12
La caravana del circo se hallaba todavía a un kilómetro de la península de Harper’s Ferry, subiendo por el camino que discurría entre las alturas de Bolívar y el río Shenandoah, cuando Florian, que iba en cabeza, vio lo que parecían ser las luces de la ciudad reflejadas en un cielo inexplicablemente claro para aquella hora, justo antes del amanecer. Se extrañó y luego tuvo un sobresalto cuando la luz se precipitó sobre él y se convirtió en una multitud de hombres que empuñaban antorchas, linternas, rifles, horcas y porras.
—¿Son ustedes los que han perdido a ese cocodrilo monstruoso? —gritó un hombre barbudo que encabezaba el gentío. Bola de Nieve, aterrado, se encabritó entre las varas—. ¡Por Dios que no lo dejaremos entrar en nuestra ciudad!
Todos los conductores de los vehículos que iban detrás tiraron de las riendas para evitar una colisión con los que los precedían, y en el interior de los carromatos se oyeron gritos y maldiciones de los miembros del circo, despertados bruscamente de su sueño por los frenazos. La muchedumbre se desparramó por ambos lados de la caravana, enfocando con sus antorchas y linternas las caras de los conductores, y todos los caballos dieron respingos, relincharon y se encabritaron, asustados. Fitzfarris dormitaba en el asiento de la carreta del globo, por lo que no frenó a tiempo su mulo, que se ladeó para sortear el vehículo de delante, hundiendo así las ruedas laterales de la carreta en la zanja que bordeaba el camino; la carreta se inclinó hacia el lado, pero Fitz sólo resbaló un poco en el asiento. En cambio, Mullenax, que dormía a pierna suelta sobre la cubierta de lona de la carreta, se despertó cuando la lona le envolvió, lanzándole al camino. Cayó de cuatro patas —entre las piernas de un numeroso grupo de hombres y a plena luz de sus antorchas—, guiñando su único ojo, deslumbrado, pero gruñendo como un animal. Fueran cuales fuesen las intenciones que animaban a los hombres, no las llevaron a cabo. En su lugar, retrocedieron, chocaron entre sí y gritaron en un clamor de voces:
—¡Dios Todopoderoso! ¡Mirad! ¡Está suelto! ¡Corred!
Y todos los hombres de aquel lado del camino saltaron la zanja, tiraron la mayor parte de sus armas y linternas y huyeron por el cementerio, que lindaba allí con el camino. Despierto de improviso entre un grupo de hombres hechos y derechos que gritaban y corrían asustados, Mullenax emitió un grito ronco, se levantó y echó a correr tras ellos, saltando la zanja y sorteando los túmulos y lápidas del cementerio. Aunque todavía estaba medio dormido y totalmente confuso, además de muy incómodo con la costra del Hombre Cocodrilo, corría a bastante velocidad. Algunos de los hombres que le precedían en su carrera volvieron la cabeza, palidecieron como fantasmas y gritaron:
—¡Dios mío! ¡Nos persigue! ¡Hemos de correr más!
Todos aceleraron el paso y Mullenax, reacio a volverse para ver qué los perseguía a todos, profirió otro gruñido ronco y corrió con más ímpetu. De sus brazos y piernas se iban desprendiendo capas de barro seco y engrudo para carteles, que caían sobre los rifles, horcas, antorchas, sombreros y tabaco a medio masticar.
Los hombres de Harper’s Ferry que estaban en el otro lado de la caravana cuando se inició todo esto, ahora permanecían con la boca abierta en la oscuridad, abandonados por la mitad de su grupo. La gente del circo también estaba inmóvil, escuchando las exclamaciones y los gritos aislados que cada vez sonaban más lejos por la ladera de la colina.
—Hijo de puta… —murmuró, perplejo, un ciudadano—. Cuando todos lleguen al río con esta rapidez, se dividirá como el mar Rojo.
—¡Escuche! —gruñó el hombre barbudo que había hablado primero, dirigiéndose a Florian—. Hemos intentado acorralar a ese monstruo. Si ahora mata o devora a cualquiera de nuestros convecinos, alguien pagará por ello. Y no me refiero solamente al monstruo.
—No se preocupe —contestó Florian, pensando muy de prisa—. Les agradecemos que lo hayan espantado; nosotros lo habíamos buscado en vano por el camino. Disponemos del único medio para amansarlo. ¡Abdullah!
Los ciudadanos se sobresaltaron al ver de repente al elefante a la luz de las antorchas.
—Coge a Brutus y persíguele —ordenó Florian, señalando hacia el río—. Trae al Hombre Cocodrilo… ejem, vivo o muerto —añadió para que le oyeran los hombres. Cuando el elefante penetró en el cementerio, derribando alegremente las lápidas, Florian sacó del bolsillo un puñado de entradas y empezó a repartirlas como si fueran cartas—. Ya no hay nada que temer, caballeros. Atraparemos al monstruo. Y si le capturamos vivo, pueden venir a verlo esta tarde, bien encadenado, por supuesto. Y ahora felicítense de no haber encontrado a esa criatura salvaje sin un elefante cerca para sujetarla.
—Dios mío, cada vez me parezco más a un cocodrilo —dijo Mullenax, malhumorado, goteando barro, lodo y algas, cuando Hannibal y el elefante le llevaron al solar donde la compañía ya empezaba a acampar—. Menos mal que me detuve al caer en la orilla del río. Los otros tipos se alejaron nadando. A estas horas ya deben de haber llegado a Chesapeake Bay.
—¿Por qué diablos perseguiste a esos pobres hombres, Abner? —preguntó Sarah, riendo.
—¡¿Perseguirlos?! Señora, me desperté y vi a todo el mundo corriendo como alma que lleva el diablo y gritando: «¡Está suelto!» Pensé que hablaban del león.
