13
La gran carpa no se desplomó durante la noche y la mañana amaneció con un sol que no tardaría en darle buena forma. Edge delegó su vigilancia en Yount y subió al carruaje para ir a la ciudad con Florian y Fitzfarris. Encontraron el olor de la ciudad menos ofensivo a la luz del día, o tal vez el agua de la lluvia, especularon, se había llevado parte de la fetidez. Fitz se apeó ante las oficinas del Sun de Baltimore para anunciar en el periódico la presencia del circo y la inminente elevación del globo, y también para encargar la impresión de carteles que proclamaran dicho acontecimiento. A la vuelta de la esquina, Florian vislumbró las oficinas de la Compañía Naviera Baltimore & Bremen. Entró con Edge, pero éste se limitó a esperar mientras Florian hablaba en alemán con el agente. Se alejó de la mesa de este último con una expresión bastante desanimada.
—Sus buques van, en efecto, a Bremen y hacen escala en Southampton —dijo a Edge cuando salieron de la agencia—, pero por ahora no se espera la entrada a puerto de ninguno de ellos y a Herr Knebel no le ha encantado la perspectiva de transportar un circo a bordo de un buque de pasajeros. Me ha recomendado que nos dirijamos a una compañía de mercantes llamada Mayer, Carroll, que está en el Point… Tendremos que preguntar dónde es eso.
Fueron a la zona portuaria e hicieron indagaciones. Se enteraron de que el puerto interior de Baltimore estaba reservado a los buques de poco calado y los barcos de cabotaje. Para encontrar los muelles de los grandes transatlánticos tuvieron que recorrer un largo camino en torno a la dársena y llegar hasta Locust Point, al otro lado del puerto. En cualquier otro puerto de mar, la zona de los muelles habría sido la parte más apestosa, pero en Baltimore olía mejor que sus barrios residenciales, porque aquí estaban todas las plantas de empaquetado de café, que despedían el rico aroma del café brasileño recién tostado. Cuando Florian y Edge encontraron por fin un ruinoso tinglado que exhibía el letrero de «MAYER, CARROLL» sobre la puerta de la oficina, se quedaron estupefactos al ver que la compañía se autodenominaba en el mismo letrero «TRANSPORTISTAS DE CARBÓN DE CUMBERLAND A TODOS LOS PUERTOS EXTRANJEROS Y DOMÉSTICOS».
—Creo que nos han orientado mal —dijo Edge—, ¿o acaso las palabras circo y carbón suenan igual en alemán?
—Zirkus und Kohle —murmuró Florian—. Bueno, ya que estamos aquí… —Se apeó del pescante y Edge le siguió.
Florian y el caballero que estaba a cargo de la oficina conversaron en alemán mientras Edge esperaba. Sin embargo, aquella vez el coloquio se prolongó durante mucho rato y Florian parecía satisfecho de lo que oía. Cuando salieron de la oficina, exclamó, feliz:
—All’Italia!
—¿A Italia?
—¿Sabías que la principal exportación de Estados Unidos a esa nación nueva es el carbón? Yo tampoco. Sin embargo, Herr Mayer tiene un cargamento que zarpa dentro de tres días con rumbo a Livorno, en la Toscana. Quizá has oído hablar de Livorno… Leghorn en inglés. ¿Y qué mejor lugar para nosotros que Livorno? Fue el hogar de san Vito, patrón de los artistas ambulantes. Además, será otoño cuando lleguemos allí y en el Mediterráneo reinará un clima mucho más templado que en la zona del mar del Norte. Y desde Livorno sólo tenemos que viajar hacia el interior en línea recta para llegar a Firenze… Florencia, la capital de ese reino que acaba de unificarse.
—Pero… Florian… ¿iremos en una barcaza de carbón?
—Dios santo, no. En un moderno barco carbonero de vapor. Tan moderno, que es impulsado por una hélice, no por ruedas de paletas. Paseemos hasta el muelle por el otro lado del almacén y echémosle una ojeada. El buque mercante Pflichttreu. ¿Qué tal suena?
—Si usted puede pronunciarlo, yo puedo viajar en él.
—Es un bonito nombre. Significa lealtad, sentido del deber. Y yo diría que un barco carbonero bien cargado tiene que ofrecer un viaje grato y estable.
Llegaron al muelle de carga y Edge dijo:
—¿Es éste? Creía haber oído que era nuevo.
—Bueno… moderno no significa necesariamente nuevo.
Condescendiente, Edge supuso que un barco cargado siempre de carbón tenía que estar sucio y baqueteado. No obstante, le alegró ver que estaba provisto de palos y velamen, por si la moderna hélice se hallaba en tan mal estado como el resto. Y tenía grúas a proa y popa, que Edge esperaba que servirían para izar a bordo a Peggy y a los pesados carromatos del circo, porque la única pasarela del buque era una escalerilla corriente de madera que unía el muelle con la cubierta. Edge preguntó secamente:
—Dígame, ¿qué va a costar este elegante crucero de placer?
—Ejem. Herr Mayer y yo aún no hemos discutido a fondo esta cuestión. Antes deberemos presentarnos ante el capitán Schilz del Pflichttreu y convencerle de que consienta en llevarnos como cargamento y pasajeros de cubierta. Después de todo, un circo no es su carga habitual.
Subieron a bordo y Florian preguntó por el capitán. Apareció un personaje uniformado y, tras algunas frases en alemán, Florian dijo en inglés:
—Coronel Edge, militar hasta hace poco, y capitán Schilz, del buque Pflichttreu.
—Nein, yo ser master —rectificó hoscamente el hombre mientras estrechaba la mano de Edge—. Capitán ser sólo un título de cortesía, excepto en la marina. —Su aliento olía un poco a aguardiente—. ¿Ustedes, caballeros, son perregrinos?
—Er… ¿peregrinos? Pilger? —preguntó Florian—. No, capitán, yo soy el propietario y el coronel Edge es el director de un circo ambulante. Wir möchten eine Seereise nach…
—Zirkus? Nein, nein! —interrumpió Schilz, agitando con violencia las manos. En atención a Edge, explicó en inglés—: ¡Animales cagando por toda mi cubierta!
Edge estuvo a punto de observar que, después de ver el Pflichttreu, dudaba de que la simple mierda pudiera ensuciar más la cubierta, pero Florian se limitó a alargar la mano para estrechar la del capitán en una aparente despedida, murmurando:
—Es una lástima. Deja usted a un hermano de profesión embarrancado en la arena.
El capitán Schilz pareció sorprendido por el apretón de manos y la observación. Replicó, también en inglés:
—¿En la marea baja, Bruder?
—O a un cable de distancia de la orilla. Es ist Jammerschade. Y todas nuestras hermosas mujeres igualmente embarrancadas.
—¿Mujeres hermosas? —repitió el capitán, con voz tan alta que todos los marineros que estaban cerca miraron en su dirección.
—Así de fácil —dijo Florian, satisfecho, cuando volvía con Edge a las oficinas de la compañía naviera.
—Es una suerte que el capitán sea tan sensible a la belleza femenina —observó Edge.
—Oh, se trata también de algo más —contestó Florian—. Ahora espero tener la misma suerte con el precio. Toma, Zachary, aquí hay mil dólares en billetes. Guárdalos dentro de la bota. La faltriquera, por así decirlo. Así podré volver mis bolsillos del revés delante de Herr Mayer y decirle con verdad: «Esto es todo lo que tengo».
Y casi tuvo que hacerlo. Herr Mayer empezó por ordenarle que hiciera una lista de todas las personas, animales, vehículos y objetos que se proponía subir a bordo. Luego el agente cogió el manifiesto y escribió un precio junto a cada nombre de la lista… un precio exagerado.
—Mein Herr! —protestó Florian—. Seis de los pasajeros son niños. Sin duda han de viajar a mitad de precio. Y sólo catorce de los animales están vivos: el león, el elefante, ocho caballos, tres cochinillos y un mulo. Todos los demás de la lista están muertos.
—¿Transporta usted animales muertos? —preguntó Herr Mayer con repugnancia—. La aduana no los dejará pasar.
Florian explicó que eran piezas de museo disecadas. Mientras Herr Mayer hacía un nuevo cálculo, muy malhumorado, Edge dijo en voz baja:
—Aunque considere una niña a Clover Lee, sólo puedo contar cinco niños.
—Pondremos pantalones cortos a Tim. Calla.
La suma todavía superaba la cantidad que Florian podía pagar sin recurrir a la bota de Edge. Al final, después de dudarlo mucho, decidió no llevar el mulo de Mullenax y el cañón yanqui de Yount, y así rebajó el precio de Herr Mayer a la suma que podía pagar, vaciando prácticamente sus bolsillos. Podría haber continuado el regateo, o abandonado otras posesiones, pero ya era más de mediodía y se acercaba la hora de la función. Se alejaron del puerto al trote y Florian no dejó de gruñir en todo el trayecto.
—Maldita sea, tendría que haber contratado a ese hombre en vez de pagarle. Es mejor adivino que Maggie Hag. Desde luego, ha estimado mi fortuna casi al céntimo. Esos mil que llevas en la bota, Zachary, sufrirán una disminución considerable cuando compremos la comida del viaje para los animales. Por lo tanto, a menos que ganemos mucho dinero aquí en Baltimore…
—¡Qué espléndida vista de buena mañana! —interrumpió Edge—. ¡Mire eso!
Aunque Edge ya había visto antes un globo de observación hinchado, la vista era impresionante. De hecho, tanto él como Florian vieron el semicírculo superior del Saratoga, de color rojo y blanco, y las grandes letras negras de su nombre, asomando por encima de la cumbre de Druid Hill aun antes de ver las copas de los árboles del parque. Cuando estuvieron a media colina, pudieron ver el globo bien sujeto por cuatro cuerdas atadas a sendas estacas en el suelo donde descansaba la cesta. Toda la compañía circense y gran número de baltimorenses estaban a su alrededor, admirándolo. El objeto, suave, sedoso, en forma de pera, recubierta su parte superior por una red de cordón de lino, tensando la malla de cuerdas que convergía en el aro de madera sobre el que se asentaba la cesta, tenía casi el doble de altura que la gran carpa. Las dos inmensas construcciones de tela, una dispuesta a lo largo sobre el césped del parque y la otra vertical contra el azul del cielo, eran una vista magnífica.
