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Así, pues, desde el día del estreno en Pest el programa del Florilegio se vio recortado una vez más. Durante el espectáculo principal Yount tuvo que reincorporar su antiguo número de Hacedor de Terremotos y la competición con Brutus para sustituir su prueba de fuerza con el Turco Terrible. En el espectáculo complementario sir John sólo tenía dos actuaciones que presentar: su número de ventriloquía con la Pequeña Miss Mitten y Medusa con sus serpientes, ya que todas las otras atracciones eran exhibiciones inertes: los Hijos de la Noche, la momia de la Princesa Egipcia, su propia cara tatuada y el Auerhahn, o siketfajd, como se llamaba aquí en Hungría.
Yount se ofreció a pasar su tiempo libre aprendiendo a pedalear en el velocípedo… y así lo hizo, llegando a ser por lo menos tan bueno como Shadid, aunque nunca tan ágil como Cecil Wheeler, y pronto pudo ejecutar el número con Daphne y no tardó mucho en poder incluso zambullirse de cabeza en el tanque en llamas.
—No es muy diferente de galopar hacia los cañones de Custer en Tom’s Brook —dijo después de su primera y feliz tentativa.
Aquel aciago día de estreno Florian fue a la comisaría de policía más cercana para dar cuenta del fallecimiento de Spyros Vasilakis, y su informe no fue recibido con el instantáneo e intenso interés, suspicacia e investigación que podría haber despertado en Austria o Baviera. La policía se limitó a tomar lánguidamente nota del suceso y sugirió que Florian rompiese el salvoconducto del hombre en cuanto pudiera. Luego le dejaron salir sin ninguna pregunta ni exigencia de una investigación ni la formalidad de enviar a un funcionario a dar una ojeada al cadáver para certificar la muerte de Spyros. Después Florian fue a gestionar el entierro en el cementerio macedonio griego local y, con permiso de Meli, el funeral se celebró sin el bullicio y colorido de la pompa circense para no llamar la atención del público y rodear de superstición toda la estancia del Florilegio en Budapest.
Ni esta tragedia ni la consecuente abreviación del espectáculo hicieron disminuir la afluencia de público; los ciudadanos continuaron llenando la carpa y aplaudiendo sin reservas. Los miembros del circo notaron algo interesante en aquel público: en Hungría los pretzels parecían ser el único tentempié aprobado, aceptado y de moda durante los intermedios de un espectáculo. Cada vez que la carpa se vaciaba en el intervalo entre las dos partes, todos los espectadores, jóvenes y viejos, acudían en tropel a los puestos de la avenida que vendían esas grandes y crujientes roscas saladas. Entonces todos, incluso las viudas más dignas y mejor vestidas, se paseaban mordisqueando las roscas mientras compraban en las otras barracas o veían el espectáculo secundario o se sentaban para que Magpie Maggie Hag leyera sus palmas salpicadas de sal. Los varones, incluyendo a los niños, también fumaban szigaretta mientras comían los pretzels.
Los miembros del circo estaban tan encantados con Budapest como Budapest parecía estarlo con ellos. El parque municipal de Pest era un recinto delicioso, menor que el Prater de Viena, pero que contenía toda clase de paisajes, desde una tupida selva hasta praderas aterciopeladas, parterres multicolores, estanques con cisnes, fuentes y cascadas, senderos para caballos y caminos para pasear. Además tenía en un extremo una pequeña zona de atracciones con tiovivo, rueda de barcos oscilantes, terreno para juegos infantiles y numerosas barracas de feria. A cierta distancia de toda esta actividad se hallaba el elegante y exclusivo restaurante Gundel’s, cuyos comedores tenían paredes recubiertas de madera y asientos de cuero y felpa, arañas en el techo y candelabros sobre las mesas; los camareros llevaban frac y eran eficientes y discretos; y en las cocinas los mejores chefs guisaban las viandas más exquisitas de Pest y Buda. Los miembros del circo cenaban allí siempre que tenían tiempo de vestirse con la elegancia que requería aquel ambiente.