No fue de extrañar, después de haber regalado tantas entradas, que el Florilegio tuviera un lleno en la función de la tarde. Sin embargo, como muchos volvieron una y otra vez —sobre todo los hombres del comité de vigilancia, que quisieron ver de nuevo al Hombre Cocodrilo y a su domador, el elefante, y llevaron a sus familias, amigos y parientes más lejanos para enseñarles el monstruo y contarles la historia de terror de aquella noche—, el pabellón se llenó en cada una de las cuatro funciones que dio el circo en Harper’s Ferry.
Después del primer espectáculo del primer día, mientras todos los demás miembros de la compañía intentaban recuperar el sueño perdido, Florian fue a la ciudad en el carruaje. Cuando el circo se despertó, vio que había traído consigo a un caballero elegante que estaba colocando una cámara inmensa sobre un grueso trípode y añadiéndole una serie de accesorios.
—El señor Vickery es un artista fotográfico —le presentó Florian—, y ha venido a prepararnos algo para vender durante el intermedio. Madame Alp, ten la amabilidad de disfrazarte, por favor, y también las Pigmeas…
Así, pues, las Curiosidades y Anormalidades posaron para el artista: sir John Doe en un primer plano de su rostro, después el trío de Pigmeas Blancas, y a continuación Madame Alp en solitaria majestad —durante casi un minuto, intentando no moverse ni guiñar los ojos a la luz del sol poniente—, mientras el señor Vickery hacía girar botones, apretaba el fuelle, deslizaba placas de cristal dentro y fuera de la gran cámara oscura y quitaba y ponía la tapa del objetivo.
—¿Pa qué hacemos esto, si se pue saber? —preguntó Madame Alp a Florian.
—Para que ganes algo de dinero extra. No eres sólo una figura de cera como los objetos del carromato del museo. A la gente le gustará tener un recuerdo de ti. El señor Vickery volverá a su estudio y reproducirá no sólo una fotografía tuya, sino un centenar, en pequeñas tarjetas. Lo que en Europa se llama cartes de visite.
—Cartes de visite —repitió Domingo para sus adentros.
—Tú, las chicas y sir John venderéis estas tarjetas a los clientes del circo a cuatro centavos cada una. Cuando yo haya amortizado mi, ejem, considerable inversión, os podréis quedar con los cuatro centavos.
—Que me maten si doy a alguien un recuerdo mío disfrazado de cocodrilo —dijo Mullenax.
—No, Barnacle Bill —contestó Florian, sonriente—. Creo que ya has hecho bastante en favor del circo. Esta ciudad verá tu última interpretación como monstruo.
—Bueno, alabado sea el Señor.
La noche siguiente, mientras el capitán Hotspur desafiaba a la muerte y al tedio como domador de leones, Florian dijo a Fitzfarris:
—Durante el intermedio, puedes abreviar un poco la presentación del espectáculo secundario. Luego ponte la cara de viaje y cabalga directamente a nuestra próxima parada, Frederick City, que está a cuarenta kilómetros. Allí podrás dormir un poco y mañana tendrás todo el día para hacer tu trabajo de avanzadilla antes de que lleguemos nosotros por la noche.
—Muy bien. Todavía necesito la ayuda de Mag para la cara. Espero que esté de humor. Dice que esta noche no se encuentra muy bien.
—Vaya por Dios. Debe de pasar por una de sus fases de oráculo.
—Ah, ¿se trata de eso? Ha murmurado algo sobre la llegada de algo malo. Del otro lado del agua, si eso significa algo. De todos modos, saldré en seguida después del intermedio. ¿Alguna instrucción especial?
—La misma de siempre: despierta la máxima expectación. Pero esta vez nada en la línea de un monstruo suelto, por favor.
Al día siguiente, la caravana del circo cruzó el puente de pontones sobre el río Potomac y entró en el estado de Maryland. Habían convenido en que la compañía encontraría a Fitzfarris esperando cuando llegasen a Frederick City al atardecer, a fin de que los guiase hasta el campamento. Así, pues, Florian se sorprendió cuando vio a Fitz acercarse al trote al carruaje cuando aún estaban a diez kilómetros de la ciudad.
—He salido a vuestro encuentro —dijo Fitz, respirando con fuerza— porque tal vez se ha cumplido la premonición de Mag. Esta mañana he encargado a unos negros que pegaran nuestros carteles por toda la ciudad, y cuando he salido a admirar su trabajo, he visto que alguien había pegado otros carteles sobre los nuestros. Otro circo.
—Maldita sea —dijo Florian—. Y rompiendo nuestros anuncios, ¿verdad? Es un viejo truco. Supongo que debería halagarnos que alguien nos considere competidores. Pero me asombra que haya otro espectáculo trabajando en este territorio. ¿De quién es?
—Creo que de un yanqui, por el nombre —respondió Fitz, buscando dentro de su camisa—. Aquí está uno de sus carteles.
—El Titanic de Treisman —murmuró Florian al desdoblarlo—. Nunca he oído hablar de él y conozco a todos los importantes. Yo diría que se trata de algún parvenu tratando de introducirse. Es posible que haya oído hablar de nuestros llenos y decidido aprovecharse de nuestra buena suerte, haciéndonos la competencia el mismo día.
Alargó el cartel a Sarah y Clover Lee, que se habían apeado del carruaje, impulsadas por la curiosidad. Sarah le echó una ojeada y dijo:
—No son nadie, Florian. Yo esperaba encontrar a algún colega, pero aquí no hay nombres. Sólo los números: funámbulos maravillosos, payasos acróbatas…
—Esto demuestra que ni siquiera tenía artistas contratados cuando imprimió los carteles —dijo con desprecio Clover Lee—. Es un simple aficionado. Un profesional habría inventado algún nombre, por lo menos.
Pasó el cartel a Edge, que estaba sentado al lado de Florian, y Edge leyó en voz alta:
—«CIRCO TITANIC DE TREISMAN, Conjunto Omnium de Esplendor Realmente Asiático…» —Dejó resbalar la mirada hacia el final de la hoja—. Dice que montan la tienda en el Liberty Turnpike.
—He ido a mirar —dijo Fitzfarris— y aún no había nada. He encontrado una situación mucho mejor (en el mismo centro de la ciudad, un parque pequeño con un arroyo), pero su solar es más grande, si esto importa algo.