—Une beauté accomplie. No hay ningún problema —dijo Jules Rouleau cuando Florian y Edge lo encontraron entre la multitud—. Estos dos caballeros tienen experiencia previa. —Señaló a los hombres, que sonreían con orgullo y llevaban monos en los que se leían las palabras: «BALTIMORE GAS & COKE»—. Dicen que nuestro Saratoga es el globo aerostático más bonito que han visto aquí, pero no es el primero. En cualquier caso, aquel quiosco de música está equipado con luz de gas, así que los messieurs sólo han tenido que colocar una larga manga de caucho desde allí hasta el apéndice de la barquilla, como la llamamos los aeronautas.
—Este gas de hulla no es el mejor para globos —explicó el más joven de los hombres—. No eleva lo suficiente.
—¿De verdad? —preguntó Florian—. Yo diría que el globo parece impaciente por saltar al aire.
—Claro, se elevará —dijo el mayor de los dos— y llevará a un hombre, pero sólo a uno. E incluso sin lastre, ascenderá con lentitud. Lo que les convendría es hidrógeno. Con ese gas podrían subir tres hombres. Sin embargo, con el hidrógeno necesitarán un generador.
—Tendrán que cuidar bien de esa belleza —recomendó el otro—. El barniz exterior está muy dañado y el interior necesita otra capa de aceite de pata de vaca. Nosotros nos hemos encargado de volver a sellar la válvula de charnela.
—Ya —murmuró Florian, distante.
—A fin de que el gas no se escape hasta que yo esté listo para ascender —explicó Rouleau—. Y los señores han tenido además la bondad de darme una lata de cemento que dejó aquí un aeronauta anterior.
—Han sido muy amables —dijo Florian, pero su expresión cambió cuando el hombre mayor le alargó un pedazo de papel, diciendo:
—Setecientos metros cúbicos, en números redondos. Como es natural, le hacemos un precio de mayorista, así que se lo he dejado por setenta y cinco dólares, sin ningún centavo.
—Tenía entendido que ofrecíamos este espectáculo para celebrar una fiesta municipal —dijo Florian con voz ahogada.
—Yo sólo sé que ha recibido los suficientes metros cúbicos de gas para iluminar Baltimore durante dos o tres noches. Si desea regatear con el ayuntamiento, adelante. Pero es probable que le pidan pruebas de que el globo es de su propiedad y las calificaciones del aeronauta y dinero para un seguro por los posibles daños…
Florian hizo una mueca, pero indicó a Edge que sacara el dinero de su bota. Edge extrajo los billetes y contó los requeridos para el pago. Cuando los hombres se hubieron ido, Florian reprochó a Rouleau:
—Es un capricho muy caro. Con este dinero habríamos comprado mucho heno, avena y carne de caballo.
—No tenía idea, mon vieux…
En aquel momento subía por la colina otro carromato, atraído por el enorme globo, y entre la familia que se apeó de él estaba Fitzfarris, procedente del centro de la ciudad. Llevaba bajo el brazo un gran objeto redondo de madera. Cuando se acercó, Florian decía:
—… sólo espero que la ascensión traiga a más gente y más dinero para compensar el gasto…
—¡Así será, así será! —gritó alegremente Fitzfarris, y añadió, dirigiéndose a Rouleau—: Procura hacer todos los preparativos con mucho cuidado y lentitud, amigo Jules. Da tiempo a los espectadores para ponerse nerviosos y así prestarán atención a mi entretenimiento provisional.
Enseñó el objeto que llevaba. Era una especie de tambor ancho y hueco, hecho de madera de pino, de medio metro de anchura pero pocos centímetros de fondo. La cara posterior era sólida y la anterior tenía, muy cerca del perímetro, un círculo de veintiún agujeros de dos centímetros de diámetro cada uno. En el lado estrecho había una abertura, lo bastante grande para que Fitzfarris pudiese meter la mano.
—No tenía tiempo de construir como es debido una rueda de la fortuna, de modo que he pedido a un carpintero que me clavara este juego del ratón. Tampoco había tiempo de pintarlo con colores chillones, pero servirá.
Los otros preguntaron qué diablos era el juego del ratón, pero Fitzfarris ya se dirigía en voz alta al gentío:
—¡Daré dos centavos al primer chico que me encuentre un ratón de campo! —Todos los niños, blancos y negros, se dispersaron y corrieron por el parque, inclinados, buscando surcos o nidos. Fitz preguntó al aturdido Florian—: ¿Me presta ese trozo de lápiz que siempre lleva consigo?
Florian se lo dio y Fitzfarris numeró cada uno de los agujeros del tambor, de 0 a 20. Un niño negro acudió corriendo, con un pequeño ratón pardo y blanco en el hueco de la mano. Fitzfarris lo cogió, dio las gracias al niño y dijo con voz jovial a Florian:
—Gastos de la compañía. Pague al chico, ¿quiere, jefe? —Y se fue a toda prisa hacia el furgón de los accesorios para limpiarse la cara y prepararse para su papel de Hombre Tatuado.
Las funciones de tarde y noche de aquel día tuvieron poco público, seguramente porque la mayoría de espectadores potenciales esperaban al día siguiente para presenciar al mismo tiempo la ascensión del globo. Sin embargo, durante cada intermedio del programa, después de que los asistentes contemplasen con la boca abierta al Hombre Tatuado, las Tres Pigmeas Blancas Africanas, el Museo de Maravillas Zoológicas y Madame Alp —y comprado incluso unas cuantas cartes de visite—, sir John presentó su juego del ratón.
—¡Apuesten diez centavos, amigos, y ganen dos dólares! El juego de adivinanzas más honrado que se ha inventado jamás. ¡Apuesten un dólar y ganen veinte! Es un juego de intuición humana frente al instinto animal. Elijan sencillamente el agujero por el que entrará Mortimer el ratón.
Había colocado su nuevo aparato de madera sobre la tina de mil usos del circo. El juego consistía solamente en poner el minúsculo ratón en el centro de la madera, desde donde corría al momento hacia uno de los agujeros circundantes y desaparecía en el oscuro interior. Allí esperaba la mano de Fitzfarris para cogerlo, sacarlo y ponerlo de nuevo en el centro del tambor.
No tardaba en formarse un grupo de gente, hombres en su mayoría, que después de mirar divertidos unos minutos, rebuscaban en sus bolsillos y ponían diez centavos —e incluso monedas de más valor y algún que otro billete de dólar— junto a uno de los agujeros numerados. El ratón corría siempre hacia un agujero cada vez que era colocado bajo la mirada del público y Fitzfarris pagaba sin falta a cada ganador, gritando una felicitación:
—¡Dos dólares para este inteligente amigo! ¡Muy bien, señor! ¡Ha ganado el dos mil por ciento de su inversión!
El ruido atraía a más personas, que se veían obligadas a alargar el brazo entre muchos otros brazos para colocar sus apuestas. Al cabo de un rato, casi todos los agujeros del tambor tenían dinero apostado y había un ganador casi cada vez que el ratón corría a esconderse, por lo que su exclamación de alegría se unía al clamor de Fitzfarris:
—¡La mente sobre el mamífero! El juego más honesto en el que apostarán jamás. ¡Y ya tenemos otro ganador! No empujen, caballeros. ¡Den oportunidad a las damas de probar también su suerte!
El ratón no parecía cansarse nunca y el juego continuaba a buen ritmo, interrumpiéndose solamente cuando Fitz pasaba un trapo húmedo por la superficie de madera. A pesar de la escasez de público, Fitzfarris prolongó el juego durante todo el intermedio, hasta que los jugadores quedaron satisfechos con sus ganancias o se sintieron incapaces de seguir perdiendo.
—¡Setenta y cinco dólares y cuarenta centavos en un día! —exclamó Fitzfarris, feliz, después del intermedio de la función de noche.
—Es increíble —dijo Edge con admiración—. Esto ya paga el gas del globo.
—Si mañana tenemos un lleno de paja para el globo —apuntó Fitz—, el juego nos reportará fácilmente ocho o diez veces esta cantidad.
—Una maravilla —dijo Florian—. ¿Cuál es la trampa, sir John?
—¿Trampa, señor? —Fitzfarris parecía terriblemente ofendido.
—Bueno, es de suponer… un juego de azar… como el venerable timo de la vaina y el guisante…
Fitz denegó con la cabeza.
—Cualquiera puede descubrir un juego trucado. No se necesitan habilidades detectivescas. Sólo hay que observar a un hombre que haga el timo del guisante; siempre tiene una uña larga para esconderlo debajo. Pero mi juego del ratón no requiere trucos. Hay veintiún agujeros por los que apostar y yo digo que pago veinte por uno. Supongamos que veintiún jugadores apuestan diez centavos cada uno. Yo recojo todas las monedas y doy dos billetes de dólar al ganador. En realidad, él sólo recibe diecinueve monedas de diez centavos y yo me quedo con una. El balance varía, naturalmente, porque depende de la cantidad apostada y de dónde se apuesta, pero ese agujero extra, el número cero, juega siempre a favor de la casa, como decimos en la profesión.
—Sí, claro, ya veo —dijo Florian—. Pensaba… que eso de pasar el trapo… quizá era un preparado secreto…
—Sólo amoníaco. Si un ratón corre hacia el mismo agujero un par de veces, puede seguir después su propio rastro y dirigirse siempre allí. Algunos patanes pueden ser lo bastante listos para notarlo y apostar en consecuencia. Por eso limpio la madera después de varias carreras. Para asegurar la honestidad de Mortimer.