—Los húngaros tienen un dicho —observó Florian en una visita, después de una cena que empezó con el aperitivo de almendras Bugac y sopa fría de cerezas agrias, siguió con lucio en salsa de pepinos, un gulash gitano con trozos de muchas carnes, capas de espárragos y setas, fideos a la crema con alcaravea y páprika verde y Aszú Tokaji para regarlo todo, y concluyó con buñuelos de crema bañados en chocolate, café turco hecho con agua de rosas y, por último, brandy de albaricoque—. Los húngaros dicen: «Si pudiéramos permitirnos el lujo de vivir como vivimos, ¡ah, qué bien viviríamos!»
La gente del circo solía divertirse con el entretenimiento favorito de los habitantes de la ciudad: pasear por calles, plazas y bulevares. Los hombres de la compañía lo hacían sobre todo para admirar a las numerosas mujeres que paseaban para ser admiradas. Más que en cualquier otro lugar de los visitados por el Florilegio, allí abundaban las mujeres y muchachas seductoramente bellas, de pechos altos y piernas largas. Incluso las niñas apenas llegadas a la pubertad eran bonitas como potrancas. Y ninguna de ellas, desde las ninfas incipientes hasta las matronas maduras, llevaba nada bajo la blusa veraniega que se pareciese a una camisa o un sujetador.
—¡Cielos! —exclamó Daphne la primera vez que fue al centro urbano—. Hasta se les pueden ver los pezones. Ni siquiera en París he visto vestir así a las mujeres respetables.
Su compañero, Florian, dijo con indulgencia:
—¿Por qué deberían ser las mujeres poco respetables los únicos espíritus libres?
Daphne aspiró con fuerza por la nariz.
—Bueno, las mujeres de Budapest pueden ser atractivas y bien formadas desde la adolescencia hasta la madurez, pero se marchitan rápidamente a partir de esa edad. Mire, las viejas son matronas ajadas vulgares y obesas.
—Esas son las campesinas que viven en los pueblos. Verías tipos iguales, querida, en los puestos de vuestro Covent Garden. ¿Acaso las damas soignées del Mayfair londinense se ajan o engordan de este modo? No, y tampoco las damas del civilizado Budapest. Envejecen graciosamente y, al llegar a cierta edad, no se pasean para ser admiradas, sino que dan recepciones en sus casas… bien acompañadas de admiradores, te lo aseguro.
Había otras cosas para ver y admirar, además de las mujeres hermosas. Aunque Pest era una ciudad francamente —incluso flagrantemente— comercial, también era, como lo expresó Willi Lothar, «una ciudad muy acogedora». Casi todas las calles estaban adoquinadas formando intrincados dibujos y muy bien iluminadas de noche por decorativas farolas. Las líneas de tranvía aún eran escasas, pero había un animado tráfico de otros vehículos, desde carretas tiradas por bueyes hasta imponentes carruajes de cuatro caballos. De día casi todas las plazas eran bulliciosos mercados al aire libre. Desde lejos todos estos mercados parecían iguales: hileras de puestos y carros bajo alegres sombrillas o toldos de muselina pintada. Pero también se podían oler desde lejos, lo cual permitía diferenciarlos según las mercancías en venta. Una plaza despedía el perfume de flores procedentes de los viveros de la isla de Margit, río arriba, y otra el aroma fresco de las hortalizas cultivadas en los huertos de la isla Csepet, río abajo, y otra el olor menos apetecible del pescado cogido en el propio río.