—A lo mejor es un farol —dijo Florian—. ¿No has encontrado a su heraldo?
—No. Debe de haber estado el tiempo justo para contratar a un grupo de carteleros y nada más.
—Bien. Aquí tienes un poco más de dinero, sir John. Vuelve, llévate una buena provisión de carteles, contrata a sus hombres además de los tuyos, rompe todos sus carteles y fija los nuestros.
Cuando Fitzfarris volvió a irse al trote hacia la ciudad y la caravana del circo reanudó la marcha, Edge dijo a Florian:
—No parece muy preocupado.
—Oh, esto es una vieja canción para cualquier empresario veterano. Conocí en un tiempo a dos espectáculos tan rivales, que durante toda una temporada se presentaron los mismos días en las mismas ciudades. A veces rebajaban los precios, otras, se cortaban mutuamente las cuerdas de las tiendas. Y a veces, si ninguno de los dos podía vencer al otro, uno de ellos compraba el espectáculo entero de su rival. Quizá es lo que va a ocurrir ahora.
—¡Vamos! —exclamó Edge—. Esto es una locura. No vendería nunca este espectáculo. Le hevisto trabajar con demasiado cariño y afán…
—¡Por Dios, claro que no! Quería decir que a lo mejor me quedo con el de Treisman.
—Esto es una locura aún mayor. He aprendido lo bastante sobre circo para saber que el dinero que tenemos no basta ni para comprar un elefante.
—Recuerda —dijo Florian—, si estás en un apuro… fanfarronea.
Al llegar a Frederick City los satisfizo ver que todos los carteles eran del Florilegio y encontraron a Fitzfarris esperándolos en el parque municipal. Se apresuraron a levantar la gran carpa y entonces Florian se cepilló con cuidado el sombrero nuevo de castor y la vieja levita, para quitarles el polvo del camino, y se dispuso a subir de nuevo al carruaje.
—Espere —dijo Edge—. Aquí hay muchos músculos y armas que puede llevar consigo. Y a mí. No me gustaría perderme esto.
—Sólo quería hacer una expedición preliminar. Pero tienes razón. Será mejor dar un espectáculo de solidaridad. ¿Quién quiere venir?
—Yo, Obie y todos los hombres, incluido Tiny Tim. ¿Qué otra cosa esperaba?
—No podemos dejar la tienda y las señoras sin protección. El enemigo podría llevar a cabo una incursión similar.
—Ignatz y Hannibal aún trabajan en la pista y, el primero quiere ensayar ejercicios sin silla con las chicas nuevas. Él y Hannibal son suficiente guarnición. Abner, trae tu carreta del globo. Nos instalaremos todos en ella, Florian, y seguiremos su carruaje.
Fitzfarris fue con Florian para dirigirle hacia el otro campamento. Ya había anochecido cuando llegaron allí, pero los hombres del otro circo aún estaban levantando la tienda, a la luz de linternas y antorchas. Ellos también tenían un único elefante para el trabajo pesado, pero el tamaño de su gran carpa era el doble de la del Florilegio y tenía dos postes centrales. Edge se fijó asimismo en que los hombres que la levantaban gritaban una variante del cántico de trabajo:
¡Arr, arr,
sac, tom,
rap, adel!
Aparte del tamaño de la tienda, el espectáculo del Titanic no era en modo alguno superior al de Florian, ni muy diferente. Igual que ante el Florilegio, aquí también se había congregado una multitud considerable de ciudadanos para contemplar la instalación de la tienda y por lo visto se habían acercado demasiado para el gusto de un miembro de la compañía, un hombre que podría haber sido dependiente de un colmado —con gafas y aspecto nervioso—, que agitaba las manos con intención de alejarlos. Florian se apeó de su carruaje, se aproximó al huraño individuo —que también quiso ahuyentarle a él— y le preguntó en voz alta, para hacerse oír por encima del ruido:
—¿He llegado sin advertirlo al muladar de la ciudad, señor, o podría ser esto lo que se anuncia como Trivial Tienda de Treisman? El dependiente replicó, tímido y estridente a la vez:
—¡Titanic… de Treisman! ¿Es usted sólo insensible, señor, o denigra a propósito mi digno…?
—¿Suyo, señor? —gritó Florian, con desdeñoso asombro—. ¿Es usted el propietario de este escuálido establecimiento?
El dependiente abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de pronunciar palabra, pero otras dos voces gritaron con acentos juveniles:
—¡Ese lenguaje! ¡Ese estilo! ¡Sólo podía ser Florian!
—¡Florian, amor! ¡Macushla!
Y dos mujeres de cabellos color naranja, extraordinariamente bonitas, irrumpieron de la oscuridad para abalanzarse sobre Florian en un afectuoso abrazo que incluyó muchos besos húmedos y sonoros.
—¡Florian! ¡Es realmente él!
—¡Cuánto tiempo ha pasado, kedvesem!
El dependiente Treisman los miraba con visible enojo. Florian, riendo, se desasió el tiempo suficiente para exclamar:
—¡Pimienta! ¡Paprika! ¡Mis picantes bellezas! ¡Qué sorpresa tan maravillosa!
—Pero, ¿qué haces aquí? —preguntó la que respondía al nombre de Paprika—. Urülék! No habrás venido a buscar trabajo en este montón de basura.
—No, no. Aún tengo mi propio espectáculo. Y el mío no es un montón de basura.
—¡Entonces es que buscas artistas! —gritó Paprika.
—¡Quizá has venido en busca de nosotras! —exclamó Pimienta.
—Bueno… —titubeó Florian.
La expresión enojada del dependiente se convirtió en una de alarma.
—Hemos lamentado tanto haberte dejado, Florian.
—Pero como no volvías al norte, pensamos que habías perecido en la guerra.
—No, todos hemos sobrevivido. Venid a ver a algunos viejos amigos… y a otros nuevos.
