosas y el vello pálido —dijo Ioan con sentido práctico. Pero quizá sea mejor que lleves otro traje.

—Ni hablar. Había planeado llevar éste para el estreno y lo llevaré. Si mañana me arrestan por indecencia, el maldito hotel puede pagar mi fianza.

Sin embargo, Clover Lee recobró su habitual buen humor aquella noche, cuando en compañía de Fitzfarris fue con otros americanos del Florilegio —Edge con Domingo y Rouleau con Lunes— a un último espectáculo muy especial antes del estreno del circo: el drama que se representaba desde hacía dos años y medio ante un teatro siempre lleno: La vie et la mort d’Abraham Lincoln. Pese a sus esfuerzos por comportarse bien, los americanos no pudieron por menos de reír entre dientes e incluso a carcajadas ante muchas escenas, y los demás espectadores se volvieron a mirarlos y silbaron para imponerles silencio. Lo que provocó más hilaridad —entre los americanos, no en el absorto resto del público— fue el tercer acto, en que el honrado Abe rechazó severamente a un joven que pidió la mano de su sobrina y el joven era Jean Wilkes Booth. Fueron necesarios cuatro actos más para que la indignación de Booth llegara a su punto álgido, momento en que —en el acto VII— se introdujo en el palco de monsieur le président y madame Lincoln (mientras veían El rey Lear), disparó contra su obstinado tío presidente y saltó del palco gritando: «Sic semper tyrannis!»

Mon dieu, ese trozo ha sido el único verídico de toda esta maldita farsa —dijo Rouleau cuando abandonaron el teatro, todavía riendo y siendo objeto de las miradas coléricas del público.

—Pues, diablos, para mí ha estropeado toda la obra —observó Edge—. Por lo menos podría haber gritado: «Sic semper avunculis».

—Joder —dijo Yount a Florian al día siguiente, cuando los primeros espectadores empezaron a llegar al recinto del circo—. La señorita Smodlaka debe de haber vendido todas las entradas a los nobles y peces gordos. —El público iba, en efecto, tan bien vestido como si se dirigiera a la carrera del Prix Lutéce de Longchamps y muchos llegaban en espléndidos carruajes particulares. Yount continuó—: Director, creo que sería mejor que enviara a hacer de lacayos tut sut.

—¿A hacer de lacayos qué?

Yount parecía orgulloso.

—Nunca pensé que hablaría una lengua desconocida para usted, director. He estudiado un poco por mi cuenta. Lo vi en el libro de francés de Domingo Simms. Tut sut. Significa muy de prisa. Inmediatamente.

—Ah, sí, claro. Estaba distraído. Y gracias, Monsieur Tremblemente-de-Terre, pero el jefe de personal Banat ya tiene instrucciones de ocuparse de los caballos y carruajes del público. Aprovecho para aplaudir tu ambición de mejorar. Y hablando de mejorar, ¿cómo sigue Mademoiselle Anguille?

—Creo que el descanso le ha hecho bien. Pronto podrá actuar en todas las funciones. Dice que ya ha ganduleado bastante.

—Estupendo. Pero vigílala. No permitas que abuse de sus fuerzas. El Florilegio no tenía aún una avenida de barracas en aquel recinto, pero el día del estreno atrajo a toda clase de vendedores y artistas callejeros: carretillas y estufas ambulantes que vendían cosas para comer y beber, dibujantes y cortadores de siluetas, organilleros, pirófagos, golfillos que bailaban mientras uno de ellos tocaba el birimbao y otros músicos con toda clase de instrumentos y grados de habilidad, incluyendo al xilofonista ciego de Elemér. Los músicos renunciaron pronto y se fueron, incapaces de competir con el estentóreo órgano de vapor. Goesle y Rouleau circularon entre los otros, seleccionando a los que permitirían quedarse. Indicaron a uno de los pirófagos más espectaculares que actuara junto a la marquesina de la puerta principal, donde el Griego Glotón había hecho en otro tiempo las veces de faro. Dejaron alinearse a ambos lados de la entrada a los vendedores de comidas y bebidas que parecían menos perjudiciales y de baratijas menos inútiles, pero echaron a todos los parásitos cuya presencia rebajaba el tono del establecimiento y a todos los simples mendigos cuya única contribución eran sus llagas y mutilaciones.

Edge también circulaba, vistiendo su uniforme de coronel Ramrod, pero lo hacía entre los clientes de pago. La mayoría de éstos ocupaban la espera hasta el inicio de la función inspeccionando —muchos a través de monóculos o lorgnons— a los animales de la ménagerie. Mientras observaba, Edge reflexionaba sobre la variedad de públicos ante los que había actuado el Florilegio: gentes de características raciales o nacionales muy diversas y modos de vestir, costumbres, lenguas y temperamentos totalmente distintos. Y siempre, exceptuando algunas pérdidas y adiciones a su compañía y equipo, el Florilegio había seguido siendo el mismo. Adondequiera que fuese llevaba consigo los familiares sonidos de la lona ondeante, el crujido de sogas y postes, el tintineo de hierros y arneses, el pesado rumor de las ruedas, el bufido o rugido de los animales; los familiares olores de estos animales, su comida y sus excrementos, los aromas del heno y la casca, la grasa del maquillaje y el sudor del trabajo duro, los fuertes olores de la pólvora quemada, los focos calientes y los productos químicos del generador del globo; las familiares vistas de chillonas banderas ondeando y las tiendas brillando al sol o resplandeciendo en la penumbra y la pista llena de acción y color o, después, vacía y dormida en sueños y recuerdos. Y siempre, por doquier, aquellas cosas pequeñas, las más minúsculas del circo, pero que eran inconfundiblemente el «circo», lanzando sus fingidos destellos para iluminar esta o aquella cara entre la multitud y salpicando con sus reflejos las caras de sus portadores… las lentejuelas, las lentejuelas…

«Somos una isla flotante —pensó Edge—. Echa anclas por un tiempo ante cualquier clase de costa y la ilumina brevemente con su luz de lentejuelas. Después se aleja flotando de lo apegado a la tierra, de lo vulgar, permaneciendo ella misma siempre insólita, sin que ningún encuentro logre difuminarla o cambiarla». Edge se sobresaltó de improviso, despertando de su ensueño cuando el órgano enmudeció y la banda entonó un bullicioso Fra Diavolo. Y el coronel Ramrod se encaminó hacia la puerta trasera de la carpa para participar en la gran cabalgata inicial.

Eran sólo las dos de la tarde y el interior de la gran carpa estaba sólo sombreada, no oscura, pero Florian había decretado que el bordillo de la pista, los postes centrales, la botavara y la cuerda floja estuvieran de nuevo cubiertos de velas, como habían hecho en Peterhof. «¡Esto es un estreno en París, muchachos, y merece el mismo espectáculo que una función especial para el zar!» Así pues, cuando Bum-bum dio la señal, Trueno salió al galope, con el coronel Ramrod blandiendo su sable de caballería, y Bum-bum acercó una cerilla a la mecha improvisada. Con un efecto de oleaje, las velas se convirtieron en líneas, círculos y arcos de diamantes luminosos mientras el resto de la compañía entraba desfilando en la pista. Aunque la oscuridad no fuese total, resultaba lo bastante espectacular para que la música triunfal de la banda no llegase a dominar los suspiros y exclamaciones de entusiasmo del público.

La gran cabalgata salió finalmente por la puerta trasera bajo una gran ovación y algunas de las artistas vestidas más someramente corrieron a los vestidores a ponerse batas, pero volvieron inmediatamente al patio. Incluso los que no actuarían hasta la segunda mitad del programa no se fueron, como de costumbre, a hacer la siesta o a pasar el rato de cualquier otro modo, sino que permanecieron cerca de la marquesina de la puerta trasera, escuchando ansiosamente la reacción del público a las primeras actuaciones. Lo mismo hicieron los peones, vestidos con monos negros, que solían esperar con impasibilidad la orden de mover accesorios, jaulas o aparatos. Y toda la gente del patio trasero se alegró al ver vibrar —casi ondear— la lona de la carpa bajo las repetidas y prolongadas explosiones de aplausos y gritos de «¡bis!, ¡bis!».

Cuando los caballos en libertad del «colonel Retouloir» entraron al trote y por orden numérico en la tienda al final de su actuación —seguidos por un clamor de voces—, Florian apareció detrás de ellos, ordenando a los eslovacos que los mezclaran e hicieran volver a la pista. Y los espectadores del patio oyeron más aplausos para los caballos cuando repitieron sus vueltas, idas y venidas y corcoveos para colocarse de nuevo según el número de sus mantas. Cuando todos hubieron ocupado su lugar, el colonel Retouloir saludó con ellos y apenas le quedó aliento para avisar con el silbato al artista siguiente.

—Soy yo —dijo Fünfünf y alguien gritó: «¡Rómpeles las costillas, cariblanco!» cuando entró dando volteretas para sostener su diálogo cómico con Florian y fue recibido con una cerrada ovación.

—Creo —dijo con cautela Emeraldina— que hacemos furor.

—¡Sí, zeñora! —exclamó Abdullah, todo él una sonrisa de marfil y ébano—. Escucha. El payaso ya hase reír a los patanes. ¡Este espectáculo durará musho tiempo!

Cuando Terry, Terrier y Terriest salieron saltando por la puerta trasera después de su número, Gavrila y Sava los hicieron saltar de nuevo a la pista para repetir la actuación. Siguió el número combinado del Hombre Forzudo y la klischnigg y, a juzgar por la acogida, podría haber continuado indefinidamente, pero el director ecuestre —en consideración a la fragilidad de Mademoiselle Anguille— le puso término con el silbato. Ella no dio, sin embargo, muestras de debilidad cuando salió saludando de la tienda. A continuación entró el elefante Brutus, conducido por Monsieur Tremblement-de-Terre, y éste sí que casi se tambaleaba, por lo que alguien le gritó roncamente desde el patio:

—¡Eh, Monsieur Temblón-de-las-Rodillas!

—¡Tú lo has dicho! —jadeó él con alegría—. La vieja Peggy… empezaba a parecer preocupada… porque el público la ha obligado a pasarme por encima… tantas veces. ¡Hurra! Y escucha, Agnete… ¡aún quieren que salgamos otra vez!

Ikke lunkent —dijo Mademoiselle Anguille, con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas, casi reverente—. A estos parisienses les gusta aún más nuestro espectáculo que a los otros públicos.

Mais pourquoi pas? —preguntó Monsieur Roulette, fingiendo un enorme bostezo.

Pero sir John Fitzfarris se entusiasmó sin recato:

—¡Coño! ¡Somos un éxito en París! ¡Nadie podrá llamarnos jamás un espectáculo de pacotilla!

Durante el número del trapecio, los curiosos del patio oyeron, además de aplausos y vítores, algo parecido a gritos de cólera y protestas y se preguntaron si pasaba algo malo. No obstante, cuando Maurice LeVie y Mademoiselle Papillon salieron finalmente bailando por la puerta trasera, él reía y ella rebosaba excitación:

—¡Tendríais que haberlo visto! Los patanes me han obligado a permanecer en el trapecio tanto rato que Maurice temía que me desmayara, así que ha salido tambaleándose como Pete Jenkins y todo el público se ha puesto en pie de un salto para lanzarle improperios. Cuando Zachary y los peones lo han perseguido y atrapado, un grupo de hombres corpulentos ha corrido en su ayuda desde las graderías. Maurice ha tenido que trepar a toda prisa por la cuerda de la botavara o lo habrían maltratado y sacado de la carpa.

—Pero entonces —añadió LeVie—, cuando me he arrancado los harapos, la gente se ha reído tanto de sí misma que habría pedido un bis… si hubiera sido posible una segunda sorpresa.

—Yo también habría tenido que repetir —dijo la pequeña Grillon, un poco nostálgica, después de su número en el Globe Enchanté—, pero una vez me he puesto en pie para saludar, ya no puedo desconcertar de nuevo al público.

En cambio, los espectadores animaban a la elaboración y repetición de todos los números susceptibles de ello, como confirmó Abdullah le hindou cuando salió de la carpa chorreando sudor.

—Me han obligao a continuar hasta que he hesho juegos malabares con casi too menos con nuestros dos elefantes. Y los hermanos Jászi han volteao hasta que los cabayos han disho basta. Los Jászi no se cansan nunca.

—Tenía miedo de que los parisienses encontrasen mi número aburrido —dijo Daphne, conocida ahora como Madame Patineuse—. Después de todo, los patines Plimpton y los velocípedos no son ninguna novedad aquí. Pero adoran el baile en patines, especialmente con el oso. Y también mis volteos en velocípedo con Obie. Creo que le habrían hecho repetir su zambullida en el estanque ardiendo si los eslovacos no hubiesen extinguido ya las llamas.

La muchedumbre pareció insaciable incluso durante el intermedio. Primero fue en tropel a un lado de la carpa donde varios peones empezaban a hinchar el Saratoga y se quedó haciendo comentarios admirativos, aunque el globo era sólo un montón de tela apenas ahuecado. Después se congregaron en torno a la tienda del anexo, donde sir John había colocado la tarima fuera porque la tienda ya no podía contener a todo el público y la hora era tan tardía que el espectáculo secundario ya no podía exhibirse por turnos. Cada monstruo o fenómeno fue vigorosamente aplaudido mientras sir John, con una retahíla de superlativos franceses aprendidos de memoria, presentaba al coq de bruyère y sus huevos milagrosos (ahora grabados con la Cruz de Lorena), a l’Enfant des Ombres albino y a la momificada princesse Egyptienne. Después Florian tuvo que traducir cuando el propio sir John y la ventrílocua mignonne Mademoiselle Mitaine se apartaron de su ensayada jerga francesa para pasar a insultos y réplicas en inglés.

Los artistas del espectáculo secundario también tuvieron que permanecer más tiempo en escena. La Méduse trabajó a sus serpientes hasta que quedaron desmayadas como cuerdas. Grillon y Rumpelstilzchen debieron prolongar aún más su actuación. Brunilda atravesó su nube de humo con una sonrisa auténtica, habiendo perdido al parecer hasta el último vestigio de su timidez, y se mostró sin vacilar torpe y ridícula en el duelo a espada con Grillon. Al final, cuando bajaba del estrado, tuvo que murmurar a Timoféi, que se disponía a subir a él:

—Borra esa sonrisa de tu rostro, querido, o no parecerás el horrible Kostchei l’Impérissable.

Le Démon Débonnaire abrió la segunda mitad del programa de la carpa haciendo ejecutar a Maximus, Raja, Rani, Siva, Kewwy-dee, Kewwy-dah, Brutus y César todos los números que habían aprendido… y luego, a petición popular, tuvo que obligarlos a repetir todo el repertorio. Cuando por fin salió tambaleándose al patio trasero, seguido por los eslovacos con los animales enjaulados, dijo a los artistas:

Tiens, incluso he encendido dos veces los aros de los gatos.

Ahora, par Dieu, estamos todos, los animales y yo, más débiffé que débonnaire.

Mademoiselle Cendrillon tuvo que permanecer a instancias del público tanto rato en la cuerda floja que el gallardo deshollinador se vio en la necesidad de inventar allí mismo varios saltos, piruetas y posturas cómicas. Cuando, durante la actuación final de los payasos en el espejo de Lupino, los espectadores casi se cayeron de los asientos, retorciéndose de risa ante las bufonadas de Fünfünf y el Kesperle, los dos payasos se superaron a sí mismos al imitar sus imágenes respectivas en el espejo, haciendo cosas que no habían hecho nunca ni podían haber ensayado. Incluso el director ecuestre, mirándolos con incredulidad, tuvo que concluir que los payasos debían de leerse mutuamente el pensamiento.

La reacción del público a todas las actuaciones, tanto dentro como fuera de la carpa, había sido excitante y alentadora para los artistas y podría haber inspirado a cada uno de ellos la idea de que era la máxima estrella del circo. Sin embargo, todas aquellas aclamaciones se quedaron cortas en comparación con los aplausos y vítores ensordecedores que acompañaron el número de équestrienne de Clover Lee, que no ocupaba un lugar destacado en el programa sino que figuraba en la mitad de la segunda parte.

Cuando, en aquel punto, Florian anunció por el megáfono: «Et maintenant… la Procession des Nations!», Clover Lee entró al trote a lomos de Burbujas, apareciendo en esta ocasión por primera vez con un traje rojo, blanco y azul y el gorro frigio de la Liberté en la cabeza. «La belle France!» Los aplausos empezaron entonces y a tal volumen inicial que, cuando aumentó en cada una de sus transformaciones, los gritos de Florian fueron casi inaudibles —«Liesse de l’Ecosse!… Luxe de l’Espagne!»— mientras Clover Lee aparecía con gorra, capa y kilt escoceses y luego con traje de toreador e imitaba las danzas de Copelia lo mejor que podía hacerse en la grupa de un caballo al trote.

El entusiasmo del público alcanzó niveles de paroxismo masivo cuando —al grito de «l’équestrienne américaine, mademoiselle Clover Lee!»— se despojó del último disfraz y cabalgó vestida con sus reveladores leotardos rosas y brevísimo tutú. Sin embargo, no fue su semidesnudez lo que excitó tanto al público, porque le dio pocas ocasiones de mirar con fijeza. Los peones estaban preparados con las guirnaldas y ligas y ella se convirtió en una mancha rosa mientras saltaba, se lanzaba y daba saltos mortales. Cuando puso fin al número montando en pie alrededor de la pista, con la bandada de palomas siguiéndola, aleteando y revoloteando en torno a ella, Clover Lee, por una vez, no escuchó la ovación con las brazos alzados en forma de V. En vez de esto, dejó que un par de palomas se posaran en sus manos y usó sus alas en movimiento para cubrir los lugares de su cuerpo más conspicuos e indecorosos.

Fue en este momento, la única vez durante el espectáculo, cuando los espectadores sacaron las flores que llevaban —caras flores de invernadero en aquella época del año— y las lanzaron con tal profusión que cubrieron por completo el espacio exterior del bordillo de la pista. Mientras Clover Lee continuaba dando vueltas a la carpa, con las palomas posándose en sus hombros y cabellos brillantes y formando una capa a sus espaldas, las herraduras del caballo pisaban y aplastaban las flores, arrancando su esencia y añadiendo a los olores circenses que Edge catalogara antes en su mente un nuevo, penetrante y fragante perfume. El rostro de Clover Lee era ahora tan radiante como lo había sido el de Giuseppina cuando la llamaban a escena y abandonó todas sus pretensiones de modestia soltando las palomas y soplando besos al público con ambas manos.

—Coño, director —dijo Fitzfarris, gritando para hacerse oír sobre el tumulto—, pensaba reclutar a algunas bailarinas de cancán para nuestra obertura, pero parecerían monjas al lado de Clover Lee.

Florian meneó la cabeza y gritó a su vez:

—Ioan Petrescu me ha dicho que Clover Lee no tenía intención de exhibir sus encantos de modo tan flagrante. Y de todos modos, ya lo has visto, ha hecho lo posible para no explotarlos. No ha sido lascivia lo que ha provocado estas aclamaciones. Sencillamente, les gusta Clover Lee y su número y, por lo visto, más que ningún otro. Ya dije antes que nunca se sabe lo que va a entusiasmar al público francés.

Cuando terminó la gran cabalgata final, la mayoría de espectadores masculinos y no pocas mujeres se apresuraron a ir al anexo de sir John y todos intentaron ser los primeros en ver a la amazone Pucelle en las garras del dragón Fafnir. Las primeras decenas de patanes que llenaron la tienda obligaron a la doncella y la pitón a prolongar la escena de la violación casi como si se tratara de la escena de seducción de una ópera, hasta que la gente que esperaba en la cola emitió un clamor de impaciencia y la doncella tuvo que sucumbir a las exigencias de Fafnir con una rapidez poco propia de una virgen. Entretanto, en la carpa, los peones colocaban a toda prisa velas y mechas nuevas para repetir en la función nocturna el espectáculo de la iluminación en cadena. Y fuera ya empezaban a llegar los carruajes y carrozas de las personas que tenían entradas para dicha función.

Algunos de estos recién llegados —al igual que el público de la tarde— admiraron con exclamaciones al Saratoga. Aún no estaba del todo hinchado y tenía más forma de zanahoria que de pera, pero ya se mantenía erguido y la bolsa de rayas rojas y su góndola se parecían bastante a un signo de exclamación junto al bulto horizontal de la carpa rayada en verde. Florian recorría el recinto gritando por el megáfono que la elevación del globo de Monsieur Roulette tendría lugar muy pronto y que todos los espectadores que ya habían visto la función pero desearan quedarse a presenciar el acontecimiento podían hacerlo.

—Yo, por lo menos, me quedaré —dijo Nadar, apareciendo entre la multitud y cogiendo del brazo a Florian—. Espero que Jules no haya olvidado la invitación que me hizo.

—Estoy seguro de que no, monsieur. Dará un gran prestigio a esta ascensión si me permite anunciar que el aeronauta parisiense mundialmente famoso se encuentra a bordo.

—Por supuesto. Y mientras esperamos, monsieur Florian, ¿quiere reunir a sus sous-chefs y artistas principales? Algunos de mis amigos han asistido conmigo al estreno y ahora desean conocerlos a todos.

Florian fue a buscar a Edge, Beck y Fitzfarris y dijo a Nadar que los artistas se reunirían con ellos en cuanto se hubieran cambiado de ropa.

—¡Mais non, monsieur! —exclamó un anciano bajo que ahora estaba con Nadar—. Los otros, bien, pero ¡no la aphrodisiaque mademoiselle Clover Lee! Ella no debe llevar nunca otra clase de vestido. Debe ir siempre de rosa y con la misma generosa transparencia.

Nadar se echó a reír.

—El maître Auber aún es sensible a la belleza y aprecia lo afro…

Carl Beck profirió, sin ningún tacto:

—¿Auber? Mein Gott! ¡Creer que estar muerto!

—Lamento desengañar a quienes lo creen, monsieur.

Das ist… Querer decir… —murmuró Beck, intentando disimular la plancha—. De saber que estar vivo, no haber tocado su música sin su permiso.

—Todos deberíamos estar tan vivos como él a su edad —dijo Nadar—. Les diré, messieurs, que estuve hace poco en el estudio del maestro cuando ensayaba al piano con la hermosa soprano Bernardine Hamaker su música Le Philtre. Le dijo: «Didine, tú llevas la melodía, mientras yo sólo toco la parte de la mano izquierda». Y ella cantó mientras le vieux le metía la mano derecha bajo la falda. Y allí mismo la condujo hasta el orgasmo.

—Asombrosa, la concentración de esa mujer —dijo el anciano—. No falló una nota en todo el rato.

—Ni usted tampoco —dijo Nadar—. Les pregunto, messieurs, ¿qué opinan de este hombre? Todavía lubrique a la edad de ochenta y ocho años.

—No tengo ochenta y ocho —negó Auber con firmeza—. Tengo cuatro veces veintidós.

—Pero… ¿y la música? —persistió Beck—. ¿No objetar a que nosotros tocarla, Komponistmeister?

—En absoluto. He encontrado sus versiones muy… animadas. No tengo celos de mis imitadores, no. Algunos compositores los tienen, claro, y aquí está uno de ellos. Menos mal que no ha tocado usted su música. ¿Puedo presentarle a mi confrère, le maître Jacques Offenbach?

El maestro no parecía tan alegre como su música, pues su rostro era impasible. Inclinó muy poco la cabeza, como si temiera desplazar sus quevedos, ante cada uno de los hombres del circo. Cuando todos le hubieron expresado su placer por haberle conocido, él contestó sin mucha cordialidad:

—Debo decirles con franqueza, messieurs, que sólo estoy aquí porque Félix no dejaba de importunarme. Realmente… un circo americano… —No encontró las palabras e hizo un gesto de desagrado.

—¿Qué es lo que le disguta, monsieur Offenbach? —preguntó Edge—. ¿Los americanos o los circos?

—Ambos. Ya que lo pregunta, colonel Edge, se lo diré. Y antes de que me pregunte la razón, también se la diré. Dos americanos han robado una pieza de mi música, le han puesto abominables palabras inglesas y la han convertido en una vulgar canción de circo. Era el chef-motif de mi Papillon. Ahora es El temerario joven en el trapecio volante. Espero sinceramente que yo, y mis abogados, no les oiremos tocar esa maldita pieza.

—No la tocaremos, monsieur —le aseguró Edge y añadió una puñalada trapera—: su majestad imperial nos ha instado a no tocar absolutamente nada de usted.

Los quevedos de Offenbach cayeron al suelo.

—¡Ah, maître Auber! —llamó otro hombre, acercándose al grupo. Tenía aspecto distinguido, lucía en la corbata un alfiler de diamantes y llevaba un bastón con puño de platino—. Cuando oí decir la semana pasada que estaba indispuesto, le envié unas uvas de mi invernadero. Pensé que serían un alimento fácil para un viejo gourmand desdentado. Pero no he recibido ni una palabra de agradecimiento. ¿No le gustaron?

—No, James —gruñó Auber—. No me gusta el vino en píldoras.

—¡Ingrato! —exclamó, afectuoso, el recién llegado—. Está bien, enviaré una caja de mi mejor vino embotellado. —El hombre se dirigió a Florian—: Me han complacido tanto los exercices du cirque, monsieur le propriétaire, que le ruego acepte usted también una muestra del producto líquido de mis viñedos.

—Claro, monsieur —contestó Florian—. Siempre me complace conocer un buen vino.

—Sólo los buenos, ¿eh? Bien, la opinión general es que mi Château Laffite no produce un mal Médoc.

—¡Cielos…! —exclamó Florian.

—Permítame presentarle… —dijo Nadar— al barón James Rothschild.

—Es un honor —dijo Florian— para todos nosotros. Decir que su Lafite-Rothschild no es un mal Médoc es como declarar que el Arc de l’Etoile no es un mal cruce de tráfico.

Los otros artistas empezaron a llegar, solos o de dos en dos, vestidos para conocer a los visitantes con sus mejores trajes de calle, aunque fuese por breve tiempo, porque luego tenían que volver a ponerse los de pista. Estaban todos tan vibrantes y efervescentes después del enorme éxito del espectáculo que incluso el impasible Offenbach empezó a ablandarse. Auber se concentró inmediatamente en Clover Lee, la llevó aparte del grupo y le habló con mucha animación y grandes gesticulaciones, probablemente sobre el tema de su atuendo en la pista. Llegaron también otros conocidos de Nadar, incluyendo a un hombre bastante joven que llevaba un dibujo hecho durante la representación. Era un dibujo al carbón de Mademoiselle Cendrillon en la cuerda floja y ahora su creador miraba vacilante de Domingo a Lunes Simms, que estaban de lado. Al final se encogió de hombros, rió y dio la vuelta al dibujo para que lo vieran.

—¡Soy yo! —chilló Lunes.

Su hermana le silbó al oído:

C’est moi.

——Entonces es suyo, mademoiselle, con mis más sinceros saludos dijo el artista, entregándolo a Lunes con una profunda reverencia.

—¡Córcholis! —exclamó ella, abrumada—. Nunca había tenido un dibujo mío. —Guiñó los ojos para leer la firma—. Muchísimas gracias, m’sieu Door.

—Doré. Y tenga cuidado, mademoiselle, porque el carboncillo mancha tan fácilmente como su maquillaje de deshollinador. Si algún día está libre para visitar mi atelier —le entregó su tarjeta—, soplaré sobre el dibujo un poco de fixatif para conservarlo.

Nadar recreaba al grupo, ahora muy heterogéneo, con más chismes esotéricos en un lenguaje muy directo:

—¿Han visto a la condesa Walewska en las sillas? Me pregunto si ella ha visto algo. De la función, quiero decir. Cuando tiene en la cara esa expresión preocupada y se mantiene muy erguida con una mano en la espalda y oculta tras su capa o manguito, todo el mundo sabe que se está metiendo la jeringa en el trasero. La pobre señora empezó bebiendo elixir paregórico para aliviar sus problemas femeninos. Pero después necesitó láudano y al final se graduó en opio puro y Dios sabe qué más. Se resiste, sin embargo, a dejar que los pinchazos de aguja le desfiguren los brazos, así que toma las dosis por vía rectal y creo que consigue hacerlo muy discretamente en público.

Fitzfams conversaba con un joven que había sido presentado por Nadar, en un tono bastante socarrón, como «monsieur Renoir, que solía pintar abanicos y persianas y ahora pinta mujeres desnudas». Fitz decidió al parecer que éste era el hombre adecuado para consultar dónde podría contratar chicas de cancán para el circo, chicas un poco menos púdicas que las que había visto hasta la fecha.

—Inténtelo en el Folies Bergère, monsieur —contestó Renoir—. Es una revista de café nueva y por ello lucha para ganar clientes y notoriedad, así que obliga a sus soubrettes a enseñar, ejem, bastante más de lo que puede verse en otras partes. Como es natural, las chicas que contrata deben, ¿cómo decirlo?, carecer por completo de prejuicios. Y la paga es tan miserable que sin duda podría usted contratarlas sin incurrir en demasiado gasto.

—Miren —dijo alguien del grupo en tono de advertencia—, ahí viene Verlaine.

—Ah, el poeta nauseado —observó Nadar.

—Dios mío —murmuró Rothschild—. Borracho y desaliñado como de costumbre. Por favor, señoras y señores, permitan que me despida. Paul sólo querrá que le preste dinero y comparte la creencia chinade que cualquiera que salva la vida de otro está obligado a mantenerlo para siempre. Tome, Félix —el barón puso un fajo de billetes en la mano de Nadar—, sálvele usted esta vez. —Y se alejó.

Cuando el hombre, muy joven, se acercó al grupo arrastrando los pies, estaba en efecto un poco borracho; también era la persona peor vestida en el recinto del circo aquella tarde, hasta el punto de ir casi andrajoso. Nadar se limitó a presentarlo pronunciando de nuevo su nombre y en seguida empezó su descripción resumida:

—Como la obra de este poeta es impublicable en cualquier país civilizado…

Ne faites pas attention —dijo Verlaine con voz gangosa, sin dirigirse a nadie en particular—. Mi editor está en Bélgica.

—Tal como les he dicho. Por este motivo, el joven Paul tiene una profesión alternativa. Su reputación es ya tan pésima que no puede empeorar y la gente lo cree todo sobre él, por horrible que sea. De modo que ahora, cuando amenaza un escándalo y el buen nombre de un caballero está en entredicho, el caballero en cuestión sólo tiene que pagar a Paul una miseria para que cargue con la culpa y el oprobio.

—He compuesto otro poema —dijo Verlaine, hipando—. Si un caballero generoso entre los presentes hace entrega de una pequeña donación, no incluiré su nombre en él. —Adoptó una actitud teatral y empezó a recitar con monotonía:

Je suis foutu. Tu m’as vaincu.

Je n’aime plus que ton gros cu

tant baisé, léché…

—Dios mío —dijo Nadar—, toma. —Puso el dinero de Rothschild en la mano de Verlaine—. No escribas el nombre de nadie en tu poema.

—¡Ah! —exclamó el poeta, haciendo un ávido chasquido con los labios mientras empezaba a contar los billetes.

Rouleau se sumó de repente al grupo, vestido con sus mallas de acróbata verdes y amarillas y anunció con voz alegre:

—¡El Saratoga está listo para remontarse! Monsieur Nadar, ¿lo está usted?

—Por supuesto. Lléveme lejos de este ambiente sórdido.

Riendo, todos se dirigieron al lugar del lanzamiento y la multitud de espectadores se congregó a una distancia prudente. Florian pronunció un elocuente discurso, con muchas referencias elogiosas a los Montgolfier, inventores franceses del aerostato, y muchas felicitaciones a sus valientes sucesores, messieurs Roulette y Nadar. Los dos caballeros saludaron y escucharon muchos hurras entusiastas cuando subieron a la barquilla. Para esta ascensión, Bum-bum no había convocado a su banda pero él mismo ocupaba el lugar del profesor del órgano. Empezó a tocar Le Phénix tan de improviso y con tal estrépito que todos los miembros de la multitud sufrieron un sobresalto y el Saratoga también, cuando los peones soltaron sus amarras. Pero el Saratoga continuó ascendiendo, y mientras se elevaba sobre las sombras vespertinas del Bois entre los últimos rayos horizontales del sol poniente, pareció estallar en un resplandor bermellón y blanco todavía más brillante contra el cielo violeta, y los espectadores profirieron otro estentóreo hurra.

—Un lanzamiento perfecto, director —observó Goesle.

Todos hemos tenido un buen y auténtico lanzamiento en el día de hoy, Stitches —dijo Florian con el acento de un hombre colmado de felicidad.