Las numerosas atracciones culturales de Pest —museos, teatros, galerías de arte, la Opera— se albergaban en edificios de soberbio diseño, y los arcos, paredes, columnas, cúpulas y bóvedas de estos edificios no estaban adornados por adiciones superfluas. En cambio, los edificios comerciales mucho más numerosos de la ciudad, aunque gran número de ellos fueran también magníficos arquitecturalmente, adolecían de un exceso de chillones anuncios publicitarios. Todas las paredes planas, aunque estuvieran a seis pisos de altura sobre la calle, se veían abarrotadas de mensajes multicolores en ornamentadas letras, y algunos ilustrados con una fotografía del producto anunciado o de una espectacular mujer desnuda o de un niño gracioso o de un hombre sucesivamente calvo y muy peludo antes y después de usar el producto. Muchos edificios tenían letreros que los rodeaban como cintas entre dos hileras de ventanas, hasta el último piso. Y la mayoría de los carteles estaban por duplicado, el mensaje magiar repetido en alemán, así:
OLMOSY FERENC
Gyára
FRANZ OLMOSY
Fabrik
Algunos de los letreros sobre los establecimientos de la calle, aunque sólo estuvieran escritos en húngaro —KAVEHAZ, CZIGARETTA—, eran lo bastante comprensibles para que los recién llegados reconocieran que se trataba de cafés o estancos y se convirtieran en sus clientes. El Kavehaz New York, de hecho un local demasiado suntuoso para llamarse café, llegó a ser el lugar favorito de la compañía para tomar un refresco antes o después de un largo paseo por la ciudad. Los camareros aprendieron los nombres de los artistas y éstos se acostumbraron a ser interpelados al estilo magiar; por ejemplo, Maurice era LeVie úr, Gravrila era Smodlaka né, Domingo Simms kisasszony. Lo que les causó más problemas durante un tiempo fue la moneda local. Hungría seguía usando los kronen, gulden y kreuzers del imperio austríaco, pero la nación ya introducía las coronas, los forints y los fillérs de acuñación propia, por lo que los extranjeros —y los propios húngaros— sufrían cierta confusión hasta que aprendían a llevar las dos monedas en bolsillos o bolsos separados y hacer rápidos cálculos entre ellos.
Varios miembros de la compañía encontraron otros lugares preferidos en la ciudad. Cerca de los muelles del Danubio, Dai Goesle halló un raktároz tengerészeti. Se trataba de una tienda de efectos marinos y Goesle era tan incapaz de pronunciar este nombre húngaro como los dueños de la tienda de pronunciar el suyo, pero aun así lograron comunicarse de alguna manera. Y allí compró la lona, los postes, la cuerda y demás artículos necesarios para hacer las dos nuevas tiendas vestidor que quería Florian. Y después volvió con frecuencia al establecimiento, siempre que el circo necesitaba algo así como argollas, hebillas, barniz, etc., y siempre salía con el objeto exacto que buscaba, del tamaño, grosor o color exacto.
Las mujeres del circo descubrieron pronto el Nagyáruhaz Párizsi o Almacenes de París, una especie de emporio totalmente desconocido para las mujeres que no habían estado nunca en París. Comprendía todas las tiendas imaginables bajo el mismo techo y la misma dirección, no dividido en tiendas separadas sino en «departamentos» repartidos entre los varios pisos, entresuelos y balcones interiores de un edificio inmenso. Allí se podía comprar whisky escocés, una alfombra turca, un crucifijo rumano, sedas de Sicilia —cualquier cosa desde un solo botón a los enseres de toda una casa—, de modo que casi todas las mujeres de la compañía encontraron excusas para curiosear por allí al menos una vez por semana. Cuando Agnete compró allí cierta cantidad del incomparable encaje de bolillos húngaro, oyeron decir en broma a Yount:
—No me importa el dinero, Dios mío, no; pero me parece mucho gasto por una tela llena de agujeros.
Carl Beck pasaba casi todos sus ratos de ocio probando uno tras otro los enormes y elegantes balnearios de la localidad. Cuando no estaba sumergido en una agua o barro milagrosos —en una gruta de roca natural o en una piscina de alabastro de Babilonia o un tanque balneotermomagnético—, ingería algún curalotodo patentado o se untaba con él. Nunca abandonaba o entraba en el parque municipal sin detenerse a tomar un vaso lleno del agua caliente de manantial que manaba de un grifo público en la fuente de mármol junto a la verja del parque. Apestaba siempre a la loción capilar Bánfi o al Kneippkura o el Sámson-balzsam con que se frotaba la calva e incluso en Gundel’s o en el New York vertía en el café de agua de rosas unas gotas de su omnipresente frasco de elixir vivificante Béres.