Lo primero que hizo Rouleau al día siguiente fue acercarse a su amado Saratoga. Allí abrió el grifo de latón que se hallaba en el mismo extremo de lo que él llamaba apéndice del globo, y brotó un copioso chorro de agua, que dirigió cuidadosamente fuera de la barquilla.
—Instrucciones de los técnicos —explicó a los que miraban—. El gas de hulla contiene cierta humedad que se condensa con el frío de la noche. Carece de sentido llevar más peso del necesario.
—Tal vez carece de sentido hacer algo hoy, kedvesem —sugirió Paprika—. Maggie se ha quedado envuelta en sus mantas esta mañana.
—Oh, maldita sea —exclamó Edge—. ¿Ha previsto algún desastre en el ascenso?
Paprika se encogió de hombros con un gesto muy húngaro.
—No dice nada del globo, sólo algo sobre una rueda.
—¡Ajá! —exclamó Rouleau, aliviado—. En este caso, vete a asustar al caballero Fitz. Es el único que trabaja con un artefacto parecido a una rueda. —Dio una palmada a su góndola de mimbre—. Yo, Jules Fontaine Rouleau, estaré libre en lo sucesivo de cualquier cosa tan terrestre como una rueda.
Paprika volvió a encogerse de hombros y continuó hablando mientras se dirigía con Obie Yount al patio trasero, donde Phoebe hacía el desayuno.
—Jules ha mencionado algo terrestre. O jaj, he conocido a artistas de los números más peligrosos que han sobrevivido a toda clase de riesgos y después han quedado lisiados o se han matado en un accidente terrestre sin importancia.
—¿Cuál, por ejemplo? —preguntó Yount mientras se sentaban en el suelo en espera de que les sirviesen el desayuno.
Se sentó entre Paprika y Pimienta, muy contento de estar en tal compañía.
—En París había una equilibrista célebre y aclamada. Hizo tender un cable entre las torres de Notre Dame y bailaba sobre él. Era famosa, pero los devotos se escandalizaron y dijeron que Nuestra Señora la castigaría por su sacrilegio. Una semana después, se cayó de un bateau-mouche y se ahogó en el Sena.
—Y, ¿recuerdas, macushla —dijo Pimienta—, a aquel joey de Varsovia que daba volteretas? —Explicó a Yount—: Eso es un payaso que hace equilibrios y da saltos mortales. Siempre pisaba un cubo de agua y resbalaba de cualquier modo. Jamás se rompió un hueso, pero un día rozó el cubo con la espinilla. El tinte de su calcetín infectó el rasguño y al final tuvieron que amputarle la pierna. —Se persignó, murmurando—: Mala suerte.
—Oídme las dos —dijo Yount—. Como no podemos llevarnos mi cañón, he procurado inventar números nuevos para el Hacedor de Terremotos. Me preguntaba… ¿qué os parece si os cargara sobre mis hombros?
—No es muy original —contestó Paprika—. ¿Y si nosotras nos pusiéramos de pie sobre tus hombros y cargáramos a las chicas Simms sobre los nuestros? Podemos sostenerlas fácilmente si tú puedes con todas nosotras.
—Eso está hecho —respondió Yount, hinchando el pecho hasta que adquirió las dimensiones de un tonel grande.
—Me parece muy bien —dijo Edge cuando Yount fue a su encuentro y le propuso el nuevo número de pista. Luego dirigió a Yount una de sus sonrisas torcidas y observó de buen humor—: Te he visto encaprichado de una mujer en varias ocasiones, Obie, pero sólo de una cada vez. ¿Es que ahora te has enamorado de estas dos pelirrojas?
Yount escarbó tímidamente la tierra con uno de sus grandes pies.
—No es esto. Confieso que las dos están muy buenas, pero Paprika es la que realmente me hace temblar las rodillas. Me casaría con ella de buen grado y, si se presenta la ocasión, se lo pediré. ¿Qué opinas del asunto, Zack?
—Creo que te convendría más atarte a un poste de flagelación.
—¡Vaya! —se ofendió Yount—. Te agradezco mucho tus buenos deseos.
—Calma, socio, calma. Sólo quería decir… bueno… las pelirrojas tienen fama de ser quisquillosas. Dios sabe cómo será una zanahoria húngara. Vigila que no te pique.
Yount sonrió y tensó los bíceps.
—Aún ha de llegar el día en que el Hacedor de Terremotos tenga miedo de una niña arisca.
Se alejó a grandes zancadas y Edge le miró con una especie de conmiseración.
Aunque era una hora temprana, bastante gente de la localidad había subido ya a la colina, principalmente para admirar el globo, pero también para dirigir miradas curiosas a los miembros del circo, así que las mujeres de la compañía se apresuraron a lavar los cacharros del desayuno, a recoger la ropa que habían lavado y tendido la noche anterior y en general a ordenar el patio trasero. Entonces, solas o en grupo, fueron al carromato de la utilería para quitarse la bata y ponerse el traje de pista. Phoebe Simms entró antes que ninguna, llevando consigo a Domingo para que la ayudase a vestir su enorme disfraz —o mejor, a colocarlo en torno a su cuerpo—, y mientras hacían esto, no quedaba sitio para nadie más en el interior del carromato.
Salió como Madame Alp y, a fin de que los mirones no pudieran verla gratis, fue a esperar al furgón de la tienda, donde podía hacer compañía a Magpie Maggie Hag, todavía debilitada por sus premoniciones o trastornos. Clover Lee entró en segundo lugar en el carromato de la utilería y ella y Domingo se estaban poniendo las mallas cuando se les unieron Pimienta y Paprika. La muchacha y las dos mujeres blancas charlaron y bromearon mientras se vestían, pero Domingo permaneció silenciosa, pugnando por ajustarse las mallas de color carne e intentando no estorbar a las demás, lo cual no era fácil en el reducido espacio donde tenían que alargarse mutuamente prendas, anudarse lazos, abrocharse botones, prestarse polveras y pequeños tarros de colorete, cremas y pomadas y ayudarse mutuamente a aplicarse dichos productos de belleza.
La camaradería de esta reunión exclusivamente femenina animó a Clover Lee a contar a Pimienta y Paprika lo que había oído en Frederick City de labios de las mujeres cristianas, indignadas porque habían visto a otras dos mujeres con vello bajo los brazos. El informe no confundió ni avergonzó a las dos muchachas que, por el contrario, rieron a carcajadas y casi se cayeron cuando Clover Lee terminó:
—Dijeron que debíais ser italianas.
Pimienta y Paprika se sostuvieron mutuamente para no caerse, hicieron muecas y lanzaron exclamaciones.
—¡Esto es la monda! —jadeó Pimienta—. Por poco me meo los pantalones.
—¡Conque italianas! —gritó Paprika—. Vejestorias ignorantes y obscenas.
—Bueno, yo sé que no sois italianas —dijo Clover Lee—, pero ¿es algo que habéis aprendido de ellas? ¿No afeitaros ahí por alguna razón? Se lo pregunté a Florian, pero él se limitó a toser.
Esto provocó nuevos paroxismos. Cuando se hubieron recobrado, Pimienta contestó, muy alegre:
—Colleen[15], querida, es un simple truco de artista. De mujer artista, mejor dicho. Siempre que la gente ve a una pelirroja, no castaña o negra o rubia, piensa: ¿será su color natural? Las mujeres se lo preguntan con malicia, claro, pero los hombres lo hacen con lujuria, porque no suelen ver otra cosa que vello negro o rubio en la barriga de sus mujeres corrientes.
—Así que nosotras demostramos que somos auténticas, que este color rojo es de nacimiento —añadió Paprika—. Cuando los patanes ven los mechones rosados de nuestras axilas, saben con maldita seguridad que nuestros pubis también son rosas. Mira, convéncete por ti misma, niña. Imaginar ese lugar secreto vuelve locos a los hombres. Y a sus mujeres, verdes de envidia.
—Claro, y por esto nos hemos reído de que nos llamasen italianas —dijo Pimienta—. Diablos, ¿para qué querría una hembra negra demostrar que tiene el pelo negro por todas partes? Y no es con intención de ofender a esa niña del rincón, ¿oyes, alannah?
—Cela ne fait rien —murmuró Domingo.
—¿La habéis oído? «¡Sally Fairy Ann!» —gritó Paprika, sorprendida y encantada—. ¡Por san Istvan, esta niña ya no es una negra! ¡Domingo, ángel, te estás volviendo una verdadera cosmopolita!
Domingo no estaba segura del significado de la palabra ni de si quería serlo, pero dijo con timidez:
—Monsieur Roulette me está enseñando a hablar como una dama. Tanto en americano como en francés.
—Bueno, ángel —dijo Paprika—, si quieres ampliar tu educación mientras viajamos a Europa, te ayudaré con mucho gusto. El magiar es demasiado difícil, pero el alemán te servirá igual cuando estés en Hungría y puedo enseñártelo.
Hablando como un libro de texto, Domingo respondió:
—Gracias, mademoiselle Makkai. Deseo aprender todo lo que pueda.
Pimienta parecía dudosa o quizá desaprobaba aquella proposición, y cuando todas salieron del carromato, murmuró con intensidad unas frases a su pareja. Clover Lee, ansiosa de conocer cualquier secreto, captó sólo las últimas palabras:
—… enseñando tu nido a una y llamando ángel a la otra. Sé cómo calificarlo en magiar.
Edge y Mullenax sacaban brillo a las herraduras de los caballos con ceniza de la estufa cuando Florian se acercó a ellos para decirles:
—Mirad a toda esa gente, llegada una hora antes de la función. Hoy tendremos aquí a todo Baltimore. Los negros locales instalan incluso tenderetes por todo el parque. Venden chicharrones, sopa de terrapene, limonada…
—Bueno, de esto no sacaremos ningún provecho —observó Edge—, pero mantiene el buen estado de ánimo de la multitud. He dicho a los músicos que toquen algo para entretenerla todavía más.