Las condujo hasta la carreta del globo, haciendo caso omiso de las muecas y débiles protestas del dependiente. Tim Trimm y Jules Rouleau saltaron inmediatamente de la carreta y tanto ellos como las mujeres corrieron a abrazarse.
—¡Paprika, perrita del Viszla!
—¡Jules, querida y vieja tía!
—¡Brady Russum, gnomo maligno! ¡Qué horror! No has crecido nada en absoluto.
—¡Y Pimienta, la lavandera irlandesa! ¿Todavía haces el poste? ¿Cuál de vosotras está encima estos días?
—Rufián, qué mal suena en tus labios.
Florian presentó a los otros hombres —Edge, Yount, Fitzfarris y Mullenax—, todos muy aturdidos por la aparición de mujeres hermosas y el tumulto de insultos y epítetos cariñosos.
—Estas cabezas de zanahoria, caballeros, son Pimienta y Paprika. En la vida civil, Rosalie Brigid Mayo, del condado del mismo nombre, y Cécile Makkai. O Makkai Cécile, como se la llamaría propiamente en Budapest, donde solían darle nombres impropios. Fui yo, yo mismo, caballeros, quien las trajo aquí para que bendijesen América con su belleza y travesura. Pimienta y Paprika son las mejores trapecistas del negocio. Supongo, queridas, que todavía trabajáis en el trapecio.
Paprika, la de ojos castaños, contestó:
—Pues, sí, porque este espectáculo tiene los aparatos necesarios.
Y Pim se cuelga cabeza abajo.
Pimienta, la de ojos verdes, dijo:
—Pero, dinos, ¿qué haces aquí, Florian? ¿Vuelves al norte?
—Voy al este, mavourneen. Zarpamos hacia Europa desde Baltimore.
—¡Europa! —exclamaron las dos, con brillo en los ojos castaños y verdes.
—¿De verdad vais allí? —preguntó Pimienta.
—¿Europa, igazán? —dijo Paprika.
—Europa, idenis —respondió Florian—. Siento que estéis comprometidas.
—Comprometidas, tal vez —dijo Pimienta, llena de excitación—, ¡pero casadas, desde luego que no!
—Haznos una oferta —sugirió Paprika.
—Cualquier oferta —dijo Pimienta—. Este asqueroso Treisman es avaro como una urraca.
—Al diablo con el regateo —dijo Paprika—. Vamos, Pim, recojamos nuestras cosas.
El dependiente profirió un gemido.
—¡Oh, vamos, esperen un momento! —Se retorció las manos, dirigiéndose a Florian—. Señor, no puede hacerme esto. Pimienta y Paprika son mis atracciones principales.
Pimienta le miró con desprecio.
—Tú lo has dicho. El resto de tu espectáculo es una porquería. Vámonos, Pap. —Dieron media vuelta.
El dependiente se envalentonó lo bastante para amenazar, lleno de rencor:
—Si tocáis ese trapecio, os denunciaré.
—Izzy, puedes coger esa barra y metértela en el culo —dijo Paprika—, pero lo demás es nuestro. Jules, ven a echarnos una mano. El dependiente se volvió de nuevo hacia Florian y escupió otra vez:
—No puede hacerme esto, señor. Le llevaré ante los tribunales. Primero difamación y ahora… y ahora… ¡alienación de afectos!
—Señor —dijo Florian, examinándose las uñas—, no ha habido la menor seducción por mi parte.
—¡Esto no es ético! ¡Es ilegal! ¡Es criminal!
Rouleau y las chicas volvieron; él y Paprika llevaban entre los dos un baúl de teatro y un largo aparato de metal y cuero, mientras Pimienta iba cargada con un montón de trajes de lentejuelas y otras diversas prendas femeninas. Mientras lo colocaban todo en la carreta del globo, el dependiente realizó otro intento lacrimoso:
—¿Qué va a pagaros este rufián? ¡Doblo su mejor oferta!
Pimienta replicó:
—Puede pagarnos lo que quiera, o nada, si nos lleva de nuevo a Europa. Lárgate, Izzy. ¡En marcha, amigos!
Cuando el carruaje y la carreta estuvieron de vuelta en su propio campamento, hubo otra alegre escena de reunión de viejos amigos, ya que las chicas de cabellera naranja conocían a todos los miembros de la compañía original de Florian. «Es Clover Lee, ¿verdad? ¡Pero si eras un bebé!» Incluso introdujeron sin miedo las manos en la jaula del león para acariciar a Macska (como lo llamó Paprika) y abrazaron en la medida de lo posible a la «grande y vieja Peig» (como llamó Pimienta al elefante), mientras éste agitaba la trompa, feliz de volver a verlas. Entonces les presentaron a Phoebe Simms, Quincy, Domingo y Lunes.
—Hacéis un número de gemelas, ¿verdad? —preguntó Pimienta.
—Ni siquiera son gemelas —contestó Florian—. Espera a ver al resto del grupo. ¿Dónde está Martes?
Hannibal señaló la gran carpa, que brillaba suavemente en la noche con una única luz en su interior.
—Aún trabaja con Ignatz ahí dentro.
—Venid, queridas —dijo Florian—. No habéis saludado a vuestro viejo amigo, el capitán Hotspur.
—Claro. Sabía que faltaba alguien —respondió Paprika—. El holandés.
Casi toda la compañía fue con ellas al pabellón, charlando y riendo amistosamente. Al acercarse, oyeron el trote de Bola de Nieve, dando rítmicas y pacientes vueltas a la pista. Cruzaron el umbral de la puerta principal y Pimienta gritó el saludo tradicional de los irlandeses que van de visita:
—¡Que Dios y María os guarden a todos!