Grupos de gente del circo también iban de vez en cuando a la plaza de Francisco José, a orillas del río, y desde allí subían la cuesta adoquinada que conducía al puente de Cadenas entre dos gigantescos leones de piedra. Los vehículos que usaban el puente para ir y venir de la ciudad menor de Buda tenían que pagar unos fillérs por el privilegio. Los empleados del puesto de peaje podrían haber cobrado mucho más dinero si hubiesen hecho pagar a los peatones, porque éste era otro paseo predilecto de todos los ciudadanos, los cuales podían cruzar gratuitamente para satisfacer su orgullo con la contemplación de la maravillosa estructura. Casi todos los que lo cruzaban se detenían a medio camino entre las dos altas torres de piedra del puente y allí se apoyaban en la barandilla, entre las cadenas colgantes, para contemplar los barcos que navegaban por el río en ambas direcciones. En el lado de Buda, el tráfico de vehículos tenía que continuar por el túnel de la colina, pero los peatones podían bajar directamente a los muelles y calles ribereñas.
Sólo en aquella zona era Buda lo bastante llana para construir casas destinadas a bienes y servicios. Sin embargo, la posada de la Cruz Blanca era la única empresa importante. Todos los otros mercados, posadas y tiendas eran pequeños en comparación con los de Pest, y sus clientes eran principalmente los habitantes del barrio, es decir, los trabajadores del río. Mullenax no tardó en encontrar el distrito de Tabán, donde vivían todos los barqueros del Danubio y otros tipos duros. A partir de entonces pasó la mayor parte de su tiempo libre —y también el que debería haber dedicado al trabajo— compartiendo con ellos su brebaje preferido, una ginebra búlgara irrisoriamente barata y terriblemente nociva.
Las pendientes de Buda estaban salpicadas de casitas campesinas muy atrayentes, con arbustos floridos sobre los tejados, guirnaldas de páprika roja y verde colgadas a secar contra las paredes encaladas y el dulce olor de la albahaca flotando en todos los jardines. Las alturas de Buda estaban reservadas para los monumentos y edificios monumentales: estatuas de bronce y piedra, el castillo real, la Ciudadela, la iglesia de la Coronación. Todos los grupos del circo alquilaron un kocsi por lo menos una vez para que los llevara a la cima de la colina Gellért y a la de la colina del Castillo. Pero la sombría Ciudadela era una fortaleza en activo y el castillo una sede del gobierno, así que no se permitía la entrada de visitantes en ninguno de los dos. Los turistas tenían que contentarse con asomarse al bastión del Pescador, debajo del castillo, o sentarse bajo las murallas de la Ciudadela para disfrutar de la vista de Buda a sus pies, Pest al otro lado del río y el largo y brillante trecho del Danubio.
—Esta colina Gellért —dijo un día Florian— recibió su nombre por el obispo misionero que intentó por primera vez atraer hacia el cristianismo a los paganos de este lugar. De todos modos no lo abrazaron, ni a él tampoco; clavaron escarpias alrededor de un barril, embutieron dentro al obispo y lo lanzaron por esta colina hacia la muerte y la santidad.
—Suena como un número de circo —comentó Edge.
—Entonces me gustaría resucitar a san Gellért y su barril —dijo Florian—. ¿Te has fijado, Zachary, en que contando a las ocho bailarinas del Schuhplattler y sin contar a los hombres de la banda ahora tenemos más artistas del sexo femenino que del masculino?
—¿Y quién se queja, las mujeres o los hombres? Por primera vez desde que puedo recordar, todos parecen por lo menos haber estabilizado sus vidas privadas. Que yo sepa, no hay triángulos, ni adulterios, ni seducciones secretas, ni celos latentes.
Edge los contó con los dedos. Pemjean y Lunes parecían satisfechos el uno con el otro, al igual que Maurice y Nella. Obie y Agnete eran claramente felices, así como Jules y Willi. Fitzfarris había empezado a cortejar a la viuda Vasilakis, para consolarla de su pérdida. Las chicas del Schuhplattler distribuían imparcialmente sus favores entre los hombres sin pareja, llegando a incluir a Hannibal Tyree, los tres chinos y Kesperle Spenz. Lo más notable, incluso increíble, era que el viejo Hanswurst Notkin guiñaba últimamente los ojos a Magpie Maggie Hag, quien daba claras muestras de rechazarle.