—Todos los patanes que no comen o miran están apostando en el juego del ratón de Fitz. Ya debe de haber ganado un dineral.
—Oh, no me quejo de la afluencia de espectadores —dijo Florian—; lo que pasa es que no quedará nadie en la ciudad para venir a vernos mañana. Y no veo ninguna ventaja en volver a trabajar para cuatro gatos, como hicimos ayer, así que sugiero, capitán Ramrod, que anulemos las funciones de mañana. Emplearemos el día libre en desmantelar la tienda con toda calma, embalarlo bien todo y comprar provisiones para la travesía. De este modo no tendremos que ir con prisas pasado mañana para embarcar con la anticipación debida.
Exceptuando a unos cuantos mirones, demasiado pobres o avaros para pagar la entrada, toda la gente del parque compró billetes y admiraron a Maximus y el museo. Después, cuando Tim y Hannibal tocaron Esperad el carromato —acompañados por el acordeón algo vacilante de Domingo Simms—, todos entraron en la gran carpa. Muchos tuvieron que sentarse en el suelo, alrededor de la arena, o quedarse de pie en los espacios disponibles. Después del intermedio y el espectáculo secundario —y más juego del ratón—, mientras el público de la tarde aún estaba viendo la segunda parte del programa, el parque volvió a llenarse de gente que llegaba pronto para contemplar la ascensión del globo, antes de la función nocturna. Compraron entradas para llenar de nuevo el pabellón, por lo cual, cuando un número considerable de los primeros espectadores decidieron quedarse para la segunda función y pidieron entradas, Florian tuvo que poner el cartelito de «AGOTADAS LAS LOCALIDADES».
Lo hizo sin lamentarlo, de hecho, con satisfacción, porque era la primera vez en toda la gira que habían llenado el circo a tope.
Obedeciendo las instrucciones recibidas, Jules Rouleau preparó con lentitud la ascensión del globo, dando a Fitzfarris tiempo de sobra para obtener pingües beneficios con su juego. Como la ascensión no requería mucho más que soltar los cables de amarre, el único preparativo de Rouleau consistió en ir a buscar al carromato de la utilería una escalera de cuerda y tirarla dentro de la barquilla, con un propósito que no confió a nadie. Entretanto, Florian formó un cono con un cartel del circo y a través de este megáfono improvisado gritó a la multitud circundante:
—Monsieur Roulette ha de esperar a que se ponga el sol para que cese la brisa… Una proeza semejante exige la calma absoluta del aire… Aun así, la empresa es sumamente arriesgada…
Entre estos repetidos anuncios, Tim y Hannibal tocaron con brío una música apropiada para la ascensión de un globo —Más cerca de Ti, Dios mío y otros temas similares— y Domingo los acompañó con el acordeón en todas las piezas que conocía. Por fin, cuando los murmullos del público indicaron que el suspenso cedía el paso a la impaciencia y los clientes de Fitz empezaron a quedarse sin dinero para más apuestas, Rouleau se mojó un dedo y lo levantó en el aire, hizo una solemne seña con la cabeza a Florian para darle a entender que no había nada de viento y, con un ágil salto, se metió en la barquilla. La corneta de Tim ejecutó un floreo, el bombo de Hannibal resonó como un tambor africano y Florian gritó:
—¡Situaos junto a los cables. —Una pausa… y—: ¡Soltad amarras!
Edge, Yount, Mullenax y Fitzfarris soltaron en el mismo instante las cuerdas de las cuatro estacas y el Saratoga dio un rápido salto hacia adelante. Sin embargo, los cuatro hombres continuaron sujetando la cuerda de amarre que ya estaba atada al globo cuando lo adquirieron en casa de Mullenax. Lo fueron aflojando poco a poco, a fin de que el globo subiera despacio, a pequeñas sacudidas, de modo muy poco espectacular. El público tuvo la impresión de que el aeróstato era empujado hacia arriba con un palo. Tim, Hannibal y Domingo tocaban, y esta última y las otras Felices Hotentotes cantaban —más o menos al mismo ritmo sincopado con que ascendía el Saratoga—: «Cen-te-llea, cen-te-llea, estre-llita…» El globo tampoco podía alcanzar una altura muy espectacular, porque el cable de amarre sólo daba de sí unos doscientos metros y entonces los hombres volverían a sujetar el globo a las estacas.
No obstante, el Saratoga era un objeto hermoso y su ascensión, si no impresionante, había sido por lo menos majestuosa, y ahora flotaba a una altura que doblaba la de la Shot Tower de Baltimore, la estructura más alta que la población local estaba acostumbrada a ver, y allí arriba, la resplandeciente seda roja y blanca, que se había elevado sobre la sombra del suelo hasta donde aún seguían brillando los rayos del sol poniente, refulgía a su vez como un pequeño sol. La multitud, después de un suspiro prolongado —«¡Ah-h-h!»— durante la ascensión, profirió de repente otro «¡Ah-h-h!» —esta vez como un jadeo contenido— porque allí arriba Monsieur Roulette se había vuelto loco y saltado fuera de la barquilla.
Incluso los miembros de la compañía se sobresaltaron, porque habían estado ocupados con las amarras y no habían visto a Rouleau colgar de la góndola la escalera de cuerda antes de saltar. Como es natural, había puesto los pies en la escalera, cuyo extremo superior estaba sujeto al borde de mimbre, y ahora ejecutaba las mismas posturas, contorsiones y convulsiones acrobáticas que en la escalera de madera de la pista, y el gentío reía y sollozaba de alivio y también vitoreaba y aplaudía, satisfecho.
O, mejor dicho, la mayor parte del gentío. Alguien tiró de la manga de Florian, diciendo con voz glacial:
—Señor, me han dicho que es usted el propietario de esta empresa.
Florian se volvió y vio a un caballero de mandíbula larga y severa, cubierta por una barba anglicana de pelo corto.
—Lo soy, en efecto, señor. Espero que disfrute del espectáculo.
—Disfrutar no es nuestro objetivo en la vida, señor —contestó el hombre, indicando a las personas que le rodeaban, otros dos o tres hombres y varias mujeres, todos ellos con la misma expresión de pía severidad—. Representamos a la Cruzada de Ciudadanos y nos han hecho saber que su llamado espectáculo incluye cierta rueda de la fortuna.
—Oh, Dios mío —murmuró Edge al oído de Florian—. Maggie Hag ha acertado otra vez.
Fitzfarris habló, noblemente:
—La rueda, como usted la llama, es mía. Y si ha venido a recriminarme, le puedo asegurar que el juego es honesto.
—La honestidad o deshonestidad tampoco nos preocupa —dijo el hombre—. Sólo nos interesa socorrer a las víctimas inocentes del desmán y la indignidad.
Fitz se mostró confuso.
—Bueno, algunos han perdido dinero, lo confieso. Pero, ¿desmán?, ¿indignidad? No veo…
—Deseamos que nos enseñe ese juego —terció una mujer de cara redonda.
—No me importa hacerlo —dijo Fitzfarris—, pero en este momento tenemos a nuestro colega colgado de ahí arriba y…
—Ahora mismo —ordenó la mujer—, o llamaremos a un agente de policía para que le obligue.
Florian dijo a Fitz:
—Monsieur Roulette está bien. Y continuará haciendo piruetas durante un rato. Ve a buscar la madera, sir John.
Fitzfarris fue a buscar la tina y el aparato de madera de pino. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó el ratón, al que tuvo que separar de un pedazo de queso que estaba comiendo.
—Han interrumpido la cena de Mortimer —dijo, colocando al ratón sobre la rueda—. Ahora, los jugadores han de adivinar el agujero hacia el que correrá el ratón. Y Mortimer elige el que le gusta más, sin coacciones ni trucos. ¿Lo ven? Esta vez ha sido el número diecisiete. No hay sistema posible de trucar, dirigir o hacer trampas con este juego.
—Como sospechábamos —dijo una mujer de peinado rígido—. Crueldad hacia los animales.
Preparado como estaba para defenderse de acusaciones de timo, fraude o engaño, Fitzfarris se quedó atónito ante esta denuncia inesperada. Replicó con cierto calor:
—Señora, han sido ustedes quienes han perturbado la cena tranquila de Mortimer. ¿Me han visto a mí ser cruel con él?
—Si no crueldad declarada —contestó uno de los hombres—, no cabe duda de que es una perversión de la conducta natural del animal y una violación de su dignidad.
—¿Dignidad? —repitió Fitzfarris, incrédulo—. Amigo, se trata de un ratón de campo vulgar y corriente. No de un noble caballo que recibe malos tratos. Sólo de un ratón… haciendo lo que hacen los ratones: correr hacia un agujero.
—Pero impulsado por usted —acusó, inexorable, una de las mujeres—, no por iniciativa suya. El animal es víctima de un abuso deliberado.
La mejilla de Fitzfarris que no era azul, se había teñido de rojo, y como parecía incapaz de hablar, Florian intervino:
—Madame, quizá se preocupa usted demasiado por este ratón porque en estos momentos ocupa, por así decirlo, el centro de la atención general. Pero imagínese que encuentra a este roedor corriendo por su cocina. ¿No lo consideraría un animal indeseable y no lo mataría como si fuese una cucaracha?
—Son circunstancias muy diferentes —objetó la mujer, sin inmutarse—. En tal caso el ratón seguiría su curso de vida normal y tendría sus probabilidades normales de supervivencia. En cambio, aquí se le fuerza a realizar actos antinaturales.
Florian, atónito a su vez, sólo pudo farfullar:
—¿Actos antinaturales?… ¿Un ratón de campo?…
Edge habría preferido mantenerse al margen de esta discusión absurda, pero se dio cuenta de que aquellos fanáticos podían ampliar su área de interés y exigir la emancipación del león, del elefante y de los cochinillos de Barnacle Bill. Aunque la intromisión sólo acabase siendo un fastidio, también podía significar una demora y el Pflichttreu zarpaba dentro de dos días.