Entonces, tanto ella como los demás se detuvieron en seco, sin creer lo que veían. A la luz difusa de una tea que ardía dentro de un cesto sujeto al poste central, Bola de Nieve proyectaba una sombra gigantesca que daba vueltas y más vueltas ante las gradas vacías y las paredes de lona. Debía de ser un gran esfuerzo para el caballo, pues seguramente hacía mucho rato que había recibido la orden de trotar. Martes lo montaba a horcajadas, apretando contra él las piernas con toda su fuerza e inclinada sobre el cuello del caballo, cuyas crines agarraba con las dos manos. Tenía la cara mojada de lágrimas y contraída por la fatiga, el terror y la tensión de llorar y pedir ayuda sin que nadie la oyera. Todavía llevaba en el talle el cinturón de cuero de la cuerda de caída, sujeta ésta a la botavara, que crujía al oscilar una y otra vez en torno al poste central. La cuerda, sin embargo, estaba tirante a causa del peso adicional que soportaba.
A medio camino entre Martes y el poste central, la cuerda estaba enredada en torno al cuello de Ignatz Roozeboom. Su tensión lo mantenía casi derecho y lo arrastraba hacia atrás alrededor de la arena, de modo que las botas colgaban, se movían y revoloteaban como si se tratara de una carrera de cangrejo. Los tacones de las botas habían trazado en la arena un surco circular bastante profundo. El resplandor de la antorcha teñía su calva cabeza de un sano color rosado y sus ojos estaban abiertos y las cejas levantadas en una expresión de leve sorpresa, pero hacía rato que había muerto. Los ex soldados fueron los primeros en moverse. Fitzfarris corrió a detener el caballo, Edge a liberar a Roozaboom de la cuerda, Yount a bajar a Martes de su montura y Mullenax a quitarle el cinturón de la cuerda de caída. Entonces las mujeres entraron corriendo para consolar y calmar a la muchacha, que sollozaba roncamente.
—Se ha estrangulado, ¿verdad? —preguntó Florian con tristeza, mirando a Edge, que acostaba con suavidad al muerto sobre la arena de la pista.
—No, señor. De ser así tendría la cara hinchada y blanca. E Ignatz podría haberse quitado la cuerda antes de ahogarse. Se ha desnucado y seguramente de una forma muy repentina.
Martes, aunque aterrada e incoherente, pudo decirles con voz débil y entrecortada lo bastante para confirmar que todo había sucedido con gran rapidez. Ella cabalgaba de pie sobre Bola de Nieve y el capitán Hotspur estaba a sus espaldas, arrodillado sobre la grupa del caballo para ajustar las caderas de la muchacha al ángulo de equilibrio deseado, cuando un pie de Martes resbaló. Consiguió enderezarse, pero sintió al instante un violento tirón de la cuerda cuando ésta rodeó a Roozeboom y lo elevó en el aire. El súbito tirón hizo caer sentada a Martes, que se agarró y continuó cabalgando así —durante horas, según le pareció—, con el cinturón de cuero tan apretado que sólo podía gemir con voz ahogada. Y el caballo, habiendo recibido de Roozeboom la orden de trotar, habría seguido así hasta el día del Juicio Final, esperando la orden de detenerse.
—Llevad a la niña junto al fuego —dijo Sarah— y dadle un ponche caliente con whisky de Abner. Ha tenido un buen susto.
—Será mejor hacer ponche para todos —rectificó Rouleau—. Su hermana parece tan asustada como ella.
Clover Lee, Quincy, Domingo y Lunes se habían quedado fuera de la pista. Los tres primeros miraban con ojos muy abiertos y extrañados, pero se mantenían quietos. Lunes temblaba y las piernas le chocaban una contra otra y la expresión de su rostro era tan fija y distante como la de Roozeboom.
—Sacad a todos los niños de aquí —ordenó Florian—. Es una lástima que hayan visto esto. Maggie, ¿quieres ocuparte de la mortaja? No hubo respuesta. Magpie Maggie Hag no los había acompañado a la tienda.
—¿Recuerdas? —susurró Sarah a Edge—. Predijo que alguien del espectáculo tendría un accidente por culpa de una mujer negra. Martes no es negra ni una mujer, pero es mulata y hembra.
Encontraron a la gitana junto a la hoguera, cosiendo con aplicación unas prendas de color púrpura.
—Mag —dijo Tim Trimm—, tenemos malas noticias…
—Sí —contestó ella y, sin mirarle, gritó—: ¡Barnacle Bill!
—Diga, señora.
—He estrechado la cintura y alargado los pantalones. —Le enseñó el viejo uniforme de pista del capitán Hotspur—. Creo que ahora te sentará bien.
Entonces fue a un carromato, sacó un trozo de lona vieja y, lentamente, a solas, una figura diminuta más oscura que la oscuridad, se dirigió hacia la gran carpa.
—Le lavará y amortajará —dijo Florian—. Le enterraremos en cuanto amanezca.
—¿Dónde? —preguntó alguien.
—En la arena, naturalmente.
—¿Qué? —exclamó Yount—. ¿Enterrar a un buen hombre y un buen amigo del mismo modo vergonzoso que enterramos a esos sucios salteadores de caminos? ¿Y luego ofrecer un espectáculo sobre sus restos? ¿Bailar sobre su tumba?
—Es la arena que él mismo construyó —respondió Florian—, la arena donde vivía, donde estaba más vivo. El capitán Hotspur no desearía un entierro diferente. Y su alma, si existe tal cosa, disfrutaría estando presente en un último espectáculo.
Pimienta dijo en voz baja:
—Ahora sólo falta comunicarlo al interesado.
—Sí —dijo Mullenax—. ¿Puedo hacerlo, señor Florian?
—Eres el más indicado.
Así que Mullenax fue a dar la triste noticia al león Maximus y a hacerle un rato de compañía en su aflicción. Los otros fueron a consolar a los niños y a brindar por el amigo difunto, y después se acostaron.
Al día siguiente, mientras Tim y Hannibal tocaban en sordina con corneta y bombo una marcha fúnebre, los miembros de la compañía se turnaron para echar paladas de tierra en el agujero cavado para Ignatz, justo bajo la araña que había hecho con sus propias manos. Luego Yount y Rouleau empezaron a llenar la tumba. Phoebe Simms preguntó con voz plañidera:
—¿Nadie va a desir algunas palabras de las Escrituras? Florian reflexionó, se atusó la pequeña barba y por fin dijo:
—Saltavit. Placuit. Mortuus est.