—Y si no me equivoco —concluyó Edge—, le he visto a usted llevando dos o tres veces a cenar a Gundel’s a la viuda Wheeler.
—Puramente platónico —murmuró Florian—. Paternal.
—Claro —prosiguió Edge—. Clover Lee busca todavía a un pretendiente noble, pero mientras se contenta con los ricachones de las primeras filas. Domingo también, supongo, así que ¿quién se queja de la proporción entre hombres y mujeres?
—Nadie se queja —respondió Florian—. Sólo digo que es insólito, quizá antinatural. Nunca he conocido un circo donde las mujeres superasen en número a los hombres. También me he dado cuenta de que entre los hombres felices no te has incluido tú.
—Estoy tranquilo. Esto me basta.
Edge mentía. No estaba completamente tranquilo. De hecho, se preguntaba en secreto si no estaría volviéndose loco. Hacía más o menos un mes que le había inquietado la aparente pero imposible familiaridad de algunos retratos y bustos del palacio de Schönbrunn. Ahora, allí, en un país totalmente distinto, en dos funciones nocturnas del circo le había parecido vislumbrar una cara conocida entre el público. ¿Era posible, se preguntaba, que la pérdida, el dolor y la nostalgia consciente y diligentemente reprimidos por la mente de un hombre pudieran encontrar de algún modo intersticios en dicha mente para filtrarse por ellos y atormentarle con alucinaciones?
Cuando le ocurrió otra vez, en otra función de noche, Edge decidió afrontar lo que fuese: su propia locura o un fantasma demostrable. Como en las veces anteriores, la mujer iba acompañada por otra dama y ambas llevaban velo y llegaban tarde —durante el primer número, cuando el resto del público estaba atento al espectáculo—, ocupaban sus asientos reservados de primera fila y entonces alzaban sus velos. La compañera era una mujer de mediana edad y aspecto corriente; la otra era…
—¿Autumn? —preguntó Edge, tímido y absurdo, pero incapaz de decir otra cosa cuando se les acercó en el intermedio.
Siempre permanecían en la carpa durante el descanso, sin mezclarse con la multitud de la avenida y sin llamar por señas a Magpie Maggie Hag para consultarla, y siempre eran de las primeras personas en abandonar la carpa una vez concluida la función. Ahora las dos se sobresaltaron por la sorpresa e inmediatamente se cubrieron la cara con el velo. La interpelada preguntó, recelosa:
—Beszél ön magyar?
Edge se limitó a mirarla con fijeza.
—Sprechen Sie Deutsch?
Edge continuó mirando, en un intento de verla a través del velo. Con él podía ser la Autumn de los últimos días, pero sin el velo era la Autumn de su primer encuentro.
—Tiens, parlez-vous français?
Edge agitó la cabeza para despertarse y murmuró:
—Un petit peu.
Ella rió y su risa era la de Autumn.
—En peti pu? Bueno, ya veo que hay un americano en este circo americano. Aún no le había oído hablar nunca, señor, sólo tocar el silbato.
Ella se levantó el velo, aturdiendo tanto a Edge que le hizo tartamudear:
—No… hablo mucho… señora.
No, los cabellos de esta mujer eran más bien de color bronce que castaños rojizos, pero sus ojos eran los mismos: castaños, con pétalos de flores salpicados de motitas doradas. Su boca siempre a punto de sonreír era la misma…
—¿Por qué se ha dirigido a mí con esa palabra?
Edge volvió a mover la cabeza.
—Es un nombre, señora. Autumn. Alguien que conocí.
Ella ladeó la cabeza y sonrió de un modo deslumbrante.
—¿Aprobaría ella que aborde a otras mujeres?
—Lo siento. Se parece usted mucho a ella. También era hermosa.
—Gracias. Si vamos a intercambiar cumplidos, deberíamos presentarnos. Es casual, pero casi ha acertado mi nombre. No soy Autumn sino Amelie, condesa Von Hohenembs.