—Perdonen, amigos —terció en tono amable—. Tengo entendido que se oponen al empleo de un mamífero en el pequeño juego de sir John. Alguien acaba de mencionar una cucaracha. ¿Ofendería menos su sensibilidad si sustituyéramos al ratón por una cucaracha?
Nadie rió ante esta nueva caída en el ridículo. La Cruzada de Ciudadanos intercambió miradas. El hombre de la barba anglicana se la rascó pensativamente y murmuró:
—Hum… bueno… la cucaracha es un invertebrado… un ser de categoría muy inferior en el orden de la Creación…
Edge se apresuró a preguntar:
—Sir John, una cucaracha macho serviría igual, ¿verdad? —Y antes de que Fitz pudiera responder o soltar una carcajada o mesarse los cabellos, Edge se volvió rápidamente hacia los ciudadanos—: Asunto resuelto. Será una cucaracha. Y les damos las gracias, amigos, por ayudarnos a mejorar nuestros métodos. Ahora, señora, ¿desearía hacerse cargo del ratón Mortimer? —La mujer retrocedió con espanto—. Entonces, ¿lo dejamos en libertad? Muy bien. Sir John, permita que Mortimer regrese a su, ejem, hábitat natural.
Meneando lentamente la cabeza con incredulidad, Fitz se arrodilló y dejó con ternura en el suelo al diminuto animal, que echó a correr inmediatamente. Florian, Edge y Fitzfarris dieron media vuelta para ocupar de nuevo su puesto ante la cuerda de amarre del globo. Todos miraron hacia arriba… y vieron que Rouleau, una vez concluidas sus acrobacias, subía de nuevo a la barquilla y soltaba su único vínculo con la tierra. El Saratoga se elevó al instante, alejándose lateralmente de la colina. Sin embargo, era evidente que Rouleau no iba a arriesgarse demasiado en su vuelo libre, porque en seguida tiró de la cuerda que comunicaba con la válvula sujeta al extremo superior del globo. Este fue perdiendo poco a poco su forma de pera y adoptando la de una zanahoria, descendiendo mientras lo hacía. Cada vez más alargado y estrecho —y tan arrugado, que las anchas franjas blanca y roja se convirtieron en rayas—, fue bajando hasta el suelo a cierta distancia, pero todavía en el parque de Druid Hill. La barquilla tocó suavemente la hierba, Rouleau tiró del cabo de desgarre y el globo perdió los últimos restos de gas y, ondeante y tembloroso, se aplanó sobre el suelo.
Con más vítores y hurras, el gentío se precipitó hacia el lugar del aterrizaje. Edge, Fitz, Florian y Mullenax también corrieron, para evitar que pisaran la valiosa seda. Cuando Rouleau bajó de la góndola, quitándose de encima varios pliegues de tela, la multitud le rodeó para estrecharle la mano y darle palmadas en la espalda. En cuanto pudo librarse de las felicitaciones, se acercó, sudado, satisfecho y casi radiante, y dijo:
—Perdón, monsieur le propriétaire, y monsieur le directeur, pero no he podido resistir la tentación de un momento de libertad absoluta.
—No importa, Jules —contestó Edge—, siempre que tú y el globo estéis indemnes. Ha sido una gran culminación del acto.
—Y Dios sabe cuándo tendremos de nuevo esta oportunidad —observó Florian—. Ahora, doblemos la seda, muchachos, antes de que a los patanes se les ocurra la idea de rasgarla en trocitos como recuerdo.
Fitzfarris y Mullenax empezaron a estirar la tela y las cuerdas y Edge fue a ayudarlos. Rouleau corrió a buscar la carreta del globo.
Los tres hombres aún estaban doblando el Saratoga cuando oyeron un tumulto en la parte posterior del terreno, una serie de gritos confusos y el rumor de pasos corriendo de un lado a otro y al final un grito claro:
—¿Hay un médico entre la gente?
—Algo ha sucedido allí —dijo Florian, pero reacio a dejar el globo—. ¿Por qué no viene Monsieur Roulette a buscar esto con la carreta?
Pero quien llegó fue el pequeño Quincy Simms, corriendo descalzo, para decir sin aliento:
—¡Eh! Mas’ Jules haserse daño. Venir todos.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—Ha saltao a la carreta y el caballo ha dao un salto. Mas’ Jules tener pierna en los radios cuando la rueda dar la vuelta. ¡Crrac!
—Oh, Dios mío —murmuró Florian. Los otros hombres ya estaban corriendo—. Alí Babá, tú quédate aquí y guarda el Saratoga. No dejes acercar a nadie. —Y Florian se alejó corriendo.
Acostaron a Rouleau sobre la tela encerada dentro de la carreta del globo. Tenía la cara muy blanca y los dientes apretados y un caballero de edad que llevaba quevedos le palpaba con suavidad la pierna izquierda. Algunos miembros de la compañía miraban, solícitos, desde los lados de la carreta, mientras otros mantenían apartada a la gente. Cuando Florian se acercó, Rouleau separó los dientes lo bastante para esbozar una sonrisa de dolor y decir débilmente:
—Arriesgo los huesos dos veces diarias en el suelo… y hoy en el cielo… y ahora, regardez. Quizá me lo he buscado. Péter plus haut que le cul…
—Chut, ami. C’est drôlement con. ¿Es grave, doctor?
El médico meneó la cabeza, se quitó los quevedos y frunció los labios. Entonces se apeó de la carreta y se llevó a Florian aparte antes de hablar. Edge los siguió.
—Rota en tres puntos y de un modo curioso para su edad. Este hombre debe de tener huesos de adolescente.
—Sí, su agilidad es extraordinaria. Esto es bueno, ¿verdad? ¿Se soldará y curará rápidamente?
—Esto es malo, señor. A causa de la flexibilidad ósea, las fracturas son complicadas; las astillas de los extremos han perforado la carne y la piel. Incluso aunque las fracturas pudiesen reducirse debidamente, el proceso requeriría un mes o más de una rigidez absoluta. Y durante este período de circulación sanguínea restringida, las heridas podrían gangrenarse.
—¿Qué quiere decir? —murmuró Florian.
—Estoy hablando de amputar.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Edge—. ¡Este hombre es un acróbata profesional!
—Son libres de solicitar otra opinión, por supuesto. Les sugiero que lo hagan sin tardanza.
Florian se estrujó la barba. Edge se volvió en redondo y ladró:
—¡Abner!
—¡Yo no soy médico! —replicó Mullenax, dando un paso hacia atrás.
—Entiendes de carpintería. Ve a buscar tablas que midan por lo menos un metro y medio. Si no las encuentras, arráncalas del quiosco de música. ¡Eh, Domingo! Tú, Tim y Hannibal entonad alguna melodía. Fitz, ruge por el león. Florian, haz los preparativos para el espectáculo y avisa cuando esté a punto. Doctor, ¿quiere esperar mientras hablo con el paciente?
—Saint Joseph es el hospital más cercano. El modo más rápido de llevarle…
—Pidamos por lo menos su opinión. Estaré con usted en seguida.
Edge subió con cuidado a la carreta, para no moverla, y dijo:
—No hay tiempo de dorar esta píldora, Jules. Has de elegir: vivir con una sola pierna o tal vez morir con las dos. —Rouleau, que estaba blanco como el yeso, se volvió un poco verde. Edge continuó—: El médico puede amputarla con una sierra y quedarás lisiado, pero vivo. O yo puedo aplicarle un tratamiento que una vez salvó a un buen caballo, dejándolo intacto. Di qué prefieres.
Rouleau no titubeó. Esbozó de nuevo una sonrisa torturada y contestó:
—Si no reacciono como un buen caballo, ami, merezco morir.
—Intenta recordar esto para no gimotear y chillar cuando te duela. —Rouleau se rió antes de volver a apretar los dientes. Edge se asomó al lado de la carreta—: Doctor, ha decidido probar suerte. Muchas gracias, de todos modos.
—¿Qué suerte? —protestó el hombre, pero Edge ya se había vuelto de espaldas y llamaba a gritos a Sarah.
El médico movió la cabeza y siguió al resto del público para ver el león que Fitzfarris anunciaba en voz muy alta.
Mullenax llegó con un puñado de tablas ligeras, un martillo, una sierra, clavos y una de sus eternas jarras. Rouleau bebió un buen trago de whisky, mientras Edge daba instrucciones a Mullenax para la rápida construcción de una artesa de madera, poco honda, parecida a un macetero de ventana. La hicieron con un extremo abierto para que Rouleau pudiese meter en ella la pierna y apoyar el pie contra el extremo cerrado. El artefacto era lo bastante largo para abarcar desde la entrepierna hasta la planta del pie de Rouleau, pero el lado exterior le llegaba hasta la axila.
Edge se volvió hacia Sarah:
—Corre a buscar un saco de ese salvado que tenemos para los caballos, un poco de ácido fénico, algunos palos largos y delgados de nuestra provisión de leña y tiras de ropa que me sirvan para atar. Abner, tú sujetarás con fuerza a Jules mientras le estiro la pierna para ver si puedo encajar los extremos de los huesos rotos. Y tú, Jules, tendrás que relinchar como una manada de potros salvajes, porque esto te dolerá de veras.
Edge esperó a que la música y el ruido de la gran carpa alcanzaran su punto álgido y entonces empezó a estirar, justo por debajo de la fractura superior. Rouleau hizo más que relinchar; gritó y profirió alaridos. Sarah contrajo la cara y se tapó las orejas con las manos. Pero Edge sintió disminuir uno tras otro los tres bultos de la pierna y observó cómo se retraían bajo la carne ensangrentada los extremos astillados de los huesos y —esperaba— volvían a encajar en su sitio. Antes de que terminase, Rouleau dejó de gritar y Mullenax no tuvo que apoyarse en él para evitar que se moviera, porque había perdido el conocimiento. Entonces Edge colocó los palos a ambos lados de la pierna, a guisa de tablillas, y los ató fuertemente con las tiras de ropa. Entre él y Mullenax colocaron con cuidado la pierna entablillada dentro de la caja recién construida, con la tabla larga en el costado izquierdo de Rouleau, entre el cuerpo y el brazo, y la ataron también con tiras de ropa a la cintura y el pecho.