Pimienta y Paprika, al oír hablar latín, hicieron la señal de la cruz sobre sus pechos. Rouleau, el otro católico de la compañía, alzó la vista de su trabajo de sepulturero y dijo, con un poco de sorna:
—No creo que eso sea de las Escrituras.
Florian se encogió de hombros.
—Lo leí en alguna parte. El epitafio de un artista de circo romano. Sirve.
Todos esperaron y, como Florian no lo tradujo, lo hizo Edge:
—Bailó de un lado a otro. Complació. Ha muerto.
A medida que se acercaba la hora de la función, el parque se fue llenando de carros, carromatos y algunos carruajes, y también de muchas personas que acudían a pie. No eran sólo curiosos; la mayoría compraban entradas u ofrecían algo a cambio. Al verlos, Fitzfarris tuvo la inspiración de coger un caballo y cruzar la ciudad. Cuando volvió informó a Florian de que, quizá porque Treisman había perdido a sus dos artistas principales —y sus tres números diferentes—, el Titanic había desmantelado la tienda.
—Como los árabes —dijo Fitz—, y ha desaparecido con el mismo sigilo.
—Bueno, me alegro mucho —respondió Florian, riendo—, aunque un verdadero profesional, a pesar de su descalabro, habría actuado incluso ante un circo vacío. Esto prueba que es un sujeto mediocre, condenado al fracaso y el olvido.
—Se ha marchado en dirección oeste —añadió Fitz—. Lo he preguntado. De modo que no le encontraremos en Cooksville.
—Y después de Cooksville, sir John, sólo te quedará un trabajo de avanzadilla a este lado del Atlántico. Ahora, ven y disfruta. Llegas justo a tiempo de ver actuar a nuestras nuevas artistas.
Pimienta y Paprika ocupaban el lugar del capitán Hotspur como último número de la primera mitad del programa, porque Mullenax había declarado que tardaría algún tiempo en sentirse lo bastante confiado para actuar en público dentro de la jaula del león. Como el Florilegio no poseía aparatos para que Paprika se columpiara en el trapecio o Pimienta se colgara de él cabeza abajo, sólo podían hacer su número de la pértiga. Esta era una columna de metal de seis metros, bastante oxidada y descolorida, que tenía en el extremo inferior un balancín de cuero acolchado y en el superior viejos radios de metal y anillas de cuero. Las dos chicas llevaban sólo mallas de color de carne salpicadas de lentejuelas —las de Paprika, anaranjadas como su cabello, y las de Pimienta, verdes como sus ojos—, distribuidas en dibujos que pretendían realzar sus sinuosos cuerpos, aunque éstos no necesitaban ningún realce.
Cuando Edge hubo llamado a las muchachas a la pista con su silbato y Florian las presentó con su habitual grandilocuencia, los dos hombres ayudaron a Pimienta a elevar el balancín hasta sus hombros y mantener la pértiga en posición vertical. Entonces Paprika, la equilibrista, trepó los seis metros de la pértiga y, mientras Pimienta miraba hacia arriba, con los pies en continuo movimiento y el cuerpo en oscilación, a fin de conservar el equilibrio, Paprika se puso de pie, sin ningún apoyo, sobre las protuberancias metálicas del extremo del palo y ejecutó faroles y puso una mano en una anilla de cuero y un pie contra la pértiga y adoptó diversas posturas graciosas. Luego colocó un pie en la anilla, se dejó caer hasta que agarró la pértiga con una mano y adoptó las mismas posturas cabeza abajo. Entonces volvió a trepar hasta la punta, se apoyó sobre las manos e hizo una serie de contorsiones cabeza abajo y despatarradas con las piernas horizontales y verticales.
—Bueno, ahora es cuando te pierdo por una klischnigg —dijo Sarah a Edge, mientras contemplaban el número—. No sólo saben retorcerse como reptiles, sino que son por lo menos doce o quince años más jóvenes que yo.
—No creo que debas preocuparte —contestó Edge, de buen humor—. Al mediodía, Pimienta daba lecciones de acrobacia a la pequeña Domingo y he oído su advertencia: «No te enamores nunca; destruye tu sentido del equilibrio». Tengo la sospecha de que a estas chicas no les interesan mucho los hombres.
—Y has acertado. Son marimachos; practican la fricción. Nunca les ha gustado nadie salvo ellas mismas. Aun así, hay hombres que ven un desafío en las marimachos. —Sarah suspiró—. Dios mío, qué suerte tenéis los hombres. Las mujeres hemos de envejecer y los hombres ni siquiera crecéis.
—Yo no soy los hombres, soy yo —replicó Edge. Desvió la vista de la arena el tiempo suficiente para echarle una ojeada afectuosa—. Y tú aún no eres una Maggie Hag, ni mucho menos.
Entonces tuvo que correr a la pista porque Paprika se había deslizado por la pértiga hasta el suelo y Pimienta había dejado caer esta última con estrépito. Edge y Florian dieron las manos a las dos muchachas y los cuatro levantaron los brazos para recibir una ovación.
Cuando Florian empezó a hablar para que el público de las graderías bajase para ver el espectáculo del intermedio, Obie Yount se encontraba muy cerca de Clover Lee y ambos fueron empujados de malos modos por dos mujeres del público, que movían con fuerza la cabeza y decían con voces exageradamente refinadas:
—¡Es vergonzoso!
—¡Sí, repugnante!
Clover Lee dirigió a Yount una sonrisa de complicidad y permaneció cerca de las mujeres mientras éstas abandonaban la tienda, de modo que Yount la imitó. Las mujeres continuaron intercambiando comentarios sobre el número recién concluido.
—¡Impropio para personas cristianas!
—¡Es muy cierto!
Yount susurró a Clover Lee:
—¿Qué les pasa a estos vejestorios? Ha sido un número muy puro y las chicas son una pura deli…
—¡Shhh! —murmuró Clover Lee, siguiendo a las criticonas.
—Seguramente son rameras italianas.