—En tal caso, lamento todavía más mi descaro, alteza —dijo Edge con una inclinación—. Probablemente prefiere conservar el incógnito en este lugar. Yo soy Zachary Edge, el…
—El director ecuestre, claro. Mi compañera es la Bárónö Festetics Marie. Encantadas de conocerle, Edge úr. —Le tendió la mano enguantada y Edge se inclinó de nuevo para rozarla con los labios—. Soy una aficionada a la equitación —prosiguió ella— y una entusiasta del circo de toda la vida. Pero tengo que disfrutar de mis aficiones sin ser reconocida; el pueblo llano podría escandalizarse o afligirse al ver a su… a un miembro de la clase pomposa gozar de algo tan libre y despreocupado como un circo.
—Condesa, si sabe lo bastante sobre circos para llamarme director ecuestre en vez de maestro de ceremonias —sonrió—, no es una simple aficionada.
—Por favor, no sonría, Edge úr.
—Lo he dicho como un elogio, alteza, no por atrevimiento.
—Ya lo sé. Pero no debería sonreír nunca. Es menos feo cuando no sonríe. ¿No se lo dijo nunca su Autumn?
—Pues sí, pero quizá no con tanta franqueza.
—Un título da a una mujer el privilegio de ser franca. Con frecuencia digo a Ferenc, mi marido, exactamente lo contrario. Que debería sonreír más a menudo.
—Es un privilegio del conde —dijo Edge— ser instruido por una condesa tan encantadora.
—¡Vaya, vaya! —exclamó ella, estudiándole—. Mientras no intente hacerlo en su francés de colegial, es evidente que sabe ser galante. Para ser un americano.
—Hago lo que puedo —contestó él con humildad—. Alteza, si quisiera permanecer aquí hasta que… el pueblo llano se haya marchado, después de la cabalgata final, ¿me haría el honor de permitirme enseñarles, a usted y a la baronesa, los bastidores de nuestro espectáculo?
Ella reflexionó, pero dijo:
—Esto podría ser… imprudente. Mire cómo la idea hace fruncir el ceño a Marie.
—¿En otra ocasión? —preguntó Edge, casi suplicante, reacio a dejarla marchar. «Insiste», pensó.
Ella replicó con soltura:
—Un prété pour un rendu. ¿Por qué no le enseño yo mi circo? —La baronesa Festetics le dirigió una mirada aún más amonestadora, pero ella no hizo caso esta vez—. ¿Puede tomarse unos días de vacaciones, Edge úr?
—Pues… supongo que sí. Sí. Puedo y lo haré. Pero… ¿su circo, alteza?
—Oh, una tontería, pero es de mi propiedad. Probablemente provocará su fea sonrisa. ¿Conoce el pueblo de Gödöllö? Ahora resido en las inmediaciones, donde está mi casa de campo. Está sólo a unas horas de aquí por carretera. Le mandaré un carruaje. Vestimos de modo informal, excepto para cenar. ¿Quedamos para dentro de una semana?
Edge dijo que le parecía muy bien y que lo esperaría con impaciencia. Entonces permaneció hablando con ellas —incluso la baronesa se ablandó lo suficiente para contribuir con unas frases sociables en inglés— hasta que la banda entonó Esperad el carromato y el pueblo llano se apresuró a volver a la carpa.
Edge reanudó sus obligaciones de director con un brío que no había demostrado durante mucho tiempo y ejecutó su número de tiro como coronel Ramrod con floreos insólitos y sus volteos a caballo como Buckskin Billy con una temeridad estremecedora. Cada vez que saludaba, lo hacía directamente a la condesa Amelie, que aplaudía con las manos altas para que él pudiera verlas —las damas nobles no hacían ruido con los pies— y Edge tenía que acordarse de no sonreírle. Cuando concluyó el espectáculo, las dos mujeres no se fueron en esta ocasión durante la cabalgata, por lo que Edge tuvo oportunidad de despedirse de ellas. Y cuando la condesa se levantó para marcharse, Edge advirtió que también se diferenciaba de Autumn en que era mucho más alta. Pero tenía la misma figura curvilínea y el mismo talle increíblemente estrecho.