—Sarah —dijo Edge—, antes de que se despierte, moja esas heridas con una buena dosis de ácido fénico.
Mientras ella obedecía, Edge abrió el saco y echó salvado en la caja, comprimiéndolo después con fuerza debajo, alrededor y encima de la pierna.
—Ya está —dijo, secándose el sudor de la frente—, esto la mantendrá casi inmóvil, pero dejará circular el aire a su alrededor. Sarah, tú y Maggie podéis hundir las manos en el salvado siempre que necesitéis tratar estas heridas. Me imagino que Maggie sabrá coserlas y cicatrizarlas. Después volvéis a comprimir bien el salvado. Jules tendrá que yacer quieto y rígido durante unos dos meses, pero, con suerte, vivirá, y saldrá de esta caja con una pierna bastante aceptable. En cualquier caso, así ocurrió una vez con un caballo. Ven, Abner. Mientras siga desmayado, llevémosle al carromato de la utilería, donde está acostumbrado a dormir.
Cuando lo hubieron hecho, Edge y Mullenax llevaron la carreta del globo para recoger el Saratoga y a Quincy, y a continuación se apresuraron a participar en el espectáculo. Con toda probabilidad, era la última vez que el Florilegio se presentaba en los Estados Unidos de América y, además, la compañía tenía que compensar la ausencia de Monsieur Roulette, así que los artistas se esforzaron para ofrecer sus mejores actuaciones. Barnacle Bill decidió que ya había vacilado bastante y aquella noche llevó la jaula del león a la arena, entró en ella y logró que Maximus ejecutara la mayor parte de su repertorio —sentarse, incorporarse, acostarse, rodar, hacerse el muerto—, pero omitió el número de meter su cabeza en las fauces del león y el truco del falso «mordisco».
El Hacedor de Terremotos dejó que el cañón —con el que actuaba por última vez en su vida— le pasara por encima tantas veces, que estaba casi demasiado dolorido para el número nuevo, pero lo hizo, a pesar de todo. Pimienta, y luego Paprika, treparon hasta sus hombros y se mantuvieron derechas sobre ellos. Entonces las trillizas Simms, con mucha menos gracia, treparon hasta los hombros de las mujeres, donde se colocaron en fila —todas ellas cogidas de la mano e inclinadas hacia afuera—, formando un abanico de seis cuerpos a tres niveles. Florian y Tiny Tim incluyeron novedades en su rutina —«¡Uf! Esta patada me ha cogido en Pratt Street!»—, y cuando sir John sustituyó a Monsieur Roulette cantando el himno de Madame Solitaire, cambió algunas palabras:
… Y aunque el corazón de mi pecho adore
a Solitaire, reina de las amazonas,
¡ay, ahora pertenece a Baltimore!
Ahora que se había cumplido su premonición —fuera cual fuese la desgracia de la «rueda» que había anticipado—, Magpie Maggie Hag se repuso de su melancolía y en el intermedio leyó gran cantidad de palmas. Fuera de la tienda, sir John, privado de su juego del ratón, hizo adornadas y floridas presentaciones de todas las curiosidades exhibidas, concluyendo con Madame Alp:
—… y el fenómeno repartirá ahora recuerdos de su monstruosidad, réplicas fotográficas clásicas de sí misma. Para ustedes, damas y caballeros, por la irrisoria suma de cincuenta centavos. La mayor ganga de Baltimore. ¡Pueden llevarse a sus casas a Madame Alp por sólo una quinceava parte de centavo por libra!
—¿Te has fijado, Fitz? —le preguntó después Pimienta—. Cuando todos los patanes habían comprado cartes de visite de la Señora Gorda, un hombre, negro, ha comprado todas las que quedaban.
—No, no me he fijado. Pero, ¿y qué? Hay hombres que admiran a las mujeres exageradamente gordas.
—No es nada, pero me ha recordado a esos viciosos europeos a los que he visto acercarse a hurtadillas para alquilar un monstruo por una o dos noches.
—Mantendré un ojo abierto, pero dudo de que nadie se la lleve en brazos.
Nadie lo hizo. Por lo menos después del desfile de Lorena, la salida y la dispersión de la multitud, Phoebe Simms aún estaba entre la compañía y ya había preparado una buena cena caliente para resucitarlos a todos después del trabajo de la larga jornada. Domingo llevó un plato al carromato de la utilería para Rouleau, pero éste tenía a su lado la jarra de Mullenax y no sentía dolores de hambre ni de ninguna otra clase. Después de la cena, la mayor parte de la compañía yació en la oscuridad veraniega, charlando y fumando. Edge dio un último paseo por el recinto, en parte para ver si todos los animales estaban cómodos y en parte para contemplar el circo por última vez en tierra americana. La gran carpa parecía metálica ahora, cubierta de rocío, que reflejaba la luz de la luna, e iluminado su interior por el pálido resplandor de una linterna, pues Hannibal y Quincy dormían dentro. La tienda misma parecía respirar como una persona dormida, porque la brisa ocasional que entraba en ella hacía susurrar la lona, y las cuerdas, el candelabro y el aro de soporte crujían y entrechocaban. Cuando Edge fue a extender su jergón a la intemperie, bajo las estrellas, sólo Phoebe y Magpie Maggie Hag estaban todavía despiertas, juntas ante el rescoldo de la hoguera, conversando en un murmullo.
Después de que Phoebe se fuera a su carromato, Magpie Maggie Hag permaneció despierta la mayor parte de la noche y entró a intervalos a visitar a Rouleau. Casi todas las veces lo encontró dormido, pero inquieto y febril. No le gustaba administrarle láudano después de su abundante ingestión de whisky, a menos que sufriera un ataque de delirio violento que hiciera mover la caja a la que estaba atado, pero no fue así. De hecho, por la mañana, cuando Edge entró para conocer su estado, Rouleau se encontraba lo bastante bien y con el ánimo suficiente para sonreír y decir:
—Zut alors, esos ratones de Fitzfarris son vengativos. Han estado toda la noche mordisqueando el salvado de mi caja. Puedo soportar el dolor y el aburrimiento, ami, pero ¿tendré que pasar todas las noches con esos rencorosos animales haciéndome cosquillas en la pierna?
—Alégrate de ello —dijo Edge—. Mientras puedas sentir las cosquillas de los ratones, tu pierna estará viva, y tú también.
El desmantelamiento de la gran carpa no se hizo «con calma», como había dicho Florian, pero sí lentamente, ya que faltaba otro hombre de la compañía. El trabajo duró hasta las doce y para entonces las mujeres ya habían terminado la complicada cuestión del equipaje, pues era necesario decidir qué podía darse a guardar durante toda la travesía y qué debía tenerse a mano por si hacía falta. Cuando todos hubieron comido un tentempié a mediodía, Florian los congregó a su alrededor.
—Damas y caballeros, ahora voy a pagarles otra ronda de salarios. Después, todos los que deseen acompañarme a la ciudad podrán hacerlo, a fin de comprar las cosas necesarias para el viaje.
La mujeres se hicieron señas con la cabeza y empezaron a comparar notas sobre sus compras respectivas. Edge contó con los dedos la cantidad de provisiones requerida por los animales. Mullenax murmuró que debía embarcar bien provisto de bebida y, mientras estuviera en la ciudad, también se ocuparía de ciertos refrigerios horizontales.
—Un consejo a todos —advirtió Florian—. No compréis más de lo que necesitéis hasta llegar a Italia, pues os puedo asegurar que allí las cosas serán más baratas que aquí.
—Mas’ Florian —dijo Phoebe Simms—, ¿poder ir yo también, esta vez?
—Claro que sí, Madame Alp. Ahora ya no importa que el público te vea en déshabillé.
—Bueno, no ir a ese sitio. Ir al barrio negro.
—¡Madre! —murmuró Domingo, exasperada y confusa—. Quería decir sin disfraz.
Fueron todos excepto Magpie Maggie Hag, que se quedó a cuidar de Rouleau, y Hannibal, que se quedó a vigilar todo lo demás. Y todos consiguieron apiñarse en el carruaje de Florian y en el carromato menos cargado, que era la carreta del globo. Bajaron de las alturas a la miasma de la ciudad y se detuvieron en la base de la Shot Tower de los Comerciantes.
—Este edificio es visible desde cualquier punto de la ciudad —dijo Florian—, así que nos encontraremos aquí cuando se ponga el sol.
Edge y Yount se fueron en la carreta del globo a buscar una tienda de comestibles y un mercado de carne. Los otros miembros de la compañía se dispersaron en varias direcciones, solos, en parejas o en grupos, y Phoebe Simms se fue separada de sus hijos. Unas horas más tarde, ella y Florian fueron los primeros en encontrarse en el lugar convenido. Florian estaba repantigado en el pescante del carruaje, asustando ociosamente con el látigo las moscas que se posaban en la grupa de Bola de Nieve, cuando Phoebe se le acercó a paso decidido.
—Ah, Madame Alp. ¿Ya has terminado tus gestiones en el barrio negro? Veo que te has comprado un sombrero. Es, ejem, todo un sombrero.
—Muchas grasias. ¿Yo poder preguntarle, algo mas’ Florian? ¿Dise la ley que yo perteneser a todos vosotros porque escaparme en vuestra compañía?
—Pues, no, claro que no. Ahora ya no perteneces a nadie. Eres tan libre como cualquier mujer blanca que anda por esta calle. Santo cielo, ¿acaso te hemos hecho sentir que eres nuestra esclava?
—No, zeñó. Por eso costarme ahora deciros adiós.
—¿Qué?
—Verá, yo casarme.
—¿Que te casas?
—Sí, zeñó. Un caballero muy fino me hase la corte. Quisá usté lo conose. Yeva sapatos amariyos y sombrero de copa. Ha estao en las cuatro funsiones que hemos dao en Baltimore, sólo para admirarme. Ha comprao todas mis postales para podé hablar conmigo. Ahorita vengo de su casa y hemos decidío casarnos.
—Pero… pero… Madame Alp, eres nuestra insustituible Señora Gorda.
—Por eso gusto a Roscoe. Le ha desengañao un poco que yo no estar tan gorda como en las fotos, pero dise que ya me engordará. Tie dinero para haserlo, ser capatás del Dique Seco Ches’peake y Maine, un gran negosio de negros, fundao por negros libres, y es muy próspero. Roscoe ser uno de los jefasos. Tie una casa bonita, un cabayo y un carruaje…
—Bueno, le felicito de corazón y… y también a ti. Pero esto es muy inesperado. Perderte la víspera del viaje y perder a las trillizas y a…
—No, zeñó. A Roscoe no gustarle la prole de otros hombres. Querer fundar nuestra propia familia.
—¡Madame Alp! ¿Te marcharías, abandonando a tus niños?
—Esas chicas ya no ser niñas, mas’ Florian. Han cogío muchos humos en un par de semanas. Ahorita ser mujeres y poder cuidar a Quincy. No se preocupe.
—¡Mujer, no estoy pensando en mí mismo, sino en ellos! En lo mucho que te encontrarán a faltar.
—¿Querer saber cuánto encontrarme a faltar, zeñó? ¿Querer saber cuánto encontrar a faltar alguien a cualquiera? Si ir al estanque del parque y meter el dedo en el agua, ver el agujero que deja. Mas’ Florian, una mamá saber que cuando sus niños se avergüensan de eya, su trabajo se ha acabao.
—Oh, vamos, esto es sabiduría popular sin ningún…
—Ser sabiduría de madre. Madre negra o blanca, no haber diferensias. No, zeñó. Yo hablar esto con miss Hag y eya estar de acuerdo. Esas niñas ser pronto personas importantes, con un gran futuro. Domingo ya hablar mejó que la vieja señora Furfew. Esas niñas no querer cargar con una mamá gorda ignorante y negra.
Florian probó todos los argumentos y medios de persuasión que se le ocurrieron, incluyendo las perspectivas más halagüeñas para la propia Phoebe —«¡Si Europa está llena de monarcas africanos que la visitan!»—, pero ella insistió en que el capataz de la Compañía Chesapeake & Maine de Diques Secos era el único marido que necesitaba y mucho mejor de lo que jamás había esperado encontrar.
—En fin, te hemos perdido —suspiró por último Florian—, y lo lamentamos, pero deseamos lo mejor para ti y Roscoe. Os haremos incluso un regalo de boda. Sé que los yanquis han prometido a todos los negros libres del sur dieciséis hectáreas y un mulo. No tengo las dieciséis hectáreas, pero antes de zarpar mañana, te dejaré nuestro mulo atado a un árbol del parque. Tú y Roscoe podéis ir a buscarlo cuando queráis.
—Muy bondadoso por su parte, mas’ Florian. Se lo agradesemos mucho.
—Y ahora, aunque sentiría mucho perder a las trillizas, tengo que volver a preguntarte: ¿no desearías confiarlas a alguna tía, o tío u otro miembro de tu familia?
—Ya dejarlas con la familia, mas’ Florian. Todos ustedes ser familia.
—Desde luego, ha sido un cumplido para nosotros —dijo Florian a Edge y Yount cuando éstos llegaron más tarde con la carreta del globo llena hasta arriba de balas de heno, sacos de grano y tiras de carne ahumada—, pero la cuestión es que se ha ido y no sé cómo dar la noticia a esas criaturas.
—Será mejor que se preocupe sobre cómo decírselo a Fitz —observó Edge—. Ahí viene ahora. Ha perdido una parte importante de su espectáculo.
Fitzfarris, Sarah y Clover Lee llegaban juntos, con los brazos llenos de paquetes pequeños. Florian anunció, confundido, que Madame Alp los dejaba para casarse.
—Vaya —comentó Sarah—. Quién habría dicho que sería la primera de nosotras en pescar un marido entre el público.
—Mierda —fue el único comentario de Fitzfarris.
—Sí —asintió Florian—. He pensado en seguida en ir al orfanato local, sir John, para ver qué pueden ofrecernos como sustituto. Un retrasado mental o algo parecido. No obstante, sin credenciales plausibles, me ha resultado siempre muy laborioso convencer a un superintendente o a una madre superiora de que soy un médico dedicado a la investigación, que busco sujetos para mis estudios. No, no habría tiempo.
—Ya llegan casi todos los demás —dijo Yount—. Empezaré a colocarlos en la carreta, encima de toda esa carga.
—Pon a los niños Simms en mi carruaje —ordenó Florian—. Y tú, Madame Solitaire, hazte sitio entre ellos y durante el camino de vuelta al campamento comunícales la mala noticia con la mayor suavidad posible. Intenta convencerlos de que, como ha dicho Phoebe, aún tienen una familia.
Por lo visto Sarah lo consiguió, o tal vez los niños ya estaban acostumbrados a aquellas alturas a continuos cataclismos en sus vidas. Sea como fuere, no salieron corriendo para buscar a su madre ni lloraron ni demostraron abiertamente una gran aflicción. No obstante, todos —en cuanto hubieron entrado a ver a Rouleau para saludar con cariño al inválido— se esforzaron por mantener a los pequeños Simms demasiado ocupados para entristecerse. Edge y Sarah sentaron a Lunes y Martes sobre sendos caballos y los hicieron dar vueltas a la pista, que ahora estaba al aire libre, y Pimienta y Paprika impusieron a Domingo y Quincy una agotadora rutina de ejercicios acrobáticos. El miembro de la compañía más afectado por la deserción de Madame Alp fue Magpie Maggie Hag, ya que tuvo que volver a encargarse de la cena, lo cual hizo de muy mala gana.
—Lo tienes bien merecido —le dijo Florian—. Podrías haberla disuadido diciéndole que Roscoe pega a las mujeres o algo similar.
—Le he dicho la verdad, que es un buen hombre. Engaño a los patanes, sí, pero nunca a una hermana del espectáculo. Vete. Déjame guisar.
Florian se fue al estanque del parque y se puso en cuclillas junto al agua, sumido en solemne meditación. Varios transeúntes le miraron de soslayo, porque no dejaba de introducir un dedo en el agua y contemplar después los pequeños rizos que disminuían y desaparecían rápidamente.
El barco carbonero de vapor Pflichttreu parecía aún más feo que cuando Florian y Edge lo habían visto por primera vez, porque sus principales bodegas estaban llenas y se había hundido más en el agua, de modo que los tiznados palos y vergas eran más fácilmente visibles. Además, descargaba vapor y su única chimenea, alta y delgada, despedía un chorro de humo sucio y hollín que no se elevaba mucho en el aire antes de descender sobre la cubierta y el muelle como una nieve pegajosa y negra. Aunque ya se había concluido la carga por tobogán, las grúas del buque seguían funcionando para izar a bordo sacos de carbón. Sus aguilones crujían y gemían al hacer girar las plataformas de sacos del muelle a las escotillas de cubierta, donde los miembros de la tripulación, tan tiznados de negro como todo lo demás, los colocaban en los espacios todavía disponibles de la bodega.
Florian detuvo la caravana a cierta distancia de la actividad y las nubes de hollín que la rodeaban. En el muelle se apiñaban ya muchos supernumerarios y ociosos para ver zarpar el barco. Probablemente se trataba de marineros sin empleo o libres de servicio y de estibadores que, sentados sobre cabos enrollados o apoyados en bolardos por toda la zona portuaria adoquinada, fumaban pipas cortas o masticaban tabaco e intercambiaban comentarios —la mayoría peyorativos— sobre los procedimientos de carga del Pflichttreu y la competencia de su tripulación. Sin embargo, incluso desde aquella distancia, Florian pudo distinguir que, pese al aspecto en general desagradable del buque, el capitán Schilz había tomado por lo menos una caballerosa medida en favor de sus pasajeras. La única pasarela que comunicaba el buque con el muelle era la escalerilla de peldaños corriente, pero ahora estaba provista de una «pantalla de virginidad», o trozo de lona que la tapaba por debajo de un extremo a otro, a fin de que los trabajadores y ociosos no pudieran ver las piernas de las damas cuando subieran por ella.
Florian se apeó del carruaje.
—Vigila, Zachary. Asegúrate de que nadie se escapa, como ha hecho Madame Alp. Voy a la oficina para que Herr Mayer me devuelva el dinero de su pasaje. —Hizo una pausa—. Y ahora, ¿qué diablos pasa?
Retrocedió hasta el carruaje para protegerse cuando tres hombres corrieron hacia él por el empedrado, farfullando algo en voces altas y excitadas. No sólo corrían, sino que saltaban y brincaban alegremente, señalando los carromatos y haciendo señas al elefante, como si fueran viejos conocidos suyos. La lengua que hablaban era totalmente ininteligible, pero repetían una y otra vez una exclamación: «Kong-ma-jang!» Eran hombres muy bajos, no mucho más altos que Tim Trimm, y extremadamente flacos. Tenían caras simiescas, de tez amarillenta, y eran a todas luces orientales, pero de edad imposible de determinar; cualquiera de ellos podía tener de treinta a sesenta años. Llevaban camisas ablusonadas y pantalones que habían sido de algodón blanco pero que ahora eran harapos grises, e iban descalzos.
Al llegar ante el sorprendido Florian, ejecutaron una extravagante serie de complicados saludos orientales. Luego dos de ellos se tendieron en el suelo en posición supina y en direcciones opuestas y levantaron las piernas. El tercero dio un salto y se enroscó como una pelota en el aire y los otros dos empezaron a lanzárselo el uno al otro, haciéndolo girar primero en una dirección y después en la otra.
—¡Diantre! —exclamó Florian—. Antipodistas. Un número de Risley.
—¿Cómo? —preguntó Edge, que también se había apeado.
—Antipodistas. Equilibristas con los pies y acróbatas cabeza abajo. Están haciendo lo que se llama un risley, por un juglar inglés de la antigüedad; pero en realidad procede de Oriente.
—Y ellos también —dijo Fitzfarris, aproximándose—. Yo diría que son chinos.
—¿Cómo habrán llegado hasta un muelle de Baltimore?
—Los ferrocarriles del Oeste emplean a muchos chinos para los trabajos pesados —explicó Fitz—. Apostaría algo a que este trío vino en tercera clase (o, más literalmente, de polizón) en un mercante chino cuyo destino creyeron que era California. Es probable que no sepan siquiera dónde diablos están. No parecen saber una palabra de inglés.
Los chinos, si es que lo eran, se habían puesto de pie y volvían a hablar y gesticular frenéticamente. Su tono parecía urgente y apremiante. Cuando se señalaban a sí mismos, decían con acento sombrío: «Han-guk» y orgulloso: «Kwang-dae». Cuando señalaban los carromatos, decían, implorantes: «Kong-ma-jang».
—Yo diría que esto significa circo —observó Edge—. No saben leer las palabras, pero reconocen los carromatos de un circo cuando los ven.
—Y me parece que nos están pidiendo que los llevemos con nosotros —dijo Fitz.
—Pues eso haremos —respondió Florian, con repentina decisión—. Acabamos de perder a una curiosidad y nuestro acróbata estrella está inválido. Necesitamos un número nuevo. Los aceptaremos.
Edge sugirió, prudente:
—¿No deberíamos decirles adónde vamos? Quiero decir que si creen que ahora están en California, ¿qué pensarán cuando desembarquen en Italia?
—No será más extraño para ellos que Baltimore. Es evidente que están extraviados, perdidos, aturdidos sin duda por las costumbres locales, sin trabajo y desesperados. Nosotros les daremos empleo y sustento.
—Se disponía a pedir al señor Mayer que le devolviese dinero. Ahora tendrá que comprar dos pasajes más.
—No, señor —dijo Florian, en el mismo tono decidido—. Fitz, desnuda a los chinos y ponlos entre los objetos del museo. Cuando Herr Mayer venga a contar cabezas, le diré que son monos. —Fitz y Edge profirieron exclamaciones de asombrada y divertida protesta, pero Florian los hizo callar—. Si se niega a creerlo, le convenceré de que todos juntos no pesan tanto como Madame Alp.
Así, pues, Fitzfarris reunió a los chinos y se los llevó al carromato del museo. Bajó uno de los paneles laterales, abrió la tela metálica y les indicó que viajarían allí dentro. Entonces, con cierta repugnancia, empezó a desnudar a uno de los hombres, indicándoles por señas a los otros que hicieran lo mismo. Los chinos se quedaron un momento perplejos, pero luego parecieron aceptarlo como otra costumbre californiana y obedecieron. Desnudos, subieron y se mezclaron con los animales disecados. Fitz ajustó de nuevo la tela metálica, cerró el panel lateral y los dejó en la oscuridad.
El ardid de desnudarlos resultó innecesario. Herr Mayer salió, en efecto, de su oficina para contar a los pasajeros, carromatos, animales y otros artículos de la lista facilitada por Florian, pero cuando éste le dijo al pasar de prisa por delante del carromato del museo: «Aquí dentro están los ejemplares taquidérmicos que le mencioné», Herr Mayer no le ordenó que lo abriera. Tampoco se ofreció a devolver dinero cuando el cómputo de pasajeros reveló que faltaba uno. Florian decidió no forzar la suerte y no dijo nada.
Por fin terminaron de cargar sacos de carbón y entonces las grúas del barco pudieron usarse para izar a bordo el circo. Edge y Yount se encargaron de conducir uno tras otro los carromatos hasta el lado del barco y allí desenganchar los caballos, mientras los estibadores colocaban arpeos entre carromato y plataforma y los cargadores de la cubierta accionaban un cabrestante de vapor para izar cada carromato y dirigirlo a bordo.
Hubo un momento de ansiedad cuando le tocó el turno al carromato del museo, porque resultó que Fitzfarris no había cerrado bien el panel lateral. El carromato había llegado sólo a la regala del barco y se balanceaba en el aire cuando el panel se abrió. Los miembros de la compañía contuvieron el aliento al ver a los cargadores mirar incrédulos, con la boca abierta, a los tres seres pequeños, amarillentos y desnudos que se agarraban, aterrorizados, a la tela metálica. Pero lo único que ocurrió fue que un viejo marinero escupió jugo de tabaco, y observó, imperturbable, a un compañero más joven:
—Ya te lo dije, muchacho. La marea trae cosas extrañas. —Y cerró de nuevo el panel.
Maximus profirió quejas vociferantes, inquietando a los marineros que vigilaban la carga del carromato de la jaula. En cambio, cuando izaron a bordo al elefante, con una eslinga en torno a su vientre, Hannibal se colgó también de ella, murmurando en tono tranquilizador: «Calma, Peggy, calma», y el animal pareció disfrutar incluso de la breve suspensión, liberadas por una vez sus patas del considerable peso. El elefante, con el enjaulado Maximus como compañía, y los otros dos carromatos fueron colocados a estribor de la cubierta de proa, y el carruaje y los tres carromatos restantes a babor. Se ataron todos los vehículos y se trabaron sus ruedas y se sujetó al elefante a las cornamusas de la regala, encadenando sus dos patas derechas. Después la actividad se trasladó a la grúa de la cubierta de popa. Se izaron los ocho caballos mediante eslingas en torno al vientre, pero no se portaron con la placidez de Peggy, sino que relincharon con los ojos fijos y cocearon, casi destrozando la cabeza de un par de marineros, hasta que pudieron sujetarlos a la borda.
Mullenax dejó subir solos por la escalerilla a sus tres cerditos, lo cual hicieron con mucho brío, para diversión de trabajadores y curiosos. Mullenax los dirigió a la cubierta de popa y los dejó haciendo sus propias camas en la paja esparcida para los caballos, advirtiendo antes a los marineros que los cochinillos no eran provisiones para la cocina. Los demás miembros de la compañía también subieron por la escalerilla, todos cargados con su equipaje de mano. Los compañeros de Rouleau, que yacía en su jergón, fijado sobre unas tablas, le sacaron con gran cuidado del carromato de la utilería antes de que éste fuera izado a bordo. Colocaron su lecho de enfermo sobre una de las plataformas para cargar el carbón e incluso los toscos marineros hicieron gala de una gran suavidad cuando lo bajaron a la cubierta y lo llevaron a un camarote.
Se habían asignado a los pasajeros cinco de los camarotes de cuatro literas situados en la «isla» de la superestructura entre los palos de proa y de popa. Sólo Florian y Fitzfarris se instalaron en el de Rouleau, a fin de que tuviera la mayor cantidad de aire posible para respirar. Hannibal insistió en dormir en cubierta con su Peggy, y Quincy compartió el camarote con sus tres hermanas. Quedaba uno para los otros cuatro hombres blancos, y las cinco mujeres blancas estuvieron encantadas de compartir entre todas dos camarotes. En cuanto pudo hacerlo sin llamar la atención, Fitzfarris fue a hurtadillas a la cubierta de proa para bajar el panel del furgón del museo, con objeto de que los tres chinos tuvieran luz y aire y una vista del mar, e incluso cambió de sitio a los ocupantes disecados del museo para que los vivos pudieran acostarse en el suelo.
En cuanto hubieron guardado su equipaje, todos los miembros de la compañía se apiñaron en la cubierta de popa para ver levar anclas al Pflichttreu. Los ociosos del muelle abandonaron su ociosidad el tiempo suficiente para desamarrar los cables de los bolardos, que los marineros de cubierta halaron y enrollaron. Se oyó un clamor de campanas, silbatos y chorros de vapor. La chimenea del centro del buque escupió una nube de humo negro que desprendió una lluvia de hollín grasiento, y la mugrienta cubierta de hierro empezó a retemblar cuando las máquinas se pusieron en marcha. La franja de agua sucia que separaba al barco del muelle empezó a ensancharse con lentitud y en la cubierta se inició una vibración continua que sacudía ligeramente a todos cuantos se encontraban en ella. Pimienta dio un codazo a Paprika y murmuró: «Mira hacia allí», indicando a Lunes Simms, cuyo rostro estaba en éxtasis mientras frotaba los muslos uno contra otro.
—Esa chica vuelve a moler mostaza.
Nadie más se dio cuenta. Todos contemplaban cómo la zona portuaria de Locust Point se alejaba de ellos… y después toda la ciudad de Baltimore, que pareció apiñarse en torno a la Shot Tower a medida que disminuía de tamaño. Se produjeron varios cambios en el ritmo de la vibración y varias densidades de lluvia negra mientras el barco carbonero realizaba pequeños cambios de rumbo para dirigirse hacia el canal. Luego el fuerte McHenry se acercó por el lado de estribor y el lazareto municipal por el de babor. Entonces, casi de repente, la tierra se distanció en ambos lados y el Pflichttreu salió del puerto interior para entrar en el ancho río Patapsco y todo el mundo en cubierta profirió un fuerte hurra. Habría una breve demora cuando desembarcaran al práctico del puerto y la tierra aún sería visible a ambos lados, próxima o distante, mientras el barco carbonero avanzara lentamente por la larga bahía de Chesapeake. Pero ya navegaban hacia Europa.