—No cabe duda de que tienes razón. Ninguna mujer cristiana se dejaría ver con este atuendo pagano.
—Dos mujeres hechas y derechas… ¡con las axilas sin afeitar!
Clover Lee, sonriendo más abiertamente que antes, se quedó rezagada y dejó que las dos mujeres continuaran solas. Yount las miró, perplejo, y luego miró a Clover Lee, se rascó la cabeza calva y dijo:
—Vaya. A nadie le importaría un bledo que a estas dos hembras les salieran cañones, pero ellas tienen la desvergüenza de criticar a chicas tan encantadoras como Pimienta y Paprika. Aun así, parecías muy interesada, mam’selle. ¿Crees que has aprendido algo?
—No lo sé —contestó Clover Lee, riendo—, pero cuando las buenas cristianas desaprueban una cosa, siempre se trata de algo placentero.
La pérdida de Ignatz Roozeboom no sólo había privado al espectáculo del número del león, por lo menos temporalmente, sino también de la participación del capitán Hotspur en los números ecuestres. Edge se ofreció a reemplazarle de modo parcial en las volteretas. Como él y Trueno habían tomado parte, en los tiempos de la guarnición, en competiciones del arma de caballería, como desenganchar gansos, era casi mejor que Roozeboom en las volteretas. Con Trueno a galope tendido, Edge desmontaba y montaba otra vez de un salto, se deslizaba por el vientre del caballo hasta la silla por el otro lado, se inclinaba a coger cosas del suelo, saltaba de la grupa de Trueno, se agarraba a la cola ondeante, se dejaba arrastrar alrededor de la pista, echaba a correr y saltaba de nuevo hasta la silla. Al encargarse de este número, adquirió una identidad nueva. Florian insistió en que lo hiciera como Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de las Praderas, y Magpie Maggie Hag le cosió a toda prisa un nuevo conjunto de camisa y pantalones que consistía casi por entero de flecos.
Por otra parte, también echaban mucho de menos a Roozeboom durante el desmantelamiento y el montaje de la gran carpa, así como por el camino. El Florilegio tenía ahora más vehículos que conductores, porque Fitzfarris precedía siempre al espectáculo y Hannibal iba a la retaguardia, con Peggy y el caballo que arrastraba el cañón. Tanto Pimienta y Paprika como Madame Alp adujeron una falta total de habilidad o afición a manejar las riendas de los caballos.
Así, pues, cuando el circo entró en Baltimore a última hora de una tarde gris y lluviosa, Florian conducía el carruaje, dentro del cual viajaban las dos pelirrojas, con toda comodidad. Sarah Coverley iba más atrás en la caravana —y a la intemperie—, llevando las riendas de la carreta del globo, con Clover Lee a su lado. Rouleau conducía el carromato de la tienda y Edge el nuevo furgón con toda la familia Simms en su interior. Mullenax, con Magpie Maggie Hag sentada junto a él, conducía el carromato de la jaula de Maximus, oculta ahora a la vista del público por paneles de madera, y su parte delantera estaba adornada por la vistosa y maciza palanca de freno diseñada por Roozeboom.
Baltimore era la ciudad más grande en que habían estado algunos miembros de la compañía y la única verdadera ciudad que habían visto en su vida Mullenax y la familia Simms, así que hubo muchos empujones para mirar por las puertas del carromato, con mucha más avidez de la demostrada por los escasos transeúntes que los veían pasar por las calles húmedas. Y no es que Baltimore fuera muy digno de verse, ni de olerse. La caravana del circo entró en la ciudad por la Old Liberty Road, y en cuanto dicha carretera se convirtió en una calle pavimentada, flanqueada por casas de ladrillo y otros edificios, se transformó al mismo tiempo en una cloaca abierta de la que emanaba un olor fétido que al principio resultó molesto, después repugnante y pronto nauseabundo.
—Dios mío, huele peor que una pocilga —dijo Mullenax con voz gangosa, porque se tapaba la nariz.
—Tal vez se deba a las plantas de vapor —dijo Magpie Maggie Hag, cubriéndose la cara con la capucha.
—Sí —gruñó Mullenax. Miró la profusión de carteles inmensos y adornados y observó—: Me pregunto cómo embotellan el vapor. O imprimen sobre él.
Pasaron por delante de enormes edificios de ladrillos que se anunciaban con orgullo como «Casa de Embotellamiento de Vapor», «Impresores de Vapor», «Lavandería de Vapor» y «Fábrica de Calderas», para no mencionar la «Fábrica de Cerillas de Azufre, Tenerías, Refinerías de Manteca y Fábrica de Polvo de Guano y Hueso», que no alegaban ninguna relación con el vapor. Sin embargo, lo que resultaba evidente para cualquier nariz era que gran parte de la fetidez reinante procedía de los «retretes de tierra» construidos en los patios de las casas residenciales, que vaciaban la esencia de su contenido en las calles sin alcantarillas.
Sólo una persona de la caravana del circo encontró inmediatamente algo que admirar en Baltimore. Jules Rouleau se puso de pie sobre el pescante del carromato de la tienda para solicitar la atención general.
—Voilà! ¡Mirad! Hay algo que no hemos visto nunca en Dixie. Ni siquiera Nueva Orleans lo tiene. ¡Luz de gas! —Los demás miembros de la compañía miraron sin gran interés—. ¡Gas! ¡Podremos elevar el globo!
Era cierto: la parte central de Baltimore exhibía en cada esquina un moderno farol de gas cuyo globo encendido proyectaba un bonito resplandor blanco, teñido de color de melocotón, sobre las sucias paredes de las fábricas, los enfermizos árboles de las aceras y los viscosos adoquines cubiertos de escoria… y los carteles del Florilegio fijados con anterioridad por el heraldo Fitzfarris. Muchos de ellos ya empezaban a desprenderse o romperse bajo la lluvia, así que Florian aceleró la marcha de la caravana en la penumbra, porque los carteles marcaban el camino hacia el lugar de asentamiento del circo. A pesar de su belleza nacarada, la luz de gas no hacía nada para mitigar los otros gases de la atmósfera local, y a medida que Florian se adentraba en la ciudad, se iba sintiendo menos inclinado a hacerlo, ya que el hedor era cada vez más fuerte. Por fin, en Pratt Street, donde la caravana cruzó un puente sobre las «cataratas Jones» —de hecho, un apestoso pantano de agua negra—, Florian decidió que el centro comercial de Baltimore era sencillamente intolerable. En cuanto encontró un pasaje transversal, dirigió hacia él a Bola de Nieve, torció de nuevo a la izquierda y condujo a la caravana hacia el lugar por donde habían llegado, a casi cuatro kilómetros, subiendo por Eutaw Street hasta las alturas más limpias del parque de Druid Hill. Cuando detuvo el carruaje en una húmeda pradera, habló a la compañía:
—Ignoro qué lugar nos han asignado las autoridades municipales, pero que me maten si acampo más cerca de esa horrible ciudad, aunque tenga que pagar el doble. Aquí tenemos aire para respirar y ahí abajo hay un estanque de agua fresca. ¿Quieres dirigir la instalación, coronel Ramrod, mientras yo vuelvo a seguir los carteles y veo si puedo encontrar a sir John? Si aún está en el centro, es probable que se halle en una taberna, emborrachándose para embotar su sentido del olfato. En cualquier caso, él y yo tramitaremos una autorización para levantar la tienda aquí.
—Las autoridades municipales no lo permitirán —dijo Edge.
—Es un parque muy elegante —terció Yount—, con quioscos de música y todo.
—La posesión es la novena parte de la ley —dijo Florian—. El pabellón, una vez levantado, tiene aires muy posesivos.
Levantar la tienda bajo la lluvia no fue tarea fácil, ya que la lona se mojó y su peso aumentó mucho en cuanto la sacaron del carromato, y las cuerdas mojadas se endurecían y costaba pasarlas por los ojales, y las estacas de la tienda se hundían tan de prisa en el terreno húmedo que no ofrecían muchas garantías de resistencia. Sin embargo, los hombres se aseguraron de que las cuerdas que unían las costuras quedasen algo flojas, así como las cuerdas de retén; de este modo, aunque ahora la tienda se viese arrugada y frágil, la lona y las cuerdas se secarían y estirarían cuando la lluvia cesara y el pabellón adquiriría su aspecto normal. Edge confió a Hannibal la responsabilidad de mantenerse despierto toda la noche para que vigilase, en el caso de que la lluvia cesara antes de la mañana, que las cuerdas, al encogerse, no arrancaran del suelo el círculo de estacas.
Acabaron el trabajo y Phoebe Simms ya hacía la cena cuando Florian volvió. Le seguía Fitzfarris, visiblemente borracho y en un estado de euforia sentimental.
—Aún tengo que aprender mucho sobre adelantarme y negociar —declaró, entre accesos de hipo—. Llego a la ciudad, discuto, adulo, esparzo aceite a mi alrededor, y todos los del ayuntamiento siguen tan muertos como moscas en un papel engomado. Lo mejor que puedo conseguir es el patio trasero de la fábrica de ataúdes Weaver. ¡Vaya lugar delicioso para un circo! De repente se acerca este individuo, Florian, busca al administrador municipal, le habla en esa jerga del sauerkraut y en menos que canta un gallo tenemos el permiso para este hermoso parque.
—No hay mucho arte en el asunto —dijo Florian con modestia—. Sólo sé por casualidad que todos los baltimorenses de calidad y posición son de ascendencia alemana. Cuando se habla a un hombre en su lengua preferida, se tiene una mejor oportunidad de convencerle o disuadirle de casi cualquier cosa. De hecho, he conseguido algo más que este emplazamiento. Monsieur Roulette, écoutez. Por toda la ciudad se rumorea sobre la rendición del último ejército confederado en tu Louisiana, hace dos o tres días. La noticia acaba de llegar, así que he persuadido a las autoridades de la necesidad de celebrarlo y de que una celebración en toda regla debe incluir…
—Une ascension d’aérostat! —gritó Rouleau.
—Exacto. Mañana vendrán unos hombres de la fábrica de gas para hinchar ese artefacto. Debes darles la impresión de que sabes cómo se hace.
—Confía en mí. Fingiré ser l’aéronaute comme il faut. A cambio, te haré un regalo. Mi protegida Domingo domina por fin el Vous dirai-je, maman al acordeón y sus hermanas y hermano han aprendido a cantar la letra inglesa.
—Magnífico —dijo Florian—, el acompañamiento perfecto para la elevación del globo. Los Felices Hotentotes cantando Centellea, centellea, estrellita mientras tú te elevas hacia el empíreo azul.
—¿Es de verdad una buena idea? —preguntó Edge—. El Saratoga se escapó de sus propietarios y ellos sí que sabían de qué iba. Jules, ¿no sería mejor que lo ensayaras una o dos veces en secreto, no en público?
Rouleau le señaló con el dedo.
—Ah, ahora eres razonable, ami, no del circo. Te citaré a Pascal: «Le coeur a ses raisons que…»
—Conozco el verso y es encantador, pero, maldita sea —apeló a Florian—, usted me ha nombrado director ecuestre y responsable de la seguridad de la compañía. Y digo que esto no es seguro.
—Creo que estoy de acuerdo —respondió Florian—, sólo que… dime una cosa. ¿Cómo ensayarías en secreto con algo casi tan grande como la Shot Tower de Baltimore?
—Bueno…
—Y Monsieur Roulette no puede acercar el globo a un farol de la calle y dar la vuelta a la espita del gas. Necesitará la ayuda de técnicos.
—Bueno…
—Zachary, si he de explotar —dijo Rouleau— o desaparecer para siempre del planeta, ¿crees que desearía hacerlo en secreto? Mais non, querría una gran multitud y muchos vítores como despedida.
—Bueno… —dijo Edge una vez más, y se encogió de hombros, resignado—. Abner, trae una jarra. Nos anticiparemos a esos vítores.