Edge no había mencionado nunca a nadie lo que él calificaba de alucinaciones encore-vu de Autumn y naturalmente ninguno de sus colegas había visto a la mujer ni observado a Edge hablando con ella aquella noche. Sin embargo, todos los artistas se habían fijado en su repentino arrebato de entusiasmo y estaban encantados, aunque perplejos. Cuando se hubieron ido los últimos espectadores, Florian se acercó a Edge y le preguntó con cautela, casi con preocupación:
—¿Ha ocurrido algo esta noche durante el intermedio, Zachary? ¿Algo para darte… una vivacidad tan poco habitual?
—Desde luego que sí, director. Me gustaría pedirle unos días de permiso la semana próxima.
—¡Vaya por Dios! ¿Estás enfermo, muchacho?
—Creía que sí, pero acabo de descubrir que no. No era Autumn después de todo. Es la condesa Fulana de Tal.
—¿Ah, sí? —dijo Florian, retrocediendo un paso—. Quizá necesitas de verdad un descanso, amigo mío.
—No estoy loco, director, ni mucho menos. Nunca me he sentido mejor. Me han invitado a visitar la casa de campo de esta condesa que he conocido esta noche. Amelie… es lo único que recuerdo de su nombre. Y usted siempre nos está animando a trabar amistades en las altas esferas, ¿no?, por si pueden sernos útiles para el espectáculo.
—Debes aceptar sin falta, muchacho. Has trabajado casi sin parar desde que te incorporaste al circo. Si sólo la perspectiva te anima tanto, la visita en sí te hará sin duda muchísimo bien.
Durante la semana siguiente Edge pasó mucha parte de su tiempo libre visitando a un sastre recomendado por Willi y probándose una serie de trajes de etiqueta. Clover Lee volvió a lamentarse de que «todo el mundo encuentra a alguien con título menos yo». Y Domingo hizo acopio del valor suficiente para abordar a Edge y decirle:
—Toda la compañía murmura que acudes a una cita con una condesa misteriosa. ¿Es cierto, Zachary?
—No es una cita, muchacha. Cita suena a algo furtivo. Sólo se trata de unas vacaciones en el campo. Y no hay nada misterioso en la dama, excepto su enigmático parecido con Autumn. Si recuerdas qué aspecto tenía Autumn.
—Sí —respondió Domingo, abatida—. Era una mujer hermosa.
—Y tú no le vas a la zaga —dijo Edge alegremente—. Eres igual de hermosa. Sólo que de un modo diferente.
—Gracias. ¿Vas a enamorarte de ésta como te enamoraste de Autumn?
—Será mejor que no lo haga. Ésta tiene marido.
Domingo se animó lo bastante para sugerir:
—Entonces, quizá algún día… cuando te tomes otras vacaciones, me llevarás contigo, como compañía.
—Pues claro que sí, Domingo. Si la condesa me invita de nuevo, tú también irás y usarás tu belleza para atraer al conde hacia otro lugar a fin de que yo pueda estar un rato a solas con ella.
Tras un momento de silencio ofendido contestó la muchacha:
—Si quieres… Pero Clover Lee lo haría mejor. Se iría con el conde y lo conservaría. Así tú podrías quedarte para siempre con la condesa.
Oyéndola apenas, dijo él:
—Supongo que tienes razón. —Y Domingo se alejó llena de tristeza.
El día convenido llegó el carruaje anunciado: una lujosa berlina de ruedas altas, tapizada de piel y tirada por una pareja de caballos bayos ingleses. En el pescante iba sentado un cochero con librea y un lacayo viajaba de pie en la parte trasera. La mayoría de miembros del circo contempló con la boca abierta cómo el lacayo saltaba para coger la maleta nueva de Edge, la guardaba en el portaequipajes y después enseñaba a Edge la canasta de viaje que había bajo el asiento, llena de comida recién preparada, fruta, dulces, vino y licores diversos.
—El escudo de la portezuela es el de los Festetics —explicó Florian, claramente impresionado—. De modo que éste es el nombre que no podías recordar. Uno de los más distinguidos de Hungría.
—No —dijo Edge, después de pensar un poco—. Era von no sé qué. Creo que Festetics era el nombre de su acompañante. Bueno, adiós a todos. —Se tocó el nuevo sombrero de viaje, de castor gris—. No tardaré en